sábado, 3 de octubre de 2020

Remembranza lujanera

 Este año la pandemia de Covid-19 obligó a una pereginación a Luján "virtual". Me trajo recuerdos de mis tiempos de peregrino.

    Diez años fui peregrino a Luján. Es decir, diez veces peregriné a pie a Luján. Las primeras veces fueron en 1986 y 87, cuando la diócesis platense fletaba un tren especial y vendía pasaje de ida y vuelta, a tarifa de promoción. Era muy extraño eso de subirse al tren en La Plata y bajarse en Haedo sin hacer transbordo alguno. Dado el contexto, podría decirse que era milagroso. Las otras veces fueron entre 2001 y 2008 luego de casi una década de decirle que no a Guillermo Lubrani, peregrino empedernido a la basílica de la Patrona. 
 


    Con la parroquia de Villa Elisa o la de Gonnet con grupo de apoyo y micro, las cosas fueron mucho menos tediosas que los dos primeros años. Octubre, en su primer fin de semana, se convirtió entonces en la cita no sólo con la Virgen sino con un grupo de gente inolvidable: Cristina Cusimano, Eduardo “Coco” Schelloto, Lubrani, Patricio Mulhall, Gustavo "Opi" Hoyos y un grupo de cinco o seis que siempre caminaban junto a él los 50 kilómetros de plegaria. Y entre muchos otros viene a la memoria Elvira, una señora que por entonces superaba las siete décadas y ya todo sabíamos: no había que esperarla en las paradas; ella le pegaba de un tirón y en menos de ocho horas llegaba a Luján, escuchaba misa dos veces y se sentaba a aguardar la llegada del resto.
 
    Parte del ritual era la foto grupal en la plaza de Haedo que tomaba Hoyitos luego de usar los sanitarios de la escuela religiosa de enfrente, y empezar a descontar metros, cuadras, kilómetros.
Uno podía dejar su mochila o bolso en el micro y salir con lo indispensable en una riñonera, por ejemplo, donde no faltaba el medio litro de agua mineral. La experiencia había enseñado, por ejemplo, a estrenar medias de algodón y ponérselas del revés, de modo que la costurita de la puntera quedara hacia afuera disminuyendo los riesgos de ampollas a causa de ella. Unos cambiaban medias y renovaban talco en cada parada; otros, optaban por no quitarse el calzado hasta el momento de llegar, excepto que apareciera alguna molestia.
 
    Otra cuestión era que si bien íbamos en grupo, cada cual llevaba su paso, su ritmo. Me sorprendí una vez que al llegar a General Rodríguez –última parada y decisiva, porque luego se viene la noche y no habrá reencuentro con el micro hasta Luján, además de ser la más larga- y pregunté a quien llevaba el control de quién llegaba y quién faltaba si ya estaban todos, me respondió que yo era el segundo en llegar. Había tomado mi paso en la certeza de que era más lento que mis compañeros, mucho más delgados y deportistas que yo. Sin embargo, mi capacidad en la caminata era mucho mejor que lo que hubiera imaginado.
 
   Llegar al segundo puente (treinta y siete cuadras antes de la meta, o treinta y siete kilómetros, ¿qué más da?) era encontrar sacerdotes y diáconos bendiciendo a quien lo desease y los boy scouts repartiendo pan con mate cocido. Casi casi, una Eucaristía. Uno podía confesar con los sacerdotes, además. Pero esa bendición y ese alimento eran capaces de aflojar al más duro, sacar lágrimas del más necio, llenar de sol la noche de Luján. Y constituyó siempre, para mí, un momento cúlmine.
 
    Algunas veces hice un tramo arriba del micro, otras estuve a punto de abandonar, pero mi amigo me puso una mano en el hombro de mi espíritu y, descansando un poco, animándome mucho, me llevó hasta la Basílica.
 
    Resuena en mí todavía la ocasion en que las campanas daban las 12 de la noche en consonancia con mi pie que pisaba la plaza. Me había costado esa caminata, y la coronaba así.
Muchas veces ni entré al templo. Me bastaba con llegar, contemplarlo desde afuera, llorar. Porque además de pedir o agradecer por la familia, la salud, el trabajo, yo fui cada año pidiéndole a María poder sentir una mínima parte de la fe de la mayoría de los peregrinos.
 
    Una vez en Luján, el mayor deseo era llegar al micro (no siempre cercano, aunque todo es lejos para quien viene de caminar cincuenta kilómetros), hidratarse, tal vez algo caliente, y sentarse en su asiento a esperar a los demás, saber cómo estaban, si faltaba alguien.
 
    En una de las tantas previas escribí un texto que acabo de encontrar y recordar. Lo dejé tal cual, sigue vigente.
     
Un murmullo de pasos y pisadas.
Un murmuro de rosarios y plegarias.
Lágrimas de emoción y de dolor.
Y una aguja rematada en cruz
que se deja ver y que se oculta
entre el cielo nocturno de Luján.
La meta es tu casa, Madre. Ya queremos llegar.
Un año entero llevamos esperando esta meta
y no queremos aguardar más.
Este es el mes del encuentro,
nos queda un tramo, no más.
Asomate a tu puerta.
Salimos para allá.

 

martes, 29 de septiembre de 2020

Pueblo chico

        Aún cuando está tropezando con la cifra de casi cien mil almas, la localidad de City Bell sigue conservando algo de su espíritu de pueblo chico. Y se es pueblo chico cuando, más allá de todo censo y de toda estadística, los pobladores conservan la memoria de los antiguos vecinos; cuando los descendientes de aquéllos siguen afincados en el terruño y se siguen reconociendo y saludando cada vez que se cruzan en la calle.

 

          Entonces en el texto que sigue, porque toca a la historia del país pero involucra a por lo menos tres familias con muchos años en el pueblo –más de 80 en el caso de una de ellas- no se usarán nombres y apellidos reales sino ficticios. Para no herir susceptibilidades, para no remover rencores; porque se trata de sucesos acaecidos hace casi seis décadas y podría calificárselos de anecdóticos si se los despojara del contexto político en que se produjeron. Pero encierran dolor. Dolor de pueblo chico.

          Entre 1962 y 1963, como si lo endeble de la democracia argentina no fuera suficiente, nuestras Fuerzas Armadas eran la caja de resonancia de los ecos de la Guerra Fría y de la mal llamada Revolución Libertadora. El Ejército era la Fuerza en la cual las aguas estaban más divididas. Azules y Colorados se denominaban las facciones que pugnaban por recuperar el poder político del país, unos para perpetuarse en él y otros para buscar desterrar definitivamente toda lo referencia al peronismo.

          En realidad, ambos grupos compartían la alineación con Estados Unidos en la Guerra Fría y la necesidad de combatir al comunismo, pero discrepaban sobre la modalidad y el perfil profesional que debían tener las Fuerzas Armadas. Los Azules admitían rehabilitar de modo restringido al peronismo proscripto, mientras que los Colorados lo equiparaban con el comunismo y querían erradicar a ambos en forma definitiva. Hacia 1962, cada bando luchaba para lograr el control castrense y constituirse en tutor de la política nacional.

          El 29 de marzo de ese año Arturo Frondizi se vería obligado a abandonar la Presidencia de la Nación y ceder su lugar al vicepresidente José María Guido, en una suerte de transición hasta las elecciones de 1964. Hay que decir que la Armada tuvo también un rol preponderante en el conflicto, que ya se había extendido a otras provincias.

          La camarilla Colorada había logrado dominar unidades clave del Ejército, lo que impulsó la contraofensiva Azul. El 2 de abril de 1963 las tropas Azules al mando del general Alejandro Agustín Lanusse salieron de Campo de Mayo para recuperar La Plata y Punta Indio. Por otra parte, Santa Fe, Córdoba y Jujuy se encontraban entre los puntos más conflictivos. Radio Provincia y radio Universidad, en poder de las fuerzas Coloradas, exhortaron a evacuar las viviendas cercanas al Batallón 2 de Comunicaciones de City Bell –actual Agrupación 601-, en poder del bando Azul, para prevenir posibles bombardeos.

          Lanusse conocía muy bien al 2 de Comunicaciones. En los tiempos en que sus instalaciones constituían la Estancia Grande, propiedad de la familia Bell, allí celebró su casamiento con Illeana, nieta de Jorge Bell, meses antes de que el Estado expropiara esas tierras para instalar la unidad militar. Un viejo vecino, que era un chico por aquellos años y trabajaba en la estancia, ha referido más de una vez que con otros compañeros se apostaron ese día en la tranquera de ingreso y que no fueron despreciables las propinas que recibieron de los invitados.

          Vayamos, entonces, al nudo local de nuestro relato. Barriales (recordemos que las identidades son ficticias- vivía en una esquina del camino Centenario, a unos cuatrocientos metros del Batallón. Era por entonces un muy joven oficial de la Marina, con esposa e hijos.

          Casi enfrente, sobre la calle lateral, vivía con su esposa, sus hijos y sus suegros, Bianco (insistimos, el apellido es inventado). Bianco era militante peronista de la primera hora con una actividad política en receso obligado; o casi.

          A unas veinte cuadras de allí vivía Molino (que no se llamaba así), un suboficial de la Marina retirado desde hacía algo más de una década gracias a su desencanto personal con la Fuerza. Tras su retiro había sido presidente del Argentino Juvenil Club y empleado en la ferretería de don Juan Bello. Su condición de exmarino le proporcionaba algo en común con Barriales –a quien no conocía- y con Bianco lo unía el hecho de que sus respectivas suegras amasaban una amistad que llevaba décadas.

           Aquel 2 de abril de 1963, exactamente diecinueve años antes del otro 2 de abril que quedaría grabado a fuego en la historia y el corazón de los argentinos, la angustia y el pánico ganaron las calles de City Bell, especialmente las más cercanas al cuartel.

 La noticia de que los aviones de la Marina bombardearían el Batallón de Comunicaciones helaba la sangre de más de uno. Molino, que con 47 años peleaba palmo a palmo contra una enfermedad que lo derrotaría cuatro meses después, decide asilar en su casa a la familia de Bianco, alejándolos así de la zona del posible bombardeo. El señor Bianco, resuelto a permanecer escondido en el fondo de su vivienda, agradeció el gesto y decidió que sólo fueran sus familiares. Además, mostró su preocupación por la esposa y los hijos de su vecino Barriales, quien por su condición de oficial de la Armada estaba acuartelado.

 Molino no lo dudó y les ofreció refugio en el hogar de su hija –casada y con dos hijos pequeños- a poco más de una cuadra del suyo. Como pudieron, las familias se organizaron en ambas casas y masticaron su angustia procurando no transmitirla a los chicos. La más afectada parecía ser la señora de Barriales, quien no cesaba de lamentarse: “¡Qué horror, las ‘botas’ en la marina!”, en alusión a la posibilidad de que una facción del Ejército acabara entrometiéndose en los asuntos de la Armada.

          El conflicto se resolvió pronto. La sangre y las vidas que se cobró en otras ciudades del interior no llegaron a City Bell, que poco a poco fue recuperando la calma y cada cual pudo volver a su casa.

          Poco más de una década después y luego de que las Fuerzas Armadas se llevaran por delante a dos gobiernos democráticos (el de Arturo Illia en 1966 y el de María Estela Martínez de Perón en 1976), la Historia hizo de las suyas volviendo a cruzar a dos de los actores de esta novela que no es ficción. Enarbolaban el lema de la “Argentina potencia” y de que “los argentinos somos derechos y humanos”. Vaya pantomima.

          A la señora de Bianco se la veía seguido en la iglesia del padre Dardi (Sagrado Corazón de Jesús) con un pañuelo blanco cubriendo su cabeza mientras un llanto sin consuelo cortejaba sus rezos. Su alma se desangraba por sus dos hijos mellizos que alguien le contó que los vio cuando fueron subidos por la fuerza a un vehículo militar mientras realizaban pintadas políticas. Sin armas, según dicen; sólo militantes de un partido, el mismo que había abrazado su padre. Su rogativa se escuchó a medias: sólo uno de ellos volvió a la vida mientras el otro es parte de la obscena nómina de desaparecidos.

          Barriales, contraalmirante ya, fue conducido por imperio del mérito a apetecidos cargos en el escalafón de la Fuerza hasta alcanzar un repentino retiro. Se fue, dicen, en disidencia con el comportamiento que la Armada estaba teniendo en esos años que alguien llamó “de plomo” pero que fueron, más bien, de sangre.

          Indigesta historia de dolor en un pueblo chico. El ser chico le permitió que dos familias vecinas que fueron refugiadas bajo el techo de una tercera, acabaran en bandos contrarios poco más de una década después. Nadie sabe si el paso al costado de Barriales se relaciona con el hecho que hemos relatado o con eso de la Argentina potencia. Ya mayor, se lo ve cada tanto caminar, de la mano de su esposa, por las calles del pueblo chico que juntos eligieron para toda la vida, lejos de los azules y los colorados, de los derechos y humanos pregonados por antiguos comandantes tiestheridos.

 


 

jueves, 27 de agosto de 2020

Cien de radio


      Casi las 8 de la noche. ¿Habrá sido a esta hora? ¿O más temprano? Tal vez, más tarde… Lo que sí es seguro es que hace exactamente cien años, un siglo, nacía la radiofonía con el formato que le conocemos hoy: con programación, con música; pronto, también, con reclames, como se les llamó antiguamente a las publicidades.

      Enrique Telémaco Susini impostó su voz y se largó ante un primitivo micrófono: “Señoras y señores, la Sociedad Radio Argentina”… y acabó presentando la ópera Parsifal, de Richard Wagner, directamente desde el teatro Coliseo de Buenos Aires. 


La Philco familiar de cuando yo era chico

      Con Susini estaban también Miguel Mujica, Luis Romero Carranza y César Guerrico. El cuarteto pasó a la historia como “los Locos de la Azotea”, dado que en esa ubicación del teatro instalaron el “poderoso” transmisor. La antena, en el techo contiguo que pertenecía a la casa de remates “Guerrico y Willliams”. Este Guerrico, padre de César, no era otro que José, presidente de la Sociedad que fundó mi pueblo, City Bell, y que sería también intendente de la ciudad de Buenos Aires, entre otros cargos de figura.

      Los Locos eran, en rigor, radioaficionados. Vale decir que la radiofonía existía desde antes. Lo que ellos hicieron fue, primero, el transmisor. Y luego, aquel glorioso 27 de agosto centenario, dieron la puntada inicial a una radiofonía con programación extendida en el tiempo y que ese día habría sido sintonizada, con suerte por medio centenar de receptores de galena en la ciudad de Buenos Aires.
      Mis afectos con la radiofonía arrancaron con un aparato Philco Tropic valvular encaramado en una repisa en lo alto de la pared de la cocina de casa, altura que, con los años, no era tanta. Ambas, radio y repisa, conviven en la plenitud de sus funciones en mi rincón de trabajo hoy.
      
      Tengo muy presente en la memoria de mis cinco añitos la noticia del derrocamiento del presidente Illia. Creo que se trata de mi primer registro de la radio como medio informativo. Es inevitable evocar nombres, voces y programas, tanto como dejar muchos afuera. Algunos por desconocimiento de entonces; otros, por desmemoria de ahora.
      Hugo Guerrero Marthinheitz, Antonio Carrizo, Alberto Magdaleno, Julio Lagos, Pedro Aníbal Mansilla, Nora Perlé, Ariel Delgado, Pinky, Jorge Fontana, Héctor Larrea, Víctor Sueiro, Blakie, Beto Badía, Leo Rivas, Betty Elizalde, Graciela Mancuso, Alberto Tahler, Enrique Manchini, Quique Pesoa, Luis Garibotti, Marisa Cassia, María Ester Vignola, Rina Morán, Calle Corrientes, La revista dislocada, La gallina verde, Rulos y moños, Garaycochea, Miguel Ángel Merellano, El show del minuto, Carburando, José María Muñoz, Benardino Veiga, Fioravanti, Faustino García, Fernando Bravo, Rubén Aldao, Daniel López, Ricardo Jurado, Eduardo Aliverti, Luisa Delfino, Juan José Lujambio, Alberto Hugo Cando, Raúl Urtizberea, Omar Cerasuolo, Osiris Troiani, Magdalena Ruiz Guiñazú, Oscar Gómez Castañón, Las dos carátulas, El rotativo del aire y sus trompetas, el gong de radio El Mundo… Además, radios Belgrano, Provincia, Universidad, Rivadavia, Colonia, Carve, Real, Splendid, Excelsior, Continental, Argentina, Antártida, del Plata, Nacional, la FM 103 Inolvidable, Municipal y, muchísimo más acá en el tiempo, radio Signo con mi experiencia junto a Juanjo Vendramin, Hablando de City Bell. Y siguen las firmas y la nostalgia. O, como dijo la poeta, mucha “dulzalgia”.


      La radio, la que creían muerta con la aparición de la televisión, la que no podría contra internet y las emisoras on line, la amplitud modulada que caería rendida a los pies de la frecuencia modulada, sopla hoy cien jóvenes y fortalecidas velitas.
      Por su fidelidad, su compañía, su cualidad de ejercitar nuestra fantasía, su poder de introducir la cultura en nuestros hogares, por haber sido convocante de la familia, por acercarnos las emociones de un partido de fútbol y de un aterrizaje en la Luna, por contarnos las cosas antes de que aparecieran los diarios y por seguir firme en el aire a pesar de su siglo en el éter, gracias, salud y larga vida.

lunes, 1 de junio de 2020

93 de marzo

Aunque no lo crean hoy es 93 de marzo de 2020. Día más, día menos, son los días transcurridos desde el 1º de ese mes en cuyo segundo tercio se nos congeló la agenda, por no decir el traste.

 Desde el 20 de marzo en que oficialmente entramos en cuarentena que vengo sintiéndome en deuda conmigo mismo. Pensé en ponerle un poco de humor a lo que escribiera pero, citando a Quino, “no creo que las cosas estén tan mal como para tener que tomarlas en broma”.

 ¿Un análisis cruel de la ídem realidad? No manejo fuentes directas y, si las tuviera, no me parece éste un medio para seguir alimentando la desesperanza y la desesperación.

 Así que pasados los setenta días de acuartelamiento, empecé a juntar apuntes, comentarios de entre casa, pareceres desde atrás de la ventana. Arrancamos por allá, cuando el encierro era todavía un secreto a voces, meras especulaciones frente a una realidad que no había llegado aún pero cuya concreción casi nadie discutía.

 Entonces estuvimos de acuerdo en que había que llenar la heladera y la alacena. Y un poco más, por las dudas. Me acordé mucho de cuando yo era chico y había rumores de golpe de Estado: había que abastecerse por las dudas, por si la mano se ponía pesada y había desabastecimiento.

 Finalmente de manera oficial el aislamiento comenzó el día 20 y, puertas adentro, empecé a mirar por la ventana a ver si comenzaba la nevada radioactiva de El Eternauta. No se la ve pero la presencia del Covid-19 se le parece mucho.

 Adentro de casa, todo bien y a cara descubierta. Pero cuando hubo que asomar las narices a la calle y ponerse barbijo supe que atarse dos piolas detrás de la cabeza no es para cualquiera, y que si en vez de cintas tiene elásticos para sujetar en las orejas, estamos a un tris de parecernos todos al Topo Gigio.

 Superado el trance de colocarse el bozal, sobreviene el capítulo 2: cómo hacer para poder ver sin que se empañen los anteojos. De fuente directa aprendimos el truco de pasar a los cristales jabón seco, sin usar, y frotarlos luego con un paño suave o un pañuelo de papel. Ojo: con algunos jabones funciona, con otros, no. Pero como no nos dejan salir mucho, no es una cuestión digna de quitarnos el sueño.

 El sueño; otro tema. Los primeros días parecía que teníamos alterado el reloj biológico. Viendo televisión hasta la una o dos de la madrugada y leyendo luego una horita más significaba que no amaneceríamos antes de las diez u once de la mañana. No es menor el dato de que “La gesta del marrano” de Aguinis, con sus casi seiscientas páginas, se me gastó en menos de quince días. Con el transcurso de las semanas y poniendo un poco de voluntad, casi que nos acercamos a los horarios supuestamente normales. No hay que olvidar que en casa ambos trabajamos. Desde casa y a distancia (cuando la tecnología lo permite), pero reportándonos en tiempo y forma cada mañana a las respectivas superioridades.

 Entonces fue cuando entró a jugar un nuevo participante en nuestras vidas: las videoconferencias, los encuentros virtuales y las reuniones computadora mediante. Cuando veíamos el dibujito de Los Supersónicos, cincuenta años atrás, no imaginábamos que esa fantasía sería parte de nuestra realidad. A no olvidar peinarse y ponerse una remera o chomba presentable para un evento de esos. Del pecho para abajo no importa, siempre y cuando no tengamos necesidad de levantarnos delante de la cámara de nuestra computadora.

 Cumplimos treinta años de casados en cuarentena, se acerca el cumpleaños de Laura y estaremos seguramente enclaustrados también… sólo espero que para noviembre, cuando me reciba de sexagenario, pueda festejarlo reuniendo a mis amigos y familia.

 En medio del torbellino de ir de acá para allá sin salir de casa pude avanzar con algunas cosas siempre postergadas: digitalizar un archivo de entrevistas que tenía guardadas en cassettes, empezar a escanear viejas fotografías soportadas en papel y  avanzar mínimamente en la escritura de mi próximo libro. Paradójicamente la pandemia me retrasará sin fecha un viaje a Misiones, necesario para dar forma a uno o dos capítulos del volumen en cuestión.


También, dos veces por semana, Zoom mediante, me junto con un puñado de radioaficionados como yo a repasar lenguaje Morse, esto es: telegrafía. Cosas de la pandemia y la cuarentena; qué decir.

 Y así estamos; tomando mate solo, saboreando yerbas desconocidas compradas antes del acuartelamiento, disfrutando desde ayer del calor de la leña ardiendo en la salamandra. E imaginando cómo y con quién será el primer reencuentro cara a cara, abrazo a abrazo, sin el bozal cubriéndonos boca y nariz. Pero sobre todo, esperando con ansias recuperar la tranquilidad de saber que no hay nuevos contagios ni nuevas muertes, que el Coronavirus ya no es noticia porque pudimos con él.  


martes, 7 de abril de 2020

Encuarentenados

Creo que es la primera vez que me toca vivir una situación como la pandemia de Coronavirus. Once años atrás atravesábamos la gripe A, el virus H1N1. José hacía su viaje de egresado; las fotos en Ezeiza no muestran mucha gente con barbijo; que la mayoría no lo llevábamos en ese momento.


Recuerdo, cómo olvidarlo, en aislamiento y los cuidados porque Laura fue una de quienes engrosaron las estadísticas que cotidianamente leíamos en los diarios. Me acuerdo claramente cuando Mónica Bontempi, su inmunóloga, levantó el teléfono para avisarle a su colega que le enviaba una paciente, que por favor la recibiera.


Y luego, nosotros yendo raudamente a la Casa Cuna en La Plata, donde de manera excepcional la infectóloga Analía Vélez nos recibió enfundada en esos trajes que hoy nos son familiares de verlos en la televisión pero que en ese momento para mí eran un indicio de que habíamos entrado en la NASA o que las papas quemaban.


La revisó, la interrogó, le extrajo sangre y le dio antibióticos y antiviral (el desde entones famoso Tamiflú). “Empezá a tomarlo hoy mismo, porque si el análisis te da positivo no podemos perder tiempo”. Maravillosas personas, ambas médicas, que tomaron el toro por las astas antes de que el todo bufara. Y vaya si bufó, pero ya estaba acorralado por la medicación temprana.


Hoy es otra la historia. La pandemia es de una gravedad tal que unos pocos se atreven a compararla con la epidemia de polio de hace más de sesenta años. O la fiebre española, lo la amarilla, o…


Lo cierto es que el mundo está en cuarentena aunque aún hay gente que no se dé por enterada. Aunque haya otros que serán nuestros héroes mañana, cuando les reconozcamos que debieron seguir trabajando para que nosotros pudiéramos seguir viviendo. Son los primeros a quienes me gustaría abrazar cuando todo haya pasado. Ojalá podamos hacerlo. Ojalá la muerte no sea más que una dolorosa noticia y no una realidad entre mi gente querida. Cuidémonos mutuamente, querámonos, prometámonos salir vivos de ésta. Es lo único a lo que estamos comprometidos en esta cuarentena.

lunes, 20 de enero de 2020

El canto eterno del Chalchalero

Motivado por la muerte de Juan Carlos Saravia acaecida días pasados, recordé una engtrevista que le hice en marzo de 2000 para la revista Todo María. Fue en su casa de Buenos Aires y recuerdo que mientras charlábamos fueron llegando los otros tres integrantes: su hijo Facundo, Polo Román y Pancho Figueroa, quienes tras el saludo de rigor, uno a uno enfilaron hacia algún ambiente de la casa. Cuando empiezo a escuhar acordes y rasguidos de guitarra, Saravia me dice que en un rato comenzba un ensayo. Le comenté que me sorprendía que ensayaran en su casa. Y me respondió, con naturalidad y simpleza: "Es que nosotros no somos profesionales, somos cantores, nomás". 

Febrero/marzo de 1981. Los Chalchaleros en el Festival de Folklore de City Bell.
Lo que sigue es el texto de aquel reportaje aparecido en la mencionada revista católica.


EL REZO DEL CHALCHALERO


Como para comprobar que la fe y la riqueza interior van más allá de la fama y los escenarios, Juan Carlos Saravia –referente del conjunto folklórico “Los Chalchaleros”- se reconoce como una persona “muy mariana

“Yo siempre he sido muy mariano, devoto de la Virgen del Perpetuo Socorro, que está el la iglesia de San Alfonso, en Salta –relata a Todo María-. Es la única Virgen que tiene la escolta de los Gauchos de Güemes, que salen montados haciéndole la escolta. Me hice devoto además de la Virgen del Milagro, por supuesto, de la Virgen de San Nicolás. Hemos tenido la dicha de conocerla a Gladys (Motta) que es la vidente. En cuanto nos recibió mi mujer se puso a llorar. Hacía dos o tres días que había terminado la Semana Santa y nos mostró los estigmas que le estaban ya cicatrizando en la muñeca. El Padre Pío los tenía en las manos, pero Gladys los tiene en las muñecas y las heridas en los pies y en el costado, que le sangran y duelen mucho en esos dos o tres días”.

Señor y Virgen del Milagro.
A mediados de septiembre Saravia estuvo en su Salta natal, con el único objetivo de participar de la Fiesta del Señor y la Virgen del Milagro. “Tiene una historia muy curiosa esta fiesta. Hace 407 años, el obispo que funda Salta, cuando vuelve a España dice que va a mandar un Cristo para Salta y una imagen de la Virgen para Córdoba. Lo curioso del caso es que las cajas trayendo estas dos imágenes llegan por el Pacífico y llegan flotando, sin ninguna noticia de naufragio, al puerto de El Callao, en Perú. La gente, con gran devoción lleva en hombros al Cristo y a la Virgen en peregrinación: iban de un pueblo hasta el otro, salía la gente de ese pueblo hasta el que seguía y los otros se volvían a sus casas; y llega el Cristo a Salta. El cura resuelve dejarlo en la sacristía con la promesa de hacerle un altar especial. Queda ahí, se lo olvida, y tres días antes de cumplirse cien años de la llegada del Cristo a Salta empiezan unos terremotos tan espantosos que se hunden algunos pueblos y algunas ciudades como Esteco, que está a casi 130 kilómetros de la capital. Salta temblaba todo el día, con distinta intensidad. Un sacerdote que pasa por delante de la Virgen -que es de porcelana o yeso- ve que la imagen está en el suelo, a los pies del Cristo. La vuelve a poner en su nicho y con los temblores, al rato la Virgen otra vez a los pies del Cristo y sin romperse. Como a la cuarta o quinta vez, el sacerdote dice que debe ser un mensaje para que lo saquen a la calle al Cristo. Lo sacan y se tranquilizan los terremotos hasta siempre. Entonces la gente toma la devoción por el Cristo y la Virgen del Milagro”.
La fiesta dura diez días, incluida una novena. Tanto es el fervor de los salteños por el Señor y la Virgen del Milagro que se han olvidado de sus verdaderos patronos, los santos Santiago y Felipe. “Pero como hace trescientos años que el patrón es el Señor del Milagro, la gente ni sabe quiénes son los patronos, que fueron suplantados por el Cristo del Milagro y la Virgen del Milagro. Por eso yo siempre digo que en Salta tenemos de patrono a Dios, no andamos con macanas”, acota el folklorista.
Como ocurre con muchas devociones, llega un momento en que se va olvidando un poco, hasta que un nuevo temblor en 1948 hace recapacitar al pueblo. “La catedral se llena otra vez de gente que no le tiene miedo a los terremotos, va a donde está el Cristo y se queda con la tranquilidad maravillosa de toda la vida” agrega el Chalchalero.
“La fiesta del Milagro tiene una maravilla que es que en esos diez días toda la población está equiparada. No hay ninguna diferencia ni económica, ni social, de nada. Toda la gente va y reza y se codea y empuja porque antes que nada está el Cristo. Hay que verla a la procesión porque es una maravilla. Yo calculo que habrán ido entre quinientas y seiscientas mil personas. Lo que se le pide, lo que se le agradece, lo que representa para todo el pueblo de Salta es algo que hay que vivirlo”.
            Hacía 21 años que por compromisos artísticos Juan Carlos no iba a la Fiesta. “Y este año dije ‘tengo que estar ahí con mi patrono’. Y es una maravilla; es el único lugar donde no hay ningún tipo de preferencia, que porque yo sea cantor voy a tener mejor ubicación dentro de la iglesia o alguien me va a dejar pasar. Nada. Ahí nos codeamos, dejamos pasar al que puede pasar, pero somos una sola persona devota y no importa quién es: si es doctor, abogado, si es peón, lo que sea”.
Salta lo tuvo de gobernador al Señor del Milagro y figura en un libro de Antonio Zinny sobre gobernadores argentinos. En el siglo pasado, don José María Todd era el gobernador y le avisan que tropas tucumanas invaden el sur de la provincia. “Él sabía que el vicegobernador le quería ocupar el puesto, entonces antes de partir con las milicias hace sacar la imagen del Cristo de la catedral hasta la puerta para que bendiga las tropas y ante escribano público le deposita el bastón del mando en los pies del Cristo y lo nombra Gobernador –continúa el Chalchalero-. Vuelve a los veinte días y retoma el mando. Como lo nombró gobernador ante escribano público figura como tal y la crónica policial relata que es la época en que menos delitos hubo en la provincia. La gente le tiene tal devoción y tal respeto al Señor del Milagro”.

 “Las madres de todos los salteños -y mi madre- cada vez que uno se va de Salta dicen `hijito, andá a despedirte del Señor del Milagro’, y uno tiene que ir a rezarle un Padrenuestro aunque sea y contarle que uno se va. Y cuando uno llega, la madre empieza ‘hijito, andá a saludarle al Señor del Milagro’. Lamentablemente mis hijos ya se han criado aquí (en Buenos Aires), pero yo les voy contando para que ellos vayan sabiendo lo maravilloso que es esto de estar con la fe latiente constantemente”.
La fe es cosa seria para Saravia y, a la vez, algo sumamente sencillo. "Yo siempre digo que el hombre que vive sin fe es el hombre que está perdido en esa maraña de no saber qué es, quién es, adónde va. La fe es maravillosa. Por ejemplo, cuando nos casamos –me casé de 22 años- con mi mujer tuvimos un niño y al año se nos murió de un virus, la púrpura. A los cinco meses nace la segunda hija, y al año viene la epidemia de parálisis infantil y también le agarra a ella. Me rebelé un poco, porque en un examen de conciencia dije ‘tan malo no soy como para que me toquen estas cosas’. Después comprendí que son angelitos que han ido y son los que protegen a toda mi familia. Yo asumí que son los ángeles de la guarda de sus hermanos. Así que todas las mañanas les pego una rezada y comprendí que estos chicos se murieron por llamados de Dios para que entendiese yo que no todo es tan lecho de rosas en la vida, que tiene que haber montones de altibajos y me hace comprender que todo lo que sucede en la vida hay que vivirlo y sentirlo. Todas esas cosas que en su momento son muy serias, muy bravas, se borran con la primera alegría que nos dan. No se borran definitivamente; se borra ese momento y queda como un recuerdo muy hermoso lo que fue”.

Desde la fe el cantor tiene un mensaje claro para la juventud: “Lo que les puedo decir a los chicos es que la vida es muy cortita. Que se animen a afrontarla, que no tengan esos temores espantosos de tratar de buscar a través de un estimulante o de alguna cosa para no sufrirla. Hay que sufrir la vida; es muy corta y llena de sufrimientos. Pero también llena de alegría. La alegría que nos da la esperanza, la fe, y creer que uno está en manos de Tata Dios”.

“Yo creo que perdurar cincuenta años es un milagro de Dios. Lo más patente que me pasa a mí es saber que esto no es por la obra de cuatro tipos cantores; no. Hay un milagro de Dios que nos hace seguir cantando con el acompañamiento del afecto de la gente”, dice con referencia al más de medio siglo de vida del conjunto, del cual él es el único integrante fundador que perdura.

 

Folklore y religiosidad están muy unidos. Saravia dice que “hay canciones que hablan sobre hechos, le cantan a los angelitos. Se muere un niño y no se hace una fiesta pero sí hay música y se le canta al angelito para que el angelito no termine de irse y acompañe a toda la gente. Parece una barbaridad pero es casi una alegría –no para los padres, pero sí para la gente- que alguien se haya muerto y se convierta en angelito para que los cuide y proteja a todos. Eso le hace entender a uno que le está dando al Cielo la posibilidad de un espíritu bueno que los va a acompañar a todos. Yo creo que no hay pueblo más necesitado que aquél que más fe tiene; en cualquier parte del mundo. Uno lo ve en Kosovo, donde la gente no tiene más que rezar y pedirle a su Dios. Medjugorje es un caso patente”.

 “Hay canciones muy bellas que le cantan al Niño Dios, que le cantan a la Virgen, que cantan por imaginación cómo fue la huida a Egipto, gente que no tiene la menor idea de dónde queda Egipto; le habrán llegado de España algunas coplas y las han amoldado a la zona. Hay tantas coplas que hablan de lo religioso, coplas serias, coplas sublimes, coplas en broma. En Colombia he sentido una copla popular que dice ’ayer te persignaste, mis ojos fueron testigo. Me gustaría besarte donde dices enemigo. Yo lo decía en el escenario y muy poca gente caía en cuenta. Y ellos tres un día me dicen ¿en qué momento se dice enemigo? El persignarse es ‘Por la señal de la Santa cruz, de nuestros enemigos’... Si hay algo más puro que eso...”, explica este profesional del folklore que no se siente un artista: “Yo siempre digo que todavía no hemos aprendido  a ser artistas. Seguimos siendo gente, no más. Es muy agradable”.

“Sinceramente me siento gente, no más. Lo mucho o poco que yo tengo se lo debo a la gente y se lo debo a Dios. Entonces, siento una gran felicidad cuando puedo ayudar a gente económicamente, visitándola”, completa.

Entrevista y fotos: Guillermo J. Defranco          


Recuadro:
CON EL PADRE MARIO.
Juan Carlos, Saravia contó además su testimonio acerca del padre Mario Pantaleo, a quien conoció en ocasión de la enfermedad del Chalchalero fallecido, Ernesto Cabeza. “Yo no creía. Cuando Ernesto ya no podía tragar sólidos, la mujer me llama y me dice ‘el médico me ha dicho que ya no tiene solución, que hay que operarlo, sacarle el esófago, medírselo y hacerle milimetralmente un esófago de plástico‘. Pero Ernesto no quería operarse y entonces me dice ella del P. Mario. Un día nos recibió a las seis de la mañana. Era un hombre que no impresionaba para nada, ni con algo de santidad ni nada. Me pasó el péndulo sin que yo se lo pidiera. Además, no quería que me lo pasara, a ver si tenía algo fulero... Yo estaba al lado de Ernesto, le pasó la mano por la garganta y la espalda y me pregunta si yo lo veía mejor. Le digo ‘vea, padre, yo soy daltónico; no veo el cambio de rubor de la gente, no sé si está mejor o no de semblante’. Me pasa el péndulo y me dice ‘tenés razón, tenés más daltonismo de este ojo que del otro. Todo lo demás, estás bárbaro’. Pero me dejó con una tranquilidad maravillosa que me dijera que no tenía nada. Fue la única vez que fui a González Catán y lo conocí. Al cabo de cuatro o cinco meses Ernesto empieza a tragar sólido, a comer asado. El médico le había dicho que si no se lo operaba ya, no duraba tres meses”. Pese a la mejoría, Cabeza muere derrotado por una gripe durante una ausencia temporal del P. Mario.
G.D.                

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