Y finalmente parece que le vamos encontrando la vuelta a este asunto del blog. No me gustaba mucho cómo estaba mezclado el diario de un rengo con los otros temas. Por eso, más allá de que ahora tengo que entenderme con el diseño de dos blogs a falta de uno ( lo que ya me costaba bastante) el lector podrá optar por uno u otro, sin que se mezcle la hacienda: eldiariodeunrengo.blogspot.com.ar o guillermojdefranco.blogspot.com.ar con la Bitácora de Guillermo Defranco. ¡O los dos!. Pónganse cómodos y sigan leyendo.
martes, 24 de enero de 2017
miércoles, 4 de enero de 2017
La valija de mi padre
Hacía tiempo que la andaba buscando. Estaba resignado ya a que había acabado sepultada como relleno del viejo sótano, o reciclada en alguna fundición de hierro. Pero ya pasó más de una década desde el gran reencuentro.
Cuando en septiembre del '97 mi padre y su socio decidieron jubilarse, cerraron una etapa de sus vidas que había comenzado en su juventud, si no en su adolescencia. Dependientes ambos en el mismo taller mecánico con despacho de combustibles, en los inicios de la década del '50 decidieron independizarse: pusieron su tallercito propio en galpón alquilado y, algunos años después, entre hipotecas y sudor, construyeron la estación de servicios con su taller anexo. Taller con sótano grande, que no es poco.
A Humberto -mi padre- lo imagino en aquellos tiempos de aquí para allá con su caja para herramientas de chapa, de tapa abovedada, con un candadito prendido en la manija y del que posiblemente no tuviera la llave. Recuerdo haber visto esa valija pintada de color gris, luego verde y finalmente, azul. Cada tanto había que someterla a una sesión de maza y soldadura autógena para suturarle las heridas de batalla: la pisada de alguna rueda, algún martillazo descontrolado, el socavón de herramientas de acero arrojadas en su interior en el fragor laboral.
A Humberto -mi padre- lo imagino en aquellos tiempos de aquí para allá con su caja para herramientas de chapa, de tapa abovedada, con un candadito prendido en la manija y del que posiblemente no tuviera la llave. Recuerdo haber visto esa valija pintada de color gris, luego verde y finalmente, azul. Cada tanto había que someterla a una sesión de maza y soldadura autógena para suturarle las heridas de batalla: la pisada de alguna rueda, algún martillazo descontrolado, el socavón de herramientas de acero arrojadas en su interior en el fragor laboral.
De alguna manera, esa valija encerraba para mí el más de medio siglo de trabajo de mi padre. La última noticia que había tenido de ella estaba en esta fotografía que tomé horas antes de que se concretara la venta del taller: en un ángulo, junto a un cartel que reza "cambio de firma", se ve un extremo de la caja abierta, con herramientas apoyadas en el borde, como quien las deja para continuar trabajando en un momento que ya no será.
Adiós a las armas
Mi padre no quiso llevarse con él esa valija, como quien quiere dar por concluido un período de su vida, la más larga y productiva de las etapas de su derrotero por este mundo.
Vaya símbolo, si lo hay, este de dejar tras de sí las herramientas que dieron de comer al artesano. Porque mi viejo militó en esa generación de hombres que hicieron su trabajo poniendo de sí todo lo que fuera necesario para obtener un producto impecable. Fue de los que fabricaron una herramienta cada vez que la reparación a realizar le presentaba un desafío nuevo; de aquel tiempo en que antes de reemplazar una pieza por otra nueva, se buscaba la manera de repararla, pero a su vez, era el tipo que tomaba el camino más seguro para garantizar el mejor funcionamiento del auto que estaba arreglando.
En aquellos tiempos de su retiro laboral, me presentaron a un señor de apellido Rodríguez quien, al enterarse de que yo era hijo del mecánico, recordó que en el año 1954 mi padre le había rectificado el motor de su camión Chevrolet. "Era muy joven, y recuerdo que era el primer motor que 'hacían' en el taller recién instalado. El camión anduvo mejor que nuevo", me dijo. Para ese trabajo -qué duda me cabe- mi padre ha de haber utilizado las herramientas que guardaba en la valija que yo tanto busqué luego.
Mi padre no quiso llevarse con él esa valija, como quien quiere dar por concluido un período de su vida, la más larga y productiva de las etapas de su derrotero por este mundo.
Vaya símbolo, si lo hay, este de dejar tras de sí las herramientas que dieron de comer al artesano. Porque mi viejo militó en esa generación de hombres que hicieron su trabajo poniendo de sí todo lo que fuera necesario para obtener un producto impecable. Fue de los que fabricaron una herramienta cada vez que la reparación a realizar le presentaba un desafío nuevo; de aquel tiempo en que antes de reemplazar una pieza por otra nueva, se buscaba la manera de repararla, pero a su vez, era el tipo que tomaba el camino más seguro para garantizar el mejor funcionamiento del auto que estaba arreglando.
En aquellos tiempos de su retiro laboral, me presentaron a un señor de apellido Rodríguez quien, al enterarse de que yo era hijo del mecánico, recordó que en el año 1954 mi padre le había rectificado el motor de su camión Chevrolet. "Era muy joven, y recuerdo que era el primer motor que 'hacían' en el taller recién instalado. El camión anduvo mejor que nuevo", me dijo. Para ese trabajo -qué duda me cabe- mi padre ha de haber utilizado las herramientas que guardaba en la valija que yo tanto busqué luego.
Reencuentro de catacumba
El tiempo restaña heridas, clarifica sentires y pensares, orienta en el caminar. Una tarde pasaba por la esquina del querido taller -antes de que lo hicieran desaparecer- y, como si lo hubiera tenido cuidadosamente planeado y calculado, mis pies me llevaron hasta el lugar a preguntar por su nuevo dueño, que no es el comprador de hace nueve años. El hombre, joven y longuilíneo, me escuchó y me llevó a recorrer todos y cada uno de los rincones del local. Hasta el sótano, ese que yo creía ya relleno de deshechos y de tierra, y que descubrí que permanece intacto, con su silencio de catacumba que atesora treinta y algo de años de la historia de aquella sociedad que había empezado en los '50.
El tiempo restaña heridas, clarifica sentires y pensares, orienta en el caminar. Una tarde pasaba por la esquina del querido taller -antes de que lo hicieran desaparecer- y, como si lo hubiera tenido cuidadosamente planeado y calculado, mis pies me llevaron hasta el lugar a preguntar por su nuevo dueño, que no es el comprador de hace nueve años. El hombre, joven y longuilíneo, me escuchó y me llevó a recorrer todos y cada uno de los rincones del local. Hasta el sótano, ese que yo creía ya relleno de deshechos y de tierra, y que descubrí que permanece intacto, con su silencio de catacumba que atesora treinta y algo de años de la historia de aquella sociedad que había empezado en los '50.
Fui reconociendo muebles, estanterías, herramientas, piezas en desuso, el compresor resoplón que tantos sustos me daba cada vez que arrancaba en los tiempos en que funcionaba en la oficina donde también yo trabajé. Nada por aquí, nada por allá, y cuando ya estaba comprendiendo que nada quedaba por hacer, la veo, debajo del último estante del depósito del primer piso.
Era un aleph borgeano: los años de trabajo de mi padre pasaron por mi mente y por ese rincón todos juntos. La acaricié por dentro y por fuera. Reconocí sus abollones, las picaduras en su chapa, el óxido oculto todavía debajo de la grasa, a pesar del tiempo transcurrido.
-Llevala, es tuya- me dijo el flaco, que no lo conoció a Humberto pero sí entendió que esa caja de herramientas vieja y vacía no es parte de su negocio. Que representa una época que es historia.
Qué cosa esta de los objetos y su historia. De la historia y los objetos. Qué cosa esta del trabajo honesto como regla de vida, de la vida tomada como un trabajo. Cuántas cosas que hay dentro de esa valija, que muchos creen que está vacía.
El hijo del viento
Vivir del aire, dominar los vientos. Sueños que creemos inalcanzables.
Sin embargo hay gente que casi diríamos que lo hace a diario.
En septiembre de 1996, Mario Carballal sólo necesitaba para lograrlo
un poco de caña y papel. Y el amor por la gente.
Esto escribíamos en City Bell-Hechos & Personajes por aquel entonces.
Se cuenta de un hombre que se paró sobre la muralla china cernido de un
arnés de seda y bambú para demostrar que podía volar. El emperador ordenó que
lo ejecutaran y decretó que el volar era mortal para los hombres. Claro, el
imperio no había invertido tantos años de trabajo para que un solo hombre
burlara tamaña obra con un par de cañas y unos pocos metros de tela.
“Un piloto de aeromodelismo, en el fondo quiere volar. Al no poder
realizarse hace las dos cosas: hace su propio avioncito y vuela. El avión es
una prolongación de él. No puede hacer lo que quiere y lo encauza por otro
lado. No es el deseo original; se pierden ciertas cosas, pero se rescatan
otras, que es la energía buena de hacer algo positivo y trasladárselo a los
hijos”.
Quien esto dice es Mario Carballal, y su caso resulta
bastante especial se lo mire por donde se lo mire. No es filósofo, no es
psicólogo, no es pedagogo. Tampoco desarrolla una actividad habitual en el
escenario de la vida moderna. Uno puede verlo a diario disfrutar del aire y el
viento junto a la llamada “curva de la muerte” -en el límite entre City Bell y Villa
Elisa- remontando barriletes como si nunca hubiera crecido y fuera aún un
chiquillo de diez años. Es que Carballal, de la mano de la vida, se ha
convertido en barriletero y pasa sus días combinando bambú, hilo y papel para
exponerlos luego al aire aferrándolos como Mary Poppins a su paraguas.
Fábrica de ideales
Todo empezó hace diez
años cuando habiendo perdido su trabajo de camionero empleó su creatividad y
capacidad para ganarse el sustento para él y su esposa Elizabeth. Aún no habían
llegado Natalia (9) y Micaela (2), ni el embarazo de tres meses que su mujer
lleva en su vientre. Hoy toda la familia se halla abocada a fabricar ideales de
caña y papel, de acuerdo a las posibilidades que la edad les permite, con las
formas y colores más diversos: desde los tradicionales cometas y estrellas
hasta los sofisticados “cajones”, doble estrella, ala delta y un increíble
pterodáctilo hecho en fibra de carbono y tela que vuela como lo deben haber
hecho los verdaderos.
Sin
embargo, las marionetas del aire que fabrica son mucho más que eso. A menudo
son el vehículo en el que muchos adultos logran transportarse a su infancia. A
veces, consisten en el nexo necesario para que un padre y su hijo comiencen a
comunicarse. O que un niño descubra sus habilidades y hasta el valor de la
amistad. Mario ha sido testigo de más de un episodio que así lo confirma. Como
aquel señor de traje y gesto severo que solicitó un barrilete para su hijo y
acabó sentado sobre el pasto remontando el juguete junto a su hijo y
enjugándose las lágrimas que vaya uno a saber qué historias ocultaban. “Cuando el tipo se bajó del auto aparentaba
ser el gerente general de una empresa. Cuando se fue, era lo más parecido a un
ser humano”, arriesga este artesano que, dicho sin metáforas, vive del
viento.
Distinto
fue otro caso relatado por Carballal. Ocurría que una vez a la semana, un nene
se le acercaba mientras su mamá jugaba al paddle en una cancha cercana. Un buen
día, la señora le pidió al barriletero si mientras ella practicaba el deporte,
el niño podía quedarse con él. La historia terminó en que el pequeño no sólo
había descubierto que con sus manos podía hacer cosas muy interesantes, sino
que hasta había mejorado la relación con sus padres. “Esas son las cosas que hacen que cuando llega el final del día, decís
‘por este año ya estoy bien’”.
Pedagogía del barrilete
“Generalmente -explica- el que viene a comprar un barrilete es
porque no se lo puede hacer al chico. Yo siempre regalé barriletes hasta que
los empecé a vender al quedarme sin trabajo. Porque mi oficio, el de
barriletero, no existe”. Cuando un padre le compra un barrilete a su hijo,
“el chico quiere que también le regale un
día a la semana para remontarlo juntos. Y ese es un punto de acercamiento
porque los chicos se están alejando de los padres. O quizás son los padres los
que se alejan de los hijos”, reflexiona para agregar que ya el hecho de
decidir juntos cuál modelo comprar es un principio de acercamiento entre ambos.
“El barrilete que compraron, no sirve de
nada si queda colgado en una pared del cuarto y el chico lo mira todos los
días. El papá es quien debe destinar un ratito del domingo para remontarlo
junto con su hijo, o llevarlo a algún lugar donde el hijo lo haga”.
Elizabeth y Mario no se
contentan con fabricar y vender. “Les
enseñamos a construir barriletes a los chicos que se acercan al puesto”,
señala y agrega que no son pocos los padres que también van a pedir ayuda. “Entre los ocho y los trece años es el punto
de acercamiento entre ambos, supongo,
porque esa es la edad que rondan los pibes que vienen”. Todo lo que
entusiasme a un chico a esa edad, afirma, les queda grabado. “El adulto que hace avioncitos es porque ya
no puede volar como le gustaría; en cambio, el chico que remonta un barrilete,
todavía tiene todo por delante”, redondea con una psicología que va más
allá de su primaria aprobada. Y concluye: “Los
años de por sí no te dan la sabiduría. Si alguien fue chico y tonto, va a ser
un grande tonto”.
Libertad que hace libres
Hijo
único de una madre modista y viuda cuando él tenía nueve años, Mario tuvo una
infancia “larga y linda, porque mi mamá
me enseñó que había chicos que tenían más necesidades que nosotros, y por eso
no había que dejarlos de lado... La libertad es para mí hacer un barrilete y
regalarlo, porque junto con eso va el transmitirle al chico lo que se puede
hacer con las manos, que no es apretar un botón y que ya sale hecho. El hecho
de crear define la libertad. Porque la libertad no pasa por uno si no puede
hacer que el otro también esté libre”, define.
Para ejercer esa libertad
cuenta con la caña bambú, una caña liviana, flexible y resistente que le traen
de Corrientes, ya que no es fácil de conseguir en esta zona. Mientras habla no
deja sus manos quietas, cuyos dedos con asombrosa maestría, juegan con una
decena de palillos de esa caña formando figuras perfectamente simétricas a las
que va cambiando de manera permanente.
Si
bien dice ganar poco con su trabajo, no se queja porque su estándar de vida no
es de gastar demasiado. “Cuando hacés lo
que te gusta, aunque ganes poquito te sirve, porque lo que no ganás en plata lo
ganás en darte cuenta que estás viviendo en cada inspiración. Hay gente que
llegó el fin del día y ni se dio cuenta que salió el sol, ni que era la tarde,
ni siquiera que estaba cansado”. Este modo de ver las cosas hace que
Carballal destine tiempo para ir a las escuelas más humildes de la zona a
enseñarles a los alumnos a hacer barriletes.
Mano alfarera
Por su fragilidad, el
barrilete es como una flor, según su fabricante. “En forma permanente el chico tendrá que arreglarlo y emparcharlo. Está
en movimiento constante y hasta se va a enganchar en un cable. Entonces habrá
que hacer otro”. El tiempo de los chicos, continúa, es distinto del de los
grandes, “para ellos, en una semana pasan
muchas cosas. Los padres vienen a que les enseñe a hacer un barrilete y dicen
que no tienen tiempo. Quizás, entonces, lo mío apunte más a acercar a los
chicos a los padres, porque es imposible acercar los padres a los chicos,
porque a veces los padres no se dan cuenta que el hijo necesita que se le
acerquen. Y cuanta más actividad y ocupaciones tienen los adultos, más derivan
la parte creativa de los chicos”. Debe ser por eso, reflexiona, que jamás
va a haber un artesano con plata.
Como si algo faltara para
definirse, Carballal dice que con sus manos se las arreglaría siempre para
darle de comer a su familia. Y citando a un escritor alemán, señala que “la familia debe caberte en una mano, porque
la otra la necesitás para darles de comer”.
martes, 3 de enero de 2017
Mi vida en la Estancia Grande
¿Por qué ocultarlo? ¿Por qué guardarse para uno las vivencias del tiempo en que fuimos habitantes de la Estancia Grande, la que fuera de la familia Bell y parte de cuyas tierras dieron origen a la tierra que habitamos? Le hemos dado suficiente centimetraje de papel (y de espacio cibernético) a mucha gente hablando sobre su experiencia al respecto; por lo tanto, ¿no nos habrá llegado la hora a nosotros?
No tuvimos el orgullo de ser peones, ni choferes, ni mucamas de la Estancia. Tan sólo nos tocó asumir el rol de soldado de la Patria, vaya honor, si se quiere, aún cuando en 1979 la Patria era muy distinta de la que soñaron San Martín y Belgrano, padres fundacionales de nuestro Ejército Argentino.
Subordinación y valor
Aquel 1979 nos deparó, por tanto, una mezcla de sensaciones. Si bien por aquel entonces sabíamos muchísimo menos de lo poco que sabemos hoy acerca de la historia de City Bell, su fundación y su prehistoria, no ignorábamos entonces que por la fuerza, lo admitimos, estábamos pisando tierra poco menos que santa para quienes amamos la comarca. Por el otro lado, sentíamos que no sólo estábamos pisando esa tierra sino que la estábamos mordiendo en cada cuerpo a tierra, estábamos conociendo sus cardos con la palma de nuestras manos, con nuestro pecho y nuestro abdomen, con nuestras rodillas que poco a poco se acostumbraban al salto flexionado y la carrera march.
Aquel 1979 nos deparó, por tanto, una mezcla de sensaciones. Si bien por aquel entonces sabíamos muchísimo menos de lo poco que sabemos hoy acerca de la historia de City Bell, su fundación y su prehistoria, no ignorábamos entonces que por la fuerza, lo admitimos, estábamos pisando tierra poco menos que santa para quienes amamos la comarca. Por el otro lado, sentíamos que no sólo estábamos pisando esa tierra sino que la estábamos mordiendo en cada cuerpo a tierra, estábamos conociendo sus cardos con la palma de nuestras manos, con nuestro pecho y nuestro abdomen, con nuestras rodillas que poco a poco se acostumbraban al salto flexionado y la carrera march.
Casco de la Estancia Grande. Hoy casino de oficiales de la Agrupación de Comunicaciones 601. |
Fue muy raro el día de la incorporación. Un domingo a las 5 de la mañana, esperando en la puerta del Batallón a que se hicieran las 6 o las 6 y media. Tampoco importaba, porque desde entonces el tiempo sólo se comenzaba a medir en los días que faltarían para la baja; un tiempo sin mensura.
Era raro, porque de ojito podíamos bichar en un televisor (blanco y negro aún, obvio) a Reutemann paseando por Mónaco, llevando su Lotus al tercer puesto después de haber largado 11º. En la tele veíamos de contrabando la carrera de Mónaco y nosotros, en traje de Adán y descalzos hasta la nuca, hacíamos cola para recibir la temida y temible vacuna en la espalda, aquella que todo lo mata. Por poco que hasta a los reclutas.
Antes de saber
Así las cosas, a medida que nos fuimos familiarizando con el lugar, conociendo algunos sectores, empezamos a imaginar a los ingleses de la segunda invasión acampando bajo los eucaliptos propiedad de sus compatriotas los Bell. Aún no sabíamos algunas cosas como que la especie arbórea fue introducida por Sarmiento algunos años después; que los Bell no eran ingleses sino escoceses y que comprarían la estancia que llamaron Grande unas cuatro décadas después de que la Corona fracasara en su segundo intento de invasión y conquista.
Así las cosas, a medida que nos fuimos familiarizando con el lugar, conociendo algunos sectores, empezamos a imaginar a los ingleses de la segunda invasión acampando bajo los eucaliptos propiedad de sus compatriotas los Bell. Aún no sabíamos algunas cosas como que la especie arbórea fue introducida por Sarmiento algunos años después; que los Bell no eran ingleses sino escoceses y que comprarían la estancia que llamaron Grande unas cuatro décadas después de que la Corona fracasara en su segundo intento de invasión y conquista.
Tampoco sabíamos quién era Alice Bell cuando encontramos un pequeño mármol con su nombre en los jardines que rodean el casino de oficiales de la unidad militar. Cuando más de 20 años después nos abocamos a la investigación que dio forma a "City Bell - Crónica de la tierra de uno", supimos que Alice Chantrill era la esposa de Percival Bell, y que junto a sus hijos Lorna, John y Audrey fueron los últimos habitantes de la Estancia, cuando llegó el Ejército en 1944. Lorna, nieta de Jorge Bell, nos contó mucho después que ese mármol lo había hecho grabar ella y lo había llevado en una visita a la exestancia como homenaje a su madre.
Memorias de un recluta
Que alguien que hizo el servicio militar comience a contar sus anécdotas es harto peligroso para quien escucha. El conscripto es capaz de contar la más intrascendentes de las experiencias militares como si hubiera participado de la toma de la Bastilla o del cruce de los Andes y no abandonar sus relatos hasta notar que los demás lo abandonaron a él.
Hoy nos resulta una experiencia fascinante evocar algunos momentos de aquellos meses bajo bandera. Asumimos que la escarcha de mayo habrá sido similar en los años de funcionamiento de la Estancia que en esos finales de la década de 1970. Que no habrá mayor diferencias entre los cielos estrellados infinitos de una y otra época, como tampoco entre las largas noches silenciosas.
Que alguien que hizo el servicio militar comience a contar sus anécdotas es harto peligroso para quien escucha. El conscripto es capaz de contar la más intrascendentes de las experiencias militares como si hubiera participado de la toma de la Bastilla o del cruce de los Andes y no abandonar sus relatos hasta notar que los demás lo abandonaron a él.
Hoy nos resulta una experiencia fascinante evocar algunos momentos de aquellos meses bajo bandera. Asumimos que la escarcha de mayo habrá sido similar en los años de funcionamiento de la Estancia que en esos finales de la década de 1970. Que no habrá mayor diferencias entre los cielos estrellados infinitos de una y otra época, como tampoco entre las largas noches silenciosas.
Cuando una noche de luna llena ese silencio se quebró por extraños ruidos que creíamos venidos de la cochera semicubierta del Casino de Oficiales y debimos cargar nuestro FAL al grito de "alto, ¿quién vive?", sentimos que de algún modo estábamos profanando un lugar sagrado: el sonido metálico del fusil cargando su munición y nuestra voz temerosa resonaron como un grito en una catedral vacía. Y cuando el presunto enemigo acabó siendo una rama de eucalipto que se desgajó desde lo alto y cayó a menos de un metro de nosotros, sentimos que habíamos nacido de nuevo. Si nos hubiese dado en la cabeza, tal vez habríamos tenido el dudoso honor de morir vistiendo el uniforme de quienes defienden a la Patria, y nada menos que en el corazón de la Estancia Grande.
En fin, que no hemos de contar aquí nuestros meses de colimba. El servicio militar obligatorio es, ya, una pieza de colección y quienes lo hicimos, una especie en extinción. Pero si alguien nos pregunta si nos sirvió para algo, le respondemos que sí. Porque nos dio la oportunidad de habitar, por algunos meses, la mítica Estancia Grande de la familia Bell. La época y las circunstancias, son un simple detalle.
En fin, que no hemos de contar aquí nuestros meses de colimba. El servicio militar obligatorio es, ya, una pieza de colección y quienes lo hicimos, una especie en extinción. Pero si alguien nos pregunta si nos sirvió para algo, le respondemos que sí. Porque nos dio la oportunidad de habitar, por algunos meses, la mítica Estancia Grande de la familia Bell. La época y las circunstancias, son un simple detalle.
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