domingo, 25 de octubre de 2020

Un anotador chiquito

          Mide unos cinco por ocho centímetros, con unas cincuenta hojas en celeste y rosa en papel finito y ordinario, ya descolorido. Enrique supo enseguida que era un remanente de cuando tenía el negocio cerca de la plaza primero y unas cuadras más lejos del centro, después.

          Lo encontró acomodando la biblioteca, dentro de una caja que hacía años que no revisaba y al arquearlo levemente y pasar con ligereza las hojas con la yema del pulgar afloró un recuerdo que ni sabía que tenía en un rincón de la memoria.


 Era un anotador hecho con sobrantes de imprenta. Había aprendido a hacerlos en el taller de Elsa y Osvaldo: el papel sobrante de los cortes se agrupaba por tamaño, se les pasaba cola diluida en uno de los cantos y se les ponía un peso encima; podía ser algunas resmas o una bobina de papel. Si la guillotina no estaba ocupada, se aprovechaba el pisón para usarlo como prensa. Luego se sacaba el excedente de cola y se lo dejaba secar hasta el día siguiente. Se los refilaba y se los ponía de oferta en la punta del mostrador. Volaban en cuestión de horas.

          Este bloquecito multicolor, recordó Enrique, era de los que le vendía Fabián, un insólito personaje que quincenalmente pasó por su librería durante tres o cuatro meses. De pelo castaño claro siempre bien peinado, Fabián era una mezcla de Arnold Schwarzenegger y Richard Gere con cuarenta años menos. Vestía camisa y corbata impecables debajo de un sobretodo azul de buen corte, pantalón con raya al filo y zapatos de lustre resplandeciente. Lo acompañaba siempre un maletín de cuero donde portaba una única mercadería: anotadores confeccionados con papel de descarte de alguna imprenta. La impronta pulcra de Fabián daba mucho más para ejecutivo empresarial que para vendedor ambulante, sin desmerecer al laburante que gasta mediasuelas ofreciendo con honestidad su mercadería.

          Afable y conversador, Fabián sabía hacer su trabajo y más también. Un día le elogió a Enrique la remera que llevaba puesta. Le había pintado a mano el logotipo de su comercio –faltaba mucho para que el estampado en caliente y la sublimación sobre tela se popularizaran- combinando rojo, negro y amarillo sobre la tela blanca.

 -        Te queda muy bien –le dijo Fabián. Enrique lo tomó como un cumplido sin importancia.

-         -        ¿Te gusta?

-         -        Sí. Te queda muy bien –volvió a decirle- y vos tenés buen lomo.

 Ahí Enrique se desorientó. En sus treinta años era la primera vez que se lo decían. Más aún, era la primera vez que no le subrayaban su gordura crónica.

 -        -         Tendrías que hacer unas fotos –disparó Fabián-.

-         -        ¿Fotos?

-      Sí. Además tenés un buen perfil y ojos grandes. ¿Nunca te lo dijeron? -Enrique empezó a sudar. La sociedad argentina evolucionó mucho en los últimos treinta años, pero por ese entonces las cosas no eran como ahora-. Dale, animate. Somos varios chicos.

 A Enrique le terminó de caer la ficha. No supo cómo –tampoco se acuerda con qué palabras- pero le explicó a Schwarzenegger-Gere que estaba equivocado. Que todo bien con los anotadorcitos de papel que le vendía, pero que con lo demás no la iba. El del sobretodo no contestó, guardó la mercadería en el portafolio y se fue entre confundido y desilusionado.

 Quince días después Enrique lo vio, a través de la vidriera, pasar por la vereda opuesta, nariz al frente pero posiblemente mirando de reojo hacia el negocio. Fue la última vez que se lo vio por el barrio y Enrique respiró hondo, aliviado.

 De todo eso se acordó cuando encontró el anotadorcito adentro de una caja y decidió ponerlo en uso, al lado del teléfono. Le contó la anécdota a su esposa sin poder creer él mismo que no la había recordado en tanto tiempo.

 -         -     Un anotador chiquito, mirá vos-, dijo. Y se rieron a carcajadas.

---------------

25 oct 20

sábado, 3 de octubre de 2020

Remembranza lujanera

 Este año la pandemia de Covid-19 obligó a una pereginación a Luján "virtual". Me trajo recuerdos de mis tiempos de peregrino.

    Diez años fui peregrino a Luján. Es decir, diez veces peregriné a pie a Luján. Las primeras veces fueron en 1986 y 87, cuando la diócesis platense fletaba un tren especial y vendía pasaje de ida y vuelta, a tarifa de promoción. Era muy extraño eso de subirse al tren en La Plata y bajarse en Haedo sin hacer transbordo alguno. Dado el contexto, podría decirse que era milagroso. Las otras veces fueron entre 2001 y 2008 luego de casi una década de decirle que no a Guillermo Lubrani, peregrino empedernido a la basílica de la Patrona. 
 


    Con la parroquia de Villa Elisa o la de Gonnet con grupo de apoyo y micro, las cosas fueron mucho menos tediosas que los dos primeros años. Octubre, en su primer fin de semana, se convirtió entonces en la cita no sólo con la Virgen sino con un grupo de gente inolvidable: Cristina Cusimano, Eduardo “Coco” Schelloto, Lubrani, Patricio Mulhall, Gustavo "Opi" Hoyos y un grupo de cinco o seis que siempre caminaban junto a él los 50 kilómetros de plegaria. Y entre muchos otros viene a la memoria Elvira, una señora que por entonces superaba las siete décadas y ya todo sabíamos: no había que esperarla en las paradas; ella le pegaba de un tirón y en menos de ocho horas llegaba a Luján, escuchaba misa dos veces y se sentaba a aguardar la llegada del resto.
 
    Parte del ritual era la foto grupal en la plaza de Haedo que tomaba Hoyitos luego de usar los sanitarios de la escuela religiosa de enfrente, y empezar a descontar metros, cuadras, kilómetros.
Uno podía dejar su mochila o bolso en el micro y salir con lo indispensable en una riñonera, por ejemplo, donde no faltaba el medio litro de agua mineral. La experiencia había enseñado, por ejemplo, a estrenar medias de algodón y ponérselas del revés, de modo que la costurita de la puntera quedara hacia afuera disminuyendo los riesgos de ampollas a causa de ella. Unos cambiaban medias y renovaban talco en cada parada; otros, optaban por no quitarse el calzado hasta el momento de llegar, excepto que apareciera alguna molestia.
 
    Otra cuestión era que si bien íbamos en grupo, cada cual llevaba su paso, su ritmo. Me sorprendí una vez que al llegar a General Rodríguez –última parada y decisiva, porque luego se viene la noche y no habrá reencuentro con el micro hasta Luján, además de ser la más larga- y pregunté a quien llevaba el control de quién llegaba y quién faltaba si ya estaban todos, me respondió que yo era el segundo en llegar. Había tomado mi paso en la certeza de que era más lento que mis compañeros, mucho más delgados y deportistas que yo. Sin embargo, mi capacidad en la caminata era mucho mejor que lo que hubiera imaginado.
 
   Llegar al segundo puente (treinta y siete cuadras antes de la meta, o treinta y siete kilómetros, ¿qué más da?) era encontrar sacerdotes y diáconos bendiciendo a quien lo desease y los boy scouts repartiendo pan con mate cocido. Casi casi, una Eucaristía. Uno podía confesar con los sacerdotes, además. Pero esa bendición y ese alimento eran capaces de aflojar al más duro, sacar lágrimas del más necio, llenar de sol la noche de Luján. Y constituyó siempre, para mí, un momento cúlmine.
 
    Algunas veces hice un tramo arriba del micro, otras estuve a punto de abandonar, pero mi amigo me puso una mano en el hombro de mi espíritu y, descansando un poco, animándome mucho, me llevó hasta la Basílica.
 
    Resuena en mí todavía la ocasion en que las campanas daban las 12 de la noche en consonancia con mi pie que pisaba la plaza. Me había costado esa caminata, y la coronaba así.
Muchas veces ni entré al templo. Me bastaba con llegar, contemplarlo desde afuera, llorar. Porque además de pedir o agradecer por la familia, la salud, el trabajo, yo fui cada año pidiéndole a María poder sentir una mínima parte de la fe de la mayoría de los peregrinos.
 
    Una vez en Luján, el mayor deseo era llegar al micro (no siempre cercano, aunque todo es lejos para quien viene de caminar cincuenta kilómetros), hidratarse, tal vez algo caliente, y sentarse en su asiento a esperar a los demás, saber cómo estaban, si faltaba alguien.
 
    En una de las tantas previas escribí un texto que acabo de encontrar y recordar. Lo dejé tal cual, sigue vigente.
     
Un murmullo de pasos y pisadas.
Un murmuro de rosarios y plegarias.
Lágrimas de emoción y de dolor.
Y una aguja rematada en cruz
que se deja ver y que se oculta
entre el cielo nocturno de Luján.
La meta es tu casa, Madre. Ya queremos llegar.
Un año entero llevamos esperando esta meta
y no queremos aguardar más.
Este es el mes del encuentro,
nos queda un tramo, no más.
Asomate a tu puerta.
Salimos para allá.

 

Logo

Logo
Principal