Mide unos cinco por ocho centímetros, con unas cincuenta hojas en celeste y rosa en papel finito y ordinario, ya descolorido. Enrique supo enseguida que era un remanente de cuando tenía el negocio cerca de la plaza primero y unas cuadras más lejos del centro, después.
Lo encontró acomodando la biblioteca, dentro de una caja que hacía años que no revisaba y al arquearlo levemente y pasar con ligereza las hojas con la yema del pulgar afloró un recuerdo que ni sabía que tenía en un rincón de la memoria.
Era un anotador hecho con sobrantes de imprenta. Había aprendido a hacerlos en el taller de Elsa y Osvaldo: el papel sobrante de los cortes se agrupaba por tamaño, se les pasaba cola diluida en uno de los cantos y se les ponía un peso encima; podía ser algunas resmas o una bobina de papel. Si la guillotina no estaba ocupada, se aprovechaba el pisón para usarlo como prensa. Luego se sacaba el excedente de cola y se lo dejaba secar hasta el día siguiente. Se los refilaba y se los ponía de oferta en la punta del mostrador. Volaban en cuestión de horas.
Este bloquecito multicolor, recordó Enrique, era de los que le vendía Fabián, un insólito personaje que quincenalmente pasó por su librería durante tres o cuatro meses. De pelo castaño claro siempre bien peinado, Fabián era una mezcla de Arnold Schwarzenegger y Richard Gere con cuarenta años menos. Vestía camisa y corbata impecables debajo de un sobretodo azul de buen corte, pantalón con raya al filo y zapatos de lustre resplandeciente. Lo acompañaba siempre un maletín de cuero donde portaba una única mercadería: anotadores confeccionados con papel de descarte de alguna imprenta. La impronta pulcra de Fabián daba mucho más para ejecutivo empresarial que para vendedor ambulante, sin desmerecer al laburante que gasta mediasuelas ofreciendo con honestidad su mercadería.
Afable y conversador, Fabián sabía hacer su trabajo y más también. Un día le elogió a Enrique la remera que llevaba puesta. Le había pintado a mano el logotipo de su comercio –faltaba mucho para que el estampado en caliente y la sublimación sobre tela se popularizaran- combinando rojo, negro y amarillo sobre la tela blanca.
- Te queda muy bien –le dijo Fabián. Enrique lo tomó como un cumplido sin importancia.
- - ¿Te gusta?
- - Sí. Te queda muy bien –volvió a decirle- y vos tenés buen lomo.
Ahí Enrique se desorientó. En sus treinta años era la primera vez que se lo decían. Más aún, era la primera vez que no le subrayaban su gordura crónica.
- - Tendrías que hacer unas fotos –disparó Fabián-.
- - ¿Fotos?
- Sí. Además tenés un buen perfil y ojos grandes. ¿Nunca te lo dijeron? -Enrique empezó a sudar. La sociedad argentina evolucionó mucho en los últimos treinta años, pero por ese entonces las cosas no eran como ahora-. Dale, animate. Somos varios chicos.
A Enrique le terminó de caer la ficha. No supo cómo –tampoco se acuerda con qué palabras- pero le explicó a Schwarzenegger-Gere que estaba equivocado. Que todo bien con los anotadorcitos de papel que le vendía, pero que con lo demás no la iba. El del sobretodo no contestó, guardó la mercadería en el portafolio y se fue entre confundido y desilusionado.
Quince días después Enrique lo vio, a través de la vidriera, pasar por la vereda opuesta, nariz al frente pero posiblemente mirando de reojo hacia el negocio. Fue la última vez que se lo vio por el barrio y Enrique respiró hondo, aliviado.
De todo eso se acordó cuando encontró el anotadorcito adentro de una caja y decidió ponerlo en uso, al lado del teléfono. Le contó la anécdota a su esposa sin poder creer él mismo que no la había recordado en tanto tiempo.
- - Un anotador chiquito, mirá vos-, dijo. Y se rieron a carcajadas.
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25 oct 20