martes, 11 de mayo de 2021

Lázaro jura que no murió

 


         El nombre de Lázaro se perdió en el tiempo y para contar su historia le pusimos de prestado el del personaje bíblico que volvió de la muerte.

          Algunos años atrás Lázaro se apareció una mañana por el portal del Palacio de Justicia de la calle 13 de La Plata y se asomó a la primera oficina que encontró. Jamás antes había pisado el mármol de los pisos transitados de Tribunales, desgastados por pleitos y demandas o por demandados y demandantes más sus abogados, para mejor decir.

          Su aspecto no era el de leguleyo ni el de picapleitos. Tampoco el de quien acostumbra hacer trámites ni frecuentar oficinas más allá de la del correo –muy usado en aquellos tiempos- para despachar una carta simple. Más bien podía imaginárselo del lado de afuera del mostrador de cualquier comercio de barrio haciendo la compra de lo necesario para el día. Alto, corpulento, de pantalones ceñidos con cinturón de cuero por encima del ombligo y camisa escocesa con el cuello gastado pero impecable de limpieza y planchado. Ese era Lázaro.

          Con el cabello casi blanco y sus ojazos claros se arrimó al mostrador. Su rostro colorado por los nervios no era, precisamente, el de un difunto, pero ese era en esencia su problema.

 - Vengo porque en el diario dice que estoy muerto- se despachó mostrando un ejemplar de El Día abierto y doblado en la página de los avisos fúnebres mientras con el dedo señalaba su nombre y su apellido precedido de una cruz y seguido de las siglas “QEPD”.

 Las tres empleadas de la oficina no se animaron ni a mirarse entre sí. Una risa burlona era lo primero que venía a sus labios pero no podían hacerlo delante de Lázaro. Una se hizo la desentendida mientras las otras dos trataban de explicarle que seguramente se trataba de un homónimo, aún a riesgo de que el hombre no supiera qué quería significar aquello. Él simplemente quería testificar que estaba vivo y que el diario estaba equivocado.

 Nunca se sabrá si Lázaro concurrió a Tribunales motu proprio o si alguien lo instó a hacerlo jugándole una broma, aprovechándose tal vez de su ingenuidad. Lo cierto y real es que el hombre cargaba el aviso de su defunción en las manos y mucha angustia y desasosiego en su interior.

 -Vengo a decir que estoy vivo –insistía-. Quiero decirle al juez que no me morí, que es mentira.

 Acertaba a pasar por el corredor un funcionario de esos que hay pocos: abiertos, comprensivos, prácticos y con sentido común, por sobre todas las cosas, y una de las empleadas que atendía a Lázaro se animó a pararlo y, sin que otros oyeran lo que hablaban, lo impuso de la situación.

 No importa si era juez, secretario o defensor. Se acomodó los anteojos, lo observó a Lázaro  y se le acercó. Solícito, le preguntó en qué podía ayudarlo y al escuchar su relato y leer el aviso fúnebre, lo tranquilizó y lo hizo acercarse a su despacho. Le ordenó a un escribiente que le tomara declaración al ciudadano que venía a prestar juramento de que no había muerto, como mal informaba el diario. Sin entender mucho, el empleado puso una hoja en la máquina de escribir, redactó unas pocas líneas y la llevó para que su superior rubricara y sellara el “expediente”.

 El trámite era de una validez inexistente. En ningún archivo constan las actuaciones letradas, ni siquiera se recuerda el verdadero nombre del requiriente. Tampoco fueron muchos los que se anoticiaron del evento. Pero un hombre que no se llamaba Lázaro salió del Palacio de Tribunales con la sensación y el alivio de haber vuelto a la vida, un privilegio que pocas personas tienen.

 

Guillermo Defranco

 11 may 21

 

sábado, 8 de mayo de 2021

Doña Irene aún habita en la calle Pellegrini

 

         La historia es absolutamente veraz. Nos la relató uno de sus protagonistas y por respeto a los involucrados en ella todos los nombres que daremos aquí serán ficticios. A algunos no les importará, pero otros se podrían sentir heridos en sus sentimientos.

          El escenario de los hechos es una de las muchas casas familiares de la calle Pellegrini en la cuadra del 900 de City Bell. La vivienda está bastante cambiada hoy en día, después de casi dos décadas de que los Guchi –insistimos, un apellido que no se corresponde con el verdadero- la vendieran a quien no es el propietario actual.

          Luis Guchi y su esposa Josefina la habían comprado con mucho esfuerzo hacia la década de 1960 casi como un compromiso de honor. Con ellos se mudó también la abuela Ana –la mamá de ella- y con el tiempo se sumaría además doña Irene –progenitora de Luis-, con su cabello albo peinado hacia atrás y su nariz filosa y levemente saltona. Vivían hasta entonces en Ensenada, donde habían nacido sus tres hijos y cosechado una ponchada de amistades. Uno de ellas era Mingo, quien se había casado con la hija de una familia vecina y se había afincado en un chalet de la calle Cantilo en el por entonces tranquilo City Bell.

          En un gesto que cambiaría por siempre la vida de Guchi, hacía tiempo que Mingo le había regalado una bobina de hilo, ese que se usaba mucho para atar paquetes en los tiempos en que las bolsas de polietileno eran algo de ciencia ficción y todo se envolvía en papel y se ataba con piolín. “Antes de que se te termine este ovillo tenés que venirte a vivir a City Bell”, le dijo en una suerte de pacto de caballeros.

          Mingo murió joven poco después, y para Luis el pronunciamiento de su amigo cobraba más fuerza que antes: “Era un compromiso asumido y no podía defraudar a un amigo, aunque él ya no estuviera para verlo”, confesó el esposo de Josefina una tarde de mates en la cocina de la calle Pellegrini.

          Pasaron algunos lustros, Josefina y Luis Guchi partieron con igual rumbo que su amigo; ya habían fallecido también sus respectivas madres doña Ana y doña Irene, las consuegras que vivían refunfuñándose mutuamente como dos adolescentes. Fue así que compró la casa un vecino quien, a su vez, la volvió a transferir.

          Una tarde más cercana al hoy en que paseaba por City Bell en compañía de su pareja y sus suegros, el más chico de los Guchi decidió dar una vuelta por su antiguo barrio. Encontró pavimento y cordones de hormigón ocultando el histórico fango de la Pellegrini y el recuerdo de algún vecino esparciendo diarios doblados en dos para pisar sobre ellos y poder cruzar la calle sin perder un zapato en el barro. Encontró también a su casa bastante cambiada, al menos en su apariencia, y al propietario que cortaba el césped en la vereda.

          Hombre joven, de la edad de quienes tienen todavía el empuje de los primeros años de un proyecto familiar y como si toda su vida hubiese vivido allí, preguntó a los forasteros si buscaban a alguien. Guchi hijo le respondió que le estaba mostrando a sus acompañantes la casa donde se había criado.

-         ¿Vos sos Guchi? –preguntó el vecino, mientras dejaba las herramientas a un lado.

-         ¿Cómo sabés?

-         A mi casa la llaman “lo de Guchi”, pero yo no los conozco.

 De ahí a pasar al interior fue sólo un instante. Estaba casi como el visitante la había proyectado reformar en un trabajo práctico en su paso por las aulas de Arquitectura, algo que su familia nunca había concretado. En la cocina con su nueva disposición hacía sus quehaceres la dueña de casa quien, también, se mostró amistosa y hospitalaria. Por la ventana se veía corretear en el fondo a la pequeña hija y Guchi no pudo reprimir el recuerdo de las lejanas tardes de juegos con sus hermanos.

 De la conversación entre los adultos surgió una cuasi confesión de los anfitriones: su hija les había relatado muchas veces que hablaba con “la abuelita” y les describía a una señora viejita, canosa, con el pelo hacia atrás, con nariz delgada pero notoria… Ellos no veían ni oían a nadie, sólo a su hijita en entretenida conversación con alguien invisible e inaudible.

 Pero un día su mamá pudo verla: era una anciana como la que describía la pequeña; también vestía un saquito de lana marroncito prendido con botones y caminaba por la casa con un paso corto pero apurado.

 Guchi no pudo menos que preguntar en qué lugar de la casa la había visto la nena. Se quedó sin aliento cuando le dijeron en cuál habitación: la misma en la que otrora dormía su abuela Irene, la de cabello albo peinado hacia atrás, y su nariz filosa y levemente saltona quien de entre casa usaba, habitualmente, un saco tejido color beige con botoncitos asomando por los ojales y caminaba con paso corto pero apurado aunque no fuera a ninguna parte.

 Los padres de la nena dijeron que ella no se había sentido alterada tras las conversaciones con la abuelita, así que no se preocuparon. Más aún, la mamá agregó que para ella era una tranquilidad saber que no se quedaba sola cuando su esposo no estaba. De alguna manera se sentía acompañada.

 Debe ser que doña Irene Guchi añora aún los tiempos de la Pellegrini de barriales y faroles apagados, aferrada quizás al estigma familiar de abrir las puertas de la casa a todo el que llegue a ella; de atenderlo, de reconfortarlo, de brindarle todo lo poco que siempre habitaba las alacenas pero también todo lo mucho que rebosaba de sus corazones. Su alma escapó del camión de mudanzas y se quedó en la casa provocando al alma de su consuegra Ana buscándose mutuamente motivos para pelear. O tal vez eligió perpetuar el pacto de amistad entre su hijo y Mingo de mudarse para siempre a City Bell antes de hacer un moño con la última hebra de aquel carretel de hilo de atar paquetes.

 Vaya uno a saber. Los que tenemos el alma envuelta en un cuerpo no entendemos mucho de esas cosas.

 

07 may 21

 

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