La
historia me sucedió el 12 de noviembre de 1997, mientras cumplía 37 años.
Dos
meses antes, en 24 horas había perdido mis dos trabajos y salvo fierro
caliente, creo que agarraba lo que viniera. De allí surgió esta crónica que
publiqué luego en City Bell-Hechos & Personajes
y recopilé en mi primer libro Crónicas
citybellenses.
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Toda una ironía: en tiempos de la
desocupación menemista ir a pedirle trabajo a alguien al que apodan “el Turco”. No conseguí conchabo pero muy
posiblemente haya recompuesto una relación matrimonial ajena y en zozobra. Al fin de cuentas el resultado puede no haber
sido malo.
Escritor se necesita
La conversación telefónica había sido
bastante ambigua, sin abundar en detalles. Hasta parecía que el Turco estaba bastante desinteresado
en el asunto, pese a que andaba buscando a alguien que le hiciera un trabajo.
Sin embargo acordamos para aquella tarde de noviembre y yo, desocupado, iría a
verlo a cierta catacumba de un ministerio de la capital provincial.
Llovía de tal manera que el propio Noé
hubiese empezado a preocuparse por clavar maderitas una al lado de la otra,
pero igualmente concurrí a la cita. El Vasco
-mi camarada desde el Jardín de Infantes hasta finalizar la facultad- me había
dicho que era un compañero de laburo de él, que buscaba a alguien que
escribiera bien, pero no me había contado mucho más. No sabía en realidad para
qué lo quería. Y como yo había sido buen alumno del mítico Enrique Francisco Lonné en el colegio Estrada, fui confiado y
esperanzado.
“Esperá
que se vaya la Gorda y te hago pasar”,
me dijo el Turco en el hall del
edificio mientras yo sacudía mi currículum empapado por la lluvia. Y así fue.
El anfitrión me invitó a sentarme luego de que su compañera de oficina se
despidiera y, escritorio de por medio, amenazó con unos mates.
“¿Qué
necesitás?” disparó con naturalidad. Entendí que la cosa no estaba clara, y
el Turco empezó a animarse. “Por teléfono no te pude decir mucho, porque
la bruja de mi mujer estaba escuchando desde el otro aparato, ¿sabés? Y este es
un trabajito para mí”. Continuaba sin entender pero seguí guardando
silencio. “Estoy casado y tengo hijos
-continuó el de la catacumba-, pero
conocí a una minita que labura acá, en la limpieza. Ella también está casada,
así que no nos podemos ver en cualquier lugar, ¿me entendés?”.
Amores de antología
Está claro que yo no entendía nada, pero
seguí escuchando. El Turco abrió un
cajón de su escritorio y sacó dos cuadernillos tamaño oficio, escritos a
máquina, uno de los cuales con algunos
dibujos coloreados con lápiz. “Lo que
pasa es que cuando nos encontramos hablamos de lo que hicimos en el laburo, de
lo que hicimos el fin de semana, y ahí se nos acabó la conversación
-explicó haciendo una pausa para retomar después-. Entonces le pedí a algunas personas que me escribieran cosas y frases
lindas; pero fijate que acá hay como cincuenta hojas, y si mirás lo que yo
subrayé, no alcanza a una carilla. El otro día me compré un libro y en total no
debe haber cinco hojas con cosas que yo le pueda decir a la chica. ¿Entendés?”.
Empecé a entender.
“Turco
-me animé- ¿vos no estarás recopilando
pensamientos y frases ajenas para editar un libro con tu firma, no?”. “No,
no. Para nada”, tartamudeó el marido infiel. Le expliqué que lo que él
buscaba no se lo iba a poder hacer ni García Márquez, porque los enamorados
tienen sus propios códigos, y que si bien a la mujer le gusta devorarse los
éxitos comerciales de Leo Buscaglia (recuerden: 23 años atrás), mucho más le
gusta lo que surge del corazón del ser amado.
El Turco
no parecía muy convencido. Más bien parecía más preocupado que antes porque
sencillamente la relación paralela que mantenía se tornaba aburrida a los
quince minutos de empezar la conversación. A esa altura del anochecer, el que
buscaba trabajo –es decir, yo- se había
convertido en una mezcla de consejero sentimental con psicoanalista y le
sentenció: “Lo que vos tenés que hacer es
cortarla con esa chica, sincerarte con tu mujer y a partir de ahí decidir qué
hacer con tu vida. No necesitás que nadie te escriba nada”.
El buscador de escritores devenido en
paciente-litigante bajó la mirada y cuando ya parecía resignado, contraatacó: “Yo estoy dispuesto a pagarte lo que cuesta
un libro”. Le expliqué que hay
libros que van desde un peso hasta unos cuantos billetes de los grandes, pero
que tomando el precio promedio de un best seller, como un grandísimo favor a él
podría escribirle como mucho unas cinco carillas. Y que ya me estaba regalando.
Como puede suponerse no hubo acuerdo
laboral posible. Sencillamente yo estaba convencido de que no podría satisfacer
las expectativas del solicitante y, aún así, un olorcillo turbio envolvía al
asunto.
Final abierto
Nunca supe qué fue de la vida del Turco pero cuando llegué a casa, acaricié
a Laura y a José y supe que si bien seguía sin trabajo, no necesitaba que nadie
me escribiera cosas lindas para decirle a una mujer. Ni a la mía ni a ninguna
otra. Y que tampoco necesitaba de una segunda relación.
La confabulación turca no podría con mi
familia, un valor mucho más importante para mí y único sostén al cual aferrarme
en la deriva de la desocupación, del desamor, de la globalización. Todavía no
sé es si el tipo era un ingenuo o un cretino. Pero después de la charla que
tuvimos, lo más factible es que el Turco
se haya hecho monje adoratriz.
Enero, 1998