Vivir del aire, dominar los vientos. Sueños que creemos inalcanzables.
Sin embargo hay gente que casi diríamos que lo hace a diario.
En septiembre de 1996, Mario Carballal sólo necesitaba para lograrlo
un poco de caña y papel. Y el amor por la gente.
Esto escribíamos en City Bell-Hechos & Personajes por aquel entonces.
Se cuenta de un hombre que se paró sobre la muralla china cernido de un
arnés de seda y bambú para demostrar que podía volar. El emperador ordenó que
lo ejecutaran y decretó que el volar era mortal para los hombres. Claro, el
imperio no había invertido tantos años de trabajo para que un solo hombre
burlara tamaña obra con un par de cañas y unos pocos metros de tela.
“Un piloto de aeromodelismo, en el fondo quiere volar. Al no poder
realizarse hace las dos cosas: hace su propio avioncito y vuela. El avión es
una prolongación de él. No puede hacer lo que quiere y lo encauza por otro
lado. No es el deseo original; se pierden ciertas cosas, pero se rescatan
otras, que es la energía buena de hacer algo positivo y trasladárselo a los
hijos”.
Quien esto dice es Mario Carballal, y su caso resulta
bastante especial se lo mire por donde se lo mire. No es filósofo, no es
psicólogo, no es pedagogo. Tampoco desarrolla una actividad habitual en el
escenario de la vida moderna. Uno puede verlo a diario disfrutar del aire y el
viento junto a la llamada “curva de la muerte” -en el límite entre City Bell y Villa
Elisa- remontando barriletes como si nunca hubiera crecido y fuera aún un
chiquillo de diez años. Es que Carballal, de la mano de la vida, se ha
convertido en barriletero y pasa sus días combinando bambú, hilo y papel para
exponerlos luego al aire aferrándolos como Mary Poppins a su paraguas.
Fábrica de ideales
Todo empezó hace diez
años cuando habiendo perdido su trabajo de camionero empleó su creatividad y
capacidad para ganarse el sustento para él y su esposa Elizabeth. Aún no habían
llegado Natalia (9) y Micaela (2), ni el embarazo de tres meses que su mujer
lleva en su vientre. Hoy toda la familia se halla abocada a fabricar ideales de
caña y papel, de acuerdo a las posibilidades que la edad les permite, con las
formas y colores más diversos: desde los tradicionales cometas y estrellas
hasta los sofisticados “cajones”, doble estrella, ala delta y un increíble
pterodáctilo hecho en fibra de carbono y tela que vuela como lo deben haber
hecho los verdaderos.
Sin
embargo, las marionetas del aire que fabrica son mucho más que eso. A menudo
son el vehículo en el que muchos adultos logran transportarse a su infancia. A
veces, consisten en el nexo necesario para que un padre y su hijo comiencen a
comunicarse. O que un niño descubra sus habilidades y hasta el valor de la
amistad. Mario ha sido testigo de más de un episodio que así lo confirma. Como
aquel señor de traje y gesto severo que solicitó un barrilete para su hijo y
acabó sentado sobre el pasto remontando el juguete junto a su hijo y
enjugándose las lágrimas que vaya uno a saber qué historias ocultaban. “Cuando el tipo se bajó del auto aparentaba
ser el gerente general de una empresa. Cuando se fue, era lo más parecido a un
ser humano”, arriesga este artesano que, dicho sin metáforas, vive del
viento.
Distinto
fue otro caso relatado por Carballal. Ocurría que una vez a la semana, un nene
se le acercaba mientras su mamá jugaba al paddle en una cancha cercana. Un buen
día, la señora le pidió al barriletero si mientras ella practicaba el deporte,
el niño podía quedarse con él. La historia terminó en que el pequeño no sólo
había descubierto que con sus manos podía hacer cosas muy interesantes, sino
que hasta había mejorado la relación con sus padres. “Esas son las cosas que hacen que cuando llega el final del día, decís
‘por este año ya estoy bien’”.
Pedagogía del barrilete
“Generalmente -explica- el que viene a comprar un barrilete es
porque no se lo puede hacer al chico. Yo siempre regalé barriletes hasta que
los empecé a vender al quedarme sin trabajo. Porque mi oficio, el de
barriletero, no existe”. Cuando un padre le compra un barrilete a su hijo,
“el chico quiere que también le regale un
día a la semana para remontarlo juntos. Y ese es un punto de acercamiento
porque los chicos se están alejando de los padres. O quizás son los padres los
que se alejan de los hijos”, reflexiona para agregar que ya el hecho de
decidir juntos cuál modelo comprar es un principio de acercamiento entre ambos.
“El barrilete que compraron, no sirve de
nada si queda colgado en una pared del cuarto y el chico lo mira todos los
días. El papá es quien debe destinar un ratito del domingo para remontarlo
junto con su hijo, o llevarlo a algún lugar donde el hijo lo haga”.
Elizabeth y Mario no se
contentan con fabricar y vender. “Les
enseñamos a construir barriletes a los chicos que se acercan al puesto”,
señala y agrega que no son pocos los padres que también van a pedir ayuda. “Entre los ocho y los trece años es el punto
de acercamiento entre ambos, supongo,
porque esa es la edad que rondan los pibes que vienen”. Todo lo que
entusiasme a un chico a esa edad, afirma, les queda grabado. “El adulto que hace avioncitos es porque ya
no puede volar como le gustaría; en cambio, el chico que remonta un barrilete,
todavía tiene todo por delante”, redondea con una psicología que va más
allá de su primaria aprobada. Y concluye: “Los
años de por sí no te dan la sabiduría. Si alguien fue chico y tonto, va a ser
un grande tonto”.
Libertad que hace libres
Hijo
único de una madre modista y viuda cuando él tenía nueve años, Mario tuvo una
infancia “larga y linda, porque mi mamá
me enseñó que había chicos que tenían más necesidades que nosotros, y por eso
no había que dejarlos de lado... La libertad es para mí hacer un barrilete y
regalarlo, porque junto con eso va el transmitirle al chico lo que se puede
hacer con las manos, que no es apretar un botón y que ya sale hecho. El hecho
de crear define la libertad. Porque la libertad no pasa por uno si no puede
hacer que el otro también esté libre”, define.
Para ejercer esa libertad
cuenta con la caña bambú, una caña liviana, flexible y resistente que le traen
de Corrientes, ya que no es fácil de conseguir en esta zona. Mientras habla no
deja sus manos quietas, cuyos dedos con asombrosa maestría, juegan con una
decena de palillos de esa caña formando figuras perfectamente simétricas a las
que va cambiando de manera permanente.
Si
bien dice ganar poco con su trabajo, no se queja porque su estándar de vida no
es de gastar demasiado. “Cuando hacés lo
que te gusta, aunque ganes poquito te sirve, porque lo que no ganás en plata lo
ganás en darte cuenta que estás viviendo en cada inspiración. Hay gente que
llegó el fin del día y ni se dio cuenta que salió el sol, ni que era la tarde,
ni siquiera que estaba cansado”. Este modo de ver las cosas hace que
Carballal destine tiempo para ir a las escuelas más humildes de la zona a
enseñarles a los alumnos a hacer barriletes.
Mano alfarera
Por su fragilidad, el
barrilete es como una flor, según su fabricante. “En forma permanente el chico tendrá que arreglarlo y emparcharlo. Está
en movimiento constante y hasta se va a enganchar en un cable. Entonces habrá
que hacer otro”. El tiempo de los chicos, continúa, es distinto del de los
grandes, “para ellos, en una semana pasan
muchas cosas. Los padres vienen a que les enseñe a hacer un barrilete y dicen
que no tienen tiempo. Quizás, entonces, lo mío apunte más a acercar a los
chicos a los padres, porque es imposible acercar los padres a los chicos,
porque a veces los padres no se dan cuenta que el hijo necesita que se le
acerquen. Y cuanta más actividad y ocupaciones tienen los adultos, más derivan
la parte creativa de los chicos”. Debe ser por eso, reflexiona, que jamás
va a haber un artesano con plata.
Como si algo faltara para
definirse, Carballal dice que con sus manos se las arreglaría siempre para
darle de comer a su familia. Y citando a un escritor alemán, señala que “la familia debe caberte en una mano, porque
la otra la necesitás para darles de comer”.