sábado, 31 de julio de 2021

Comienza agosto


         Pocas plantas deben tener una carga simbólica y de creencias como la ruda. Que trae buena o mala suerte según de qué lado de la puerta se la plante; que si se seca es porque alguien que visitó el hogar traía muy mala energía que afectó a la ruda, que macho, que hembra, que guaraníes, incas, mapuches… Lo único casi indiscutible acerca de este vegetal debe ser su olor penetrante, entre dulce y amargo si es que los aromas y las fragancias pueden calificarse como los sabores.

         Algo de todo eso debe ser cierto, dado que forma parte inseparable del folklore y la religiosidad sudamericanos, particularmente del litoral argentino y sus alrededores. Y lo curioso es que la especie no es originaria de aquí sino del Mediterráneo y el sudoeste de Asia y ha llegado a nosotros con los aventureros españoles y sus sucesores los inmigrantes. Ahora entiendo que mis abuelos calabreses tuvieran un ejemplar a cada lado del portoncito verde del frente y alguno que otro en el patio y la quinta del fondo.

         El otro mito es si la que tiene mejores dotes es la ruda macho o la hembra. Todo un problema a desmitificar: no hay ruda de uno u otro sexo. Todas son hermafroditas y son más de sesenta las variedades de ruda; la llamada por nosotros “macho” es Ruta chalepensis y la “hembra”, Ruta graveolans, ambas con órganos masculinos y femeninos en un mismo ejemplar, sólo que son diferentes especies.

En la página web de la Secretaría de Cultura de la Nación se le reconoce múltiples propiedades medicinales contra parásitos y malestares gastrointestinales, además de su uso para calmar el ardor y la irritación de picaduras de bichos y alimañas. En realidad, aclara, eso sostiene  la tradición guaraní.

 

         No queda claro si la combinación de hojas de ruda con caña es una iniciativa local; lo cierto es que muchos inmigrantes europeos preparan un brebaje similar macerando hojas de esta planta en grapa o ginebra, y si bien no lo ofrendan a la Pachamama (Madre Tierra para nuestras culturas precolombinas), lo beben en la certeza (o la esperanza, o la ilusión) de asegurarse buena salud para los meses venideros.

 

         El pueblo guaraní dedica el primer día de agosto en honrar a la Madre Tierra y en su honor cumplen una serie de ritos que incluye tomar caña con hojas de ruda y dejan caer un chorrito sobre la tierra, un gesto que encierra el significado de compartirlo con ella. El acto lleva consigo la gratitud por las cosechas y la cría de ganado durante el año precedente como así también pedir prosperidad para el tiempo que viene. Además y por sobre todo, salud, que lo demás va y viene.

 

         Hace algunos años un querido amigo –de sangre italiana por donde se lo mirara- me instó a compartir el ritual cada 1º de agosto. No tuvo éxito: la ruda había tenido mala prensa en mi vida y nunca me sedujo demasiado la bebida alcohólica; mucho menos si es blanca.

 

         Pero ese día de 2019 paseaba por Bella Vista, Corrientes, y en un comercio dedicado a la compraventa de objetos usados me invitaron con una medida de caña con ruda (se sirve el líquido, las ramitas quedan en la botella). Los caballeros me explicaron su significado y entendí que ellos, aún seres manifiestamente urbanos, se habían preparado especialmente para la fecha y querían compartir conmigo el espíritu guaraní que merodeaba la ciudad y el almanaque.

 

         Rechazar el convite habría sido, más que una descortesía, un desprecio y una falta de respeto. Bebí y brindé con ellos y salí del comercio convencido de que no podía volver a mi pueblo sin una petaquita de rudacaña (la caña con ruda), que conseguí comprar en no recuerdo qué lugar y que luego regalé a algún familiar.

 

         En 2020, plena pandemia pero creído aún de que pasaría pronto, compré mi plantita de ruda y mi botella de caña Legui. La preparé y el primer día de agosto tomé mis traguitos. No me importó si tres, siete o fondo blanco (las recetas difieren). Tampoco lo hice en ayunas (tomo medicamentos que requieren ser ingeridos en esa condición y no me pareció oportuno sumar a ellos el elixir milenario), pero sí lo hice pensando en los siglos de los siglos durante los cuales tanta gente sabia de cómo vivir menos contaminado, viene cumpliendo el ritual cada vez que termina el mes de julio.

 

         Tengo la sospecha de que algo está pasando –bueno o malo, no lo sé- que hace que viejas y ancestrales costumbres se vuelvan a instalar entre nosotros. No estoy diciendo que cada 1º de agosto, cuando empino mi medida de caña con ruda lo hago en adoración de nadie. Sólo que, como cuando preparo, convido y tomo mate, siento que hago algo que me acerca a todos aquellos que agradecen lo vivido y disfrutan de lo mucho que vendrá.

 

31 jul 21

 

sábado, 24 de julio de 2021

Todo listo para el 1º de agosto


            Tomar caña con ruda el primer día de agosto es algo así como vacunarse contra todo lo que venga. Es, también, un acto de gratitud. Por alguna razón este ritual arcano en el tiempo va penetrando poco a poco la cultura urbana de este tercer milenio, adaptándose a las personas y las circunstancias porque, como el mate, es mucho más que beber y tragar.

              En lo personal me rehusé durante mucho tiempo a la invitación de un amigo para chinchinear con él un vasito de caña cada invierno: nunca me atrajo demasiado ninguna bebida alcohólica y hoy por hoy es casi veneno para mi hígado herido y susceptible.

             En 2019, el 1º de agosto estábamos con Laura en Bella Vista, Corrientes, y mientras revolvíamos en una compraventa buscando una antigüedad para su hermano Pablo –cumple años ese día y le gusta el rubro-, los dueños del comercio nos preguntaron si  ya habíamos tomado nuestra medida de caña con ruda. Enterados de que no, sirvieron dos vasos del brebaje y nos convidaron.

             El pueblo correntino es muy respetuoso de sus mayores y sus tradiciones. Descendientes de la cultura guaraní –aún muy presente en el Gran Chaco y el Litoral, además de Paraguay y el sur de Brasil- cultivan una religiosidad de tinte mariano (Nuestra Señora del Carmen y la Virgen de Itatí, fundamentalmente) enlazada con la popular donde además de los llamados “santos populares” como Antonio Gil, son fervorosos creyentes en la Madre Tierra o Pachamama, nombre que nos ha llegado del quechua con ese significado.

             Lo cierto es que desde tiempo inmemorial los descendientes de los pobladores precolombinos –fundamentalmente del noroeste y el litoral argentinos- cada 1º de agosto rinden culto a la tierra que les da alimento, les permite cultivar y criar sus animales, les da casa y cobijo; y le agradecen lo recibido en los últimos doce meses al tiempo que piden prosperidad y, sobretodo, salud para el año siguiente.

             Dicen que hay que tomarla en ayunas para limpiar el alma y el organismo, en tres sorbos (o siete, dicen otros) o, mejor, de un trago, aunque también se aconseja dejar caer un chorrito sobre la tierra, para la Pachamama.

 La ruda tiene muchas aplicaciones medicinales y también está rodeada de creencias y leyendas vinculadas a la buena o mala fortuna de la familia que la plante junto a la puerta de su hogar. Macerada por buen tiempo en caña (de 15 días a un año varían las recomendaciones) en una botella de vidrio bien tapada irá perdiendo color con el correr de los meses al tiempo que la bebida tomará una tonalidad amarillo ámbar.

             Si el mate consumido pasara a las venas, podría decir que tengo sangre guaraní en abundancia, pero dudo que sea así. Lo cierto es que me animaría a decir que quienes nos convidaron caña con ruda –“rudacaña” le dicen popularmente, aunque puede usarse grapa o ginebra para prepararla- lo hicieron con cierta unción, con devoción y respeto por el momento que compartíamos, y ahí entendí por dónde iba la cosa.

             No se trata de superstición; no es tomarse una “birrita” ni adorar a la Pachamama (al menos en mi caso). Es mucho más que encenderle una vela a un santo pero no equivale tampoco a un sacramento. Ni siquiera es, para mí, una manera de sentir que estaré más o menos protegido particularmente en materia de salud, aunque mal no vendría en los tiempos coronavirósicos que corren. Lo hice por mi voluntad en 2020 y lo haré este año: a mi manera, busco acompañar el respeto ancestral por la tierra, la cultura y las tradiciones de quienes por milenios caminaron y habitaron esta tierra. A su salud y la nuestra, chamigos.

 

 


jueves, 3 de junio de 2021

entrando al abuelito

 

Sobre la ochava de entrada al Palacio do Brasil (en verdad, mucho nombre para un café-bar cualunque) en la esquina de Libertad y Perón de Buenos aires, dos mujeres sostenían a un hombre en una posición entre sentado y parado, como quien empieza a agacharse y no termina de hacerlo. Entre 85 y 90 años por lo menos, traje gris a rayas con chaleco; camisa celeste y corbata bordó. Sería un gurrumín en los tiempos de El Puchero Misterioso, legendaria fonda que era punto de reunión de intelectuales y juerguistas a pocos metros de allí, en el primer cuarto del siglo XX; tranquilamente podría haber sido uno de sus habitués. 

Sin sobretodo ni bufanda pese al frío feroz, bastón en mano, el hombre intentaba subir el umbral de entrada al local, un Aconcagua para sus piernas arqueadas y su columna severamente curvada. Pregunté si podía ayudar y una de las mujeres me pidió que abriera la puerta de blíndex, con un barral oblicuo a modo de manija. El hombre se tomó de allí y, era de esperar, se le cerró en las narices. Lo sujeté entonces de la muñeca y tiré mientras alguien que pasaba mantenía la puerta abierta.

 Cuando el viejito logró poner un pie en el escalón me puse detrás de él y empecé a empujar con mi cadera sana, la derecha, porque la otra no estaba por entonces para esos trotes aunque hoy, implantada, tampoco sería buena idea arriesgarla. Lo logramos: la primera mesa estaba libre y desde otra mesita cercana una señora dejó de revolver su taza de té y acercó una silla. Se la puse debajo al señor y mientras las mujeres y el flaco que abrió la puerta lo sostenían, le empujé el asiento hasta dejarlo trabado a él contra la mesa.

 Respiraba de manera agitada y una gota de sudor poblaba su frente pentagramada como burlándose del invierno inclemente de julio. La corbata torcida, el saco un tanto arrugado, se quedó quieto por un momento, apoyando el codo derecho sobre la mesa y sosteniendo el bastón con la mano izquierda, la mirada clavada en el piso de cerámica. Una de las mujeres samaritanas sacó un teléfono celular de su cartera y le preguntó al hombre si quería que llamara a alguien. Pensamos que pediría por algún familiar, un conocido, alguien que lo fuera a buscar. O quizás, socorro médico: después de todo había necesitado de la ayuda de cinco personas para entrar al bar y sentarse. Él la miró sin demasiada atención y contestó: “Sí, al mozo; pero deje, porque ahí viene”. Y pidió un coñac.

 

Julio 2016

martes, 11 de mayo de 2021

Lázaro jura que no murió

 


         El nombre de Lázaro se perdió en el tiempo y para contar su historia le pusimos de prestado el del personaje bíblico que volvió de la muerte.

          Algunos años atrás Lázaro se apareció una mañana por el portal del Palacio de Justicia de la calle 13 de La Plata y se asomó a la primera oficina que encontró. Jamás antes había pisado el mármol de los pisos transitados de Tribunales, desgastados por pleitos y demandas o por demandados y demandantes más sus abogados, para mejor decir.

          Su aspecto no era el de leguleyo ni el de picapleitos. Tampoco el de quien acostumbra hacer trámites ni frecuentar oficinas más allá de la del correo –muy usado en aquellos tiempos- para despachar una carta simple. Más bien podía imaginárselo del lado de afuera del mostrador de cualquier comercio de barrio haciendo la compra de lo necesario para el día. Alto, corpulento, de pantalones ceñidos con cinturón de cuero por encima del ombligo y camisa escocesa con el cuello gastado pero impecable de limpieza y planchado. Ese era Lázaro.

          Con el cabello casi blanco y sus ojazos claros se arrimó al mostrador. Su rostro colorado por los nervios no era, precisamente, el de un difunto, pero ese era en esencia su problema.

 - Vengo porque en el diario dice que estoy muerto- se despachó mostrando un ejemplar de El Día abierto y doblado en la página de los avisos fúnebres mientras con el dedo señalaba su nombre y su apellido precedido de una cruz y seguido de las siglas “QEPD”.

 Las tres empleadas de la oficina no se animaron ni a mirarse entre sí. Una risa burlona era lo primero que venía a sus labios pero no podían hacerlo delante de Lázaro. Una se hizo la desentendida mientras las otras dos trataban de explicarle que seguramente se trataba de un homónimo, aún a riesgo de que el hombre no supiera qué quería significar aquello. Él simplemente quería testificar que estaba vivo y que el diario estaba equivocado.

 Nunca se sabrá si Lázaro concurrió a Tribunales motu proprio o si alguien lo instó a hacerlo jugándole una broma, aprovechándose tal vez de su ingenuidad. Lo cierto y real es que el hombre cargaba el aviso de su defunción en las manos y mucha angustia y desasosiego en su interior.

 -Vengo a decir que estoy vivo –insistía-. Quiero decirle al juez que no me morí, que es mentira.

 Acertaba a pasar por el corredor un funcionario de esos que hay pocos: abiertos, comprensivos, prácticos y con sentido común, por sobre todas las cosas, y una de las empleadas que atendía a Lázaro se animó a pararlo y, sin que otros oyeran lo que hablaban, lo impuso de la situación.

 No importa si era juez, secretario o defensor. Se acomodó los anteojos, lo observó a Lázaro  y se le acercó. Solícito, le preguntó en qué podía ayudarlo y al escuchar su relato y leer el aviso fúnebre, lo tranquilizó y lo hizo acercarse a su despacho. Le ordenó a un escribiente que le tomara declaración al ciudadano que venía a prestar juramento de que no había muerto, como mal informaba el diario. Sin entender mucho, el empleado puso una hoja en la máquina de escribir, redactó unas pocas líneas y la llevó para que su superior rubricara y sellara el “expediente”.

 El trámite era de una validez inexistente. En ningún archivo constan las actuaciones letradas, ni siquiera se recuerda el verdadero nombre del requiriente. Tampoco fueron muchos los que se anoticiaron del evento. Pero un hombre que no se llamaba Lázaro salió del Palacio de Tribunales con la sensación y el alivio de haber vuelto a la vida, un privilegio que pocas personas tienen.

 

Guillermo Defranco

 11 may 21

 

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