jueves, 9 de agosto de 2018

El conde apeteciente


Cuando era chica María Laura era bajita y muy delgada, dos envidiables ventajas para escapar del aula apenas sonaba la campana del recreo y llegar primera al kiosco de la escuela a comprar los sándwiches de salame y queso para ella y sus compañeras del colegio María Auxiliadora.

El emparedado, sándwich, sánguche, sanguchito o más lunfardamente “sambuche” o “chegusán”, resulta un buen aliado a la hora de comer algo rápido y no perder mucho tiempo. ¿Quién no ha disfrutado de uno, ya sea sentado en el cordón de la vereda o de pie en medio de un refinado lunch?

El diccionario de la Real Academia Española dice textualmente: Sándwich:
(Del ingl. sandwich, y éste de J. Montagu, 1718-1792, cuarto conde de Sandwich,).
  1. m. Emparedado hecho con dos rebanadas de pan de molde entre las que se coloca jamón, queso, embutido, vegetales u otros alimentos.

Cuna inglesa
La primera observación al respecto es que desde hace algunos años se ha aceptado en nuestra lengua la palabras “sándwich”, tan inglesa ella, incorporando la más sajona aún “w” y con tilde en la “a” en tanto y en cuanto es una palabra grave que no termina ni en “n” ni en “s” ni en vocal. El “sándwich”, entonces, reemplazó al hispánico “emparedado”, nunca aceptado en nuestras pampas australes.

La segunda curiosidad radica en que resulta homónimo de nuestras islas Sándwich del Sur, que homenajean al mismo conde, Primer Lord del Almirantazgo Británico, y de las nórdicas "Islas Sándwich", ahora conocidas como Hawaii.

La más antigua referencia del vocablo “sándwich” como un alimento aparece documentada en el diario de un erudito historiador inglés llamado Edward Gibbons en 1762, quien se asombró al observar a dos nobles acaudalados en una cafetería, comiendo carne fría en sándwiches y que finalizaron su charla bebiendo y hablando de política.

Elizabeth David, comenta en su libro English Bread and Yeast Cookery que mientras los franceses e italianos conservaron la costumbre del emparedado de pan tipo rústico, los ingleses adaptaron rápidamente el pan de molde rebanado.

Si bien la costumbre y la leyenda le atribuyen la invención del sándwich a John Montagu, IV conde de Sandwich, no habría sido él su inventor. Más bien, un sirviente suyo habría encontrado en esta preparación la solución al vicio lúdico de su amo, quien podría saciar su apetito comiendo “informalmente” mientras se abocaba a largas partidas de naipes.


El 24 de noviembre de 1762, dicen, el conde estuvo veinticuatro horas seguidas ante una mesa de juego, cosa que no le quitaba ni el sueño ni el hambre, por lo que pidió a gritos rebanadas de carne servidas de tal modo que no hubiera de sentarse a la mesa ni ensuciarse las manos. Ahí apareció el pan como económico salvador y, con él, el sándwich, según se lo llamó más tarde.


Sin embargo, en Aquisgrán defienden que el sándwich se inventó allí, con lo cual ya no sería inglés sino alemán. Es que la partida de cartas en cuestión se habría desarrollado durante la participación del conde de Montagu en las negociaciones de la Paz de Aquisgrán, representando a la emperatriz María Teresa.

            Cuesta entender cómo del atildado conde inglés y sus refinados tentempiés llegamos a nuestros criollazos “sánguches” de milanesa y los choripanes, sin menoscabo de una de las mejores variedades: pan francés, salamín picado grueso o longaniza, queso y manteca. Nada de mayonesa.

Durante el siglo XX, fueron desarrollados ciertos tipos de sándwiches dulces, como las galletitas rellenas con crema desarrolladas inicialmente por la empresa estadounidense Nabisco, y los helados sándwich consistentes en un par de obleas que encierran una porción de helado. Sobre las primeras, a nadie se le ocurriría por estas pampas llamar sándwiches a ningún tipo de galletitas por más relleno que tengan, ni a sus parientes argentinísimos los alfajores. En cuanto a los otros... cuántas mangas pegoteadas por el hilito de helado derretido escapando de entre sus dos capas de oblea o barquillo...

En Argentina y Uruguay existen diferentes variedades sándwiches o, mejor, los mismos emparedados con diferente nombre. Tanto, que nuestro tan criollo “lomito” (que difícilmente contenga lomo, a penas si un cuadril o paleta amansado a golpes) en Uruguay es conocido como “chivito”. Más aún, el “sanguchito” que acá comemos a las apuradas, del otro lado del Plata es un “refuerzo”.
No escapa a nuestra observación el hecho de que cada día es más común y popular el antes refinado y exclusivo sándwich de miga. Tanto, que no son pocos los kioscos que los ofrecen empaquetados y refrigerados. Y del tradicional triple de jamón y queso hemos pasado hoy a una variedad de rellenos que casi no tiene límites. Y si esa clase de emparedado es variada en su relleno, ¿por qué no va a haberla en los sándwiches caseros?

Nos sorprendió una vez un querido amigo comentando que acostumbra a comer sándwiches de ajo con aceite de oliva. No falta quien se planta frente a la heladera abierta con un pan abierto al medio, a ver qué sobró del día anterior para rellenar su sánguche. No importa si es carne, verdura o guiso.

Un choripán comido al pie de la parrilla es tan tentador como eran los emparedados de salame del kiosco del colegio Estrada de City Bell en la década del ’70. El choripán o el sándwich de vacío comido a la vera de la ruta, es más rico que el que hacemos en casa.

Si bien nuestra preferencia es siempre pan francés con o sin corteza, podemos sucumbir fácilmente a la tentación de los pebetes que elabora la panadería San Martín, en la calle 13 frente al tanque de agua. Imperdibles, sin importar qué relleno le ponemos dentro.

Algún anochecer, luego de una sumatoria de horas de viaje y largos kilómetros recorridos, arribamos a cierta localidad cordobesa cuyo nombre quedó en los lejanos recovecos de la memoria. La hora y el cansancio imponían unos sándwiches a modo de cena, y por eso nada mejor que el local que anunciaba los mejores “monstruos” de la zona como especialidad de la casa. Después de todo, estábamos en la cuna de los “Carlitos”.

Los cinco hambrientos comensales hicimos nuestro pedido que, a nadie sorprendería, incluía tomate y lechuga entre los ingredientes. Luego de una larga espera, alguien entra portando una bolsita con tres tomates y una planta de lechuga, evidentemente destinados a nuestra cena. Entonces, el mozo interroga si deseábamos manteca o mayonesa. Y ello implicó otra larga espera, hasta que la misma persona, que acababa de salir, regresa con un saché de Hellmans. Y entonces sí, llegaron los sándwiches que demoraron más que un costillar al asador.

Y ya que de viajes se trata, eran una leyenda en sí misma los emparedados del parador de la estación de servicio Caballito Blanco, en la Ruta Nacional 3, a la altura de Las Flores. Cada pieza era de pan tipo felipe descortezado, con generosas fetas de queso y de jamón cortadas con cuchilla. Similares eran los del restorán María Cristina, en Punta Lara. Ni se preguntaba si era con mayonesa: la manteca iba de oficio, como corresponde.

A dos siglos y medio de la hambruna del conde y su pasión por el escolaso, el sándwich ha multiplicado su vigencia. Se cuenta que en aquella histórica partida de naipes al conde no le fue muy bien. Pero como acababa de descubrir una nueva manera de alimentarse, parece que aquella circunstancia no lo afectó demasiado. Bien dice el refrán que a barriga llena, corazón contento.

Prodigiosa, ecológica e inmortal


“Sgreeeeeeessssch, sgreeeeeeessssch, sgreeeeeeessssch”. Más o menos así sonaban las mañanas y las siestas de City Bell de hace cuarenta años, cuando muchos vecinos cortaban el césped con una maravilla de la técnica: la cortadora de pasto “Cidand” tracción a sangre o, como se decía, “manual”.


            Nada de gimnasio ni de aparatos mágicos para sacar bíceps y gemelos, fortalecer dorsales y redondear glúteos. Dos horitas en pantalones cortos dándole a la Cidand, y que me vengan a hablar del fitness y de la cama solar. 


La llegada de una de esas curiosidades a la casa del escriba fue casi providencial cuando contaban con una cortadora de pasto eléctrica de factura casera. Sus ruedas hechas de madera aún deben subsistir reencarnadas en otro destino, pero una tarde el baqueteado motor dijo “basta”: la cuchilla se detuvo y el artefacto comenzó a humear como carrito de manisero. Aquel sábado el jardín quedó a medio rasurar y algún improperio habrá recaído sobre la maquinaria exhausta.


En la noche –de ese mismo día o de alguno cercano- el azar se apiadó de los Defranco –o de su pelilargo parque- y durante una cena de la asociación que nuclea a los talleres mecánicos -una de esas cenas en las que se sortean premios varios-, una flamante Cidand manual de color azul coronó el número de su tarjeta.

Por varios años fue “la máquina del pasto” familiar. Por más que el jardín no era muy grande, había que darle y darle prendidos a las manoplas al ritmo del “sgreeeeeeessssch” característico de su funcionamiento. Con la llegada del verano, en uno y otro jardín de City Bell ese inconfundible sonido se repetía sin cesar.

Funcionan, como hemos dicho, con tracción a sangre. Empujándola hacia delante corta el pasto, cuyas hojitas saltan hacia atrás, expulsadas por cuatro planchuelas de acero retorcidas que a la vez mantienen afilada la cuchilla, cuya altura es regulable. Una segunda pasada empareja lo cortado, y entonces se sigue con el resto. Un ejercicio bastante completo, como se verá, que hasta los abdominales se deben desarrollar. Y además no consume ni nafta ni electricidad. Lo que se dice un artificio ecológico.

Seguramente ha habido más de una marca que fabricara máquinas similares. La Cidand era producida en La Plata por alguien de apellido Andreucci –y sospechamos de que ahí viene parte de la marca-, y uno recuerda ver la fábrica sobre la avenida 44 antes de llegar a Olmos, a mano derecha, como quien va para tomar la ruta 2 con destino vacacional.

Días pasados la herramienta maravillosa ganada en una cena asomó de entre las sombras en un rincón del garaje que ya no es. Pintura saltada, óxido, falta de lubricación, pero con su marca y la goma de sus ruedas intactas. Y a pesar de la herrumbre, sus mecanismos funcionan a la perfección. 

Aferrarse a sus manoplas y empujarla sobre el césped fue volver a oír su “sgreeeeeeessssch” inconfundible después de muchísimos años. Fue oír el canto de las chicharras, fue sentir el olor del pasto quemado después de cortado, de cuando en City Bell nos dábamos esa clase de lujos. Gloria eterna a la Cidand, prodigiosa, ecológica e inmortal.

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 30 ene 12

martes, 7 de agosto de 2018

La ciencia y yo: nace Rónquiman


     Cuando era chico me gustaba jugar a Batman. A veces, también a Súperman. Pero por la simple razón de que la serie la daban por televisión a la tarde -cuando yo ya había vuelto de la escuela- y la del hombre volador era a la mañana -cuando casi nunca veía tele por tener que prepararme para ir al cole-, Bruno Díaz y Ricardo Tapia eran cotidianos habitantes de mis fantasiosas elucubraciones. Era aquella versión de los ’60 que veía en blanco y negro la que me atrapaba. De las que vinieron después, nada.

Si bien nunca fui un gran mirador de televisión, desde siempre tuve la idea de que aún la más rebuscada de las ficciones es un reflejo de la realidad; cada personaje –más aún si es protagónico- es un poco el espejo en el cual se mira el espectador. Así que en aquellos remotos tiempos de la niñez ya pensaba que en algún momento de mi vida iba a ser un poco como el enmascarado Caballero de la noche.

Privilegiado
Batman y el Eternauta.
Más cercano a los 60 que a los 50 años de edad, siento que tengo el privilegio de que la ciencia me tenga muy en cuenta. No sólo me somete a sus experimentos farmacológicos y nutricionales para bajarme los triglicéridos, el colesterol y los kilos (no lo hace muy bien que digamos, a juzgar por los resultados), sino que ha hecho de mí una especie de Meccano y desde hace poco más de un año llevo muy dentro de mí trozos de titanio y porcelana donde antes tenía una cadera de hueso y cartílagos.

Antes de ello, unos cuatro años atrás, mantuve un litigio con un tornillo díscolo que se resistía a entrar en un orificio más chico de lo necesario y si bien conseguí mi objetivo, terminé en el quirófano para recomponer mi mano derecha: me había quedado un dedo en resorte con compromiso del músculo tensor y de la segunda polea. De no haberse tratado de mi mano y mi dedo, díganme si con esos términos no parece que habláramos de piezas de un Meccano.

Nunca tuve ese juego, ni de chico ni de grande; lo más cercano fue uno de piezas plásticas llamado Mil armar que poco se le parecía. El Scalextric entra en otra categoría; lo tuve, sí, pero nunca un Meccano.

Hollywood, mi aspiración
Sin embargo la ciencia médica parece estar al servicio de mis fantasías y acaba de ofrecerme un nuevo protagónico en la remake de una superproducción, aún cuando La máscara es la película de Jim Carrey que menos soporto.

Todo empezó con una visita al otorrinolaringólogo, conmovido por las súplicas de Laura, mi compañera de pieza… y de vida:

- Andá al médico. Roncás demasiado.
- Si mis ronquidos no me despiertan a mí, que estoy más cerca de ellos, a vos no deberían molestarte-, le respondí sin mucha razón. 
- Además –contraatacó-, estás sordo.
- ¡Yo toda la vida fui gordo! -me defendí.

         El otorrino me indicó una audiometría cuyo resultado reveló que tengo una leve disminución en el oído derecho pero que no merece mayor cuidado. Así que si alguien quiere hablar mal de mí, hágalo por ese güin, que total no lo voy a escuchar muy bien.

         Junto a la audiometría me ordenó una polisomnografía para descubrir lo que ya sabía: padezco apneas de sueño. A ese tema ya me he referido en otros escritos, así que iré a lo concreto, porque acá es donde nuevamente entra a jugar Batman junto a Jim Carrey: para un buen dormir mío (y de mi esposa) debo utilizar un cpap (siglas en ingles de presión positiva continua en vías respiratorias), un aparato que me insufla aire a una presión leve y controlada a través de una manguera y una máscara nasal. He leído dos o tres veces El Eternauta (antes de la era K) y confieso que cuando me miré al espejo con las máscara dormidora y el arnés que la sujeta a mi cabeza me hizo acordar un poco a Juan Salvo, el protagonista de esa historieta.

Rónquiman, vestido de soirée
         Y dado que uso el cpap para dormir de noche, es obvia la evocación de Batman, el Enmascarado, el Caballero de la Noche. Y como Carrey en su película, un poco me transformo cuando me coloco la máscara: no hago locuras como él pero paso a ser no bello aunque sí durmiente. En todo caso, podría decir que encarno a un nuevo superhéroe: Rónquiman. He escuchado a comentaristas sobre moda hablar de accesorios y ropa para la noche: nunca pensé que se refiriesen a ésto.

         A esta altura de la soirée resulta oportuno hacer un balance de la situación. Si me pongo a enumerar, pero sin victimizarme, bien puedo asegurar que entre mi salud y la ciencia me están llevando por caminos si no de cornisa, por lo menos sinuosos y serpenteantes, ascendentes y descendentes.

         Una mano operada –que se suma al menisco ofrendado hace más de treinta años-, una cadera artificial, una buena batería de sustancias químicas y naturales de consumo diario, un oído remolón, una colección de picos de loro colgados de mi columna vertebral en composé con dos hernias de disco más mi flamante traje nocturno de Ronquiman, acumulan una suma de experiencias que no me hacen ni héroe ni mártir, pero sí un bicho raro.

         Se lo comentaba días atrás a Laura: qué suerte que nos toca transitar este tipo de experiencias ahora, así ya vamos a estar cancheros cuando nos lleguen los achaques.
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07 ago 18

jueves, 14 de junio de 2018

Entre igualdades e identidades



Un visionario, el profesor Enrique Francisco Lonné. Cuando en 1974 lo tuve por vez primera como profesor de Castellano en la escuela secundaria, ya hacía algunos años que venía machacando sobre el fenómeno de la masificación, de la pérdida de la individualidad, de la identidad. En ese entonces él cargaba las tintas sobre la televisión como culpable de ese fenómeno. No me cabe dudas de que hoy debe apuntar a las redes sociales.

Mucho antes que Lonné, Marshall Mc Luhan exponía su concepto de “aldea global”: el desarrollo de los medios de comunicación haría caer las fronteras, acortaría las distancias y todos estaríamos informados al instante de lo que pase del otro lado del orbe como si hubiese sucedido en el patio de casa. Personas a quienes no conocemos están hoy informados de nuestras actividades, nuestros gustos, nuestro parecer gracias a ese acortamiento de distancias, producto del avance comunicacional. La idea de aldea global bien podría asimilarse con la de conventillo u hotel barato: todo se escucha y todo se sabe a través de sus delgadas paredes. Todo se mezcla. Bien lo decía Discépolo en 1934: “en un mismo lodo, todos manoseados”.

Igualdad (Imagen de Inernet)
De tanto revuelo y revuelco algo bueno tenía que salir y entonces se empoderó el concepto de igualdad aplicada a los géneros, un hilado fino que a los franceses se les pasó por alto cuando entre 1789 y 1799 enarbolaron los ideales de igualdad, libertad, fraternidad. Como se ve, la igualdad no es un tema de hoy; lo del empoderamiento aludiendo a la mujer, tampoco.

En 1995 la Conferencia de la Mujer reunida por las Naciones Unidas en Beijing lanzó la proclama de empoderar a la mujer dentro de esta sociedad accidental y desigual que habitamos. Viéndolo desde la semántica y a juzgar por los resultados, tal vez el verbo elegido no haya sido el más feliz: se desprende de él la idea de que la relación entre el hombre y la mujer es una cuestión de poder y no de igualdad de derechos, como debería suponerse.

Y ya que somos todos iguales, algún trasnochado tuvo la genialidad de arrasar con el género neutro en el español y reemplazó la “a” y la “o” primero por una “x” y luego por una “@”. Y patapúfete.

Dice Piedad Villavicencio en “La esquina del idioma”, que en español los sustantivos se clasifican en masculinos y femeninos; no tienen género neutro como sucede en otros idiomas. En nuestra lengua pueden ser neutros los demostrativos (esto, eso, aquello), los cuantificadores (tanto, cuanto, mucho, poco), los pronombres indefinidos (nada, algo), los artículos (lo) y los pronombres personales (ello, lo).

El que los sustantivos no tengan género neutro y el que ningún adjetivo posea formas particulares para concordar de esta manera con los pronombres, son factores que llevan a pensar que el neutro no es propiamente un tercer género del español, equiparable a los otros dos, sino más bien el exponente de una clase gramatical de palabras que designan ciertas nociones abstractas”, señala.

Vale decir, entonces, que no importa el sexo de quien ejerce el arte o la moda: ambos son “artistas” o “modistas” y  nadie puede ser “artisto” o “modisto”.  Quien reside es “residente”, quien preside es “presidente”, quien camina es “caminante”. Tampoco valen ni la “x” ni la “@” en sustantivos con género determinado y, cuando elementos de género diferente se combinan en una misma oración, el genérico que se utiliza se parece al masculino, aunque no lo es. Verbigracia: El árbol y la casa son lindos”. Nada de “lindxs” o “lind@s”, por favor.

            Y como si todo eso fuera poco, el último grito de la moda, el colmo del arrobamiento, es involucrar a la “e” para “desgenerizar” el lenguaje y nos queda un español bastante afrancesado, si vous plais. Lo que se dice un idioma “lipográmico” en aras de un lenguaje inclusivo.

¿Pavadeces idiomáticas que no hacen a la cuestión de fondo? No lo creo. La Lengua es dinámica y, como tal, refleja a la sociedad a la que identifica.

Vivimos tiempos de empoderamiento y de discepolismo en los que por conquistar la igualdad estamos perdiendo la identidad. Porque estamos discutiendo lo que no es discutible. ¿Quién puede discutir la igualdad entre varones y mujeres? ¿Quién puede poner en tela de juicio el derecho a que un hombre se sienta mujer o viceversa? Son realidades tangibles, palpables, irrefutables, gusten o no, y deben enseñarse en el seno familiar y en las escuelas desde la primera sala del preescolar.

Lo que falta, lo que no hay que perder de vista, es que lo que también es innegociable es la preservación de la identidad: no la cívica, la que nos da el documento, sino aquella que hace que aunque uno sea varón, mujer u homosexual y se llame como se llame, es una persona única e irrepetible. Y por el hecho de ser mi prójimo, es también intocable. De cada uno de los prójimos que conforman la sociedad, entonces, ni uno menos.
                                 
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14 jun 18

martes, 22 de mayo de 2018

Las cosas que me hacen feliz



¿Qué cosas hacen feliz a una persona?
Un Ipad, una tablet, un viaje a Estados Unidos o a Europa, una 4x4, el Mundial de fútbol, Argentina campeón, una cerveza.

A mí esas cosas me pueden poner contento, pero me hacen feliz otras cuestiones. Cualquiera de las siguientes por sí sola, o la combinación de más de una, da lo mismo. Algunas las tengo, otras las tuve, otras puedo llegar a tenerlas. Y eso hace que ya me estén dando felicidad.

Las cosas reales o potenciales que me hacen feliz son:

Laura
La sonrisa de Laura
Su complicidad
El crecimiento interior de José
Su compañía
El recuerdo de mi Viejo
Las tortas de mi Vieja
La cercanía de mi hermano
El afecto

Los afectos
El aire libre
Preparar el mate
Un mate cebado, entre mis manos
El mate con amigos
La amistad recuperada
Un abrazo

Los momentos de serenidad
El humor sano
Los bizcochitos de mi abuela Renée
La verdad
La confianza
El respeto
La dignidad
Conocer pueblitos mínimos
Iniciar un viaje
Manejar en ruta
Llegar a destino

Mi cámara fotográfica en la mano
La inspiración al alcance de la mano

Un block de papel
Un lápiz negro
Un relato propio bien escrito
Lo natural y la tranquilidad de City Bell
Descubrir el pasado de City Bell
Las pequeñas historias
Las fotos viejas y las antiguas
Los diarios viejos
El olor a papel recién impreso
Sembrar un árbol y verlo crecer

Regalar un árbol

Un fogón encendido
El otoño
Un molino en el campo
La visita de amigos
La buena música
Las buenas historias

Un buen libro
Un buen programa de radio
Un Meccano
La Nochebuena
El Año Nuevo
Mi cumpleaños
Cualquier ocasión para reunirme con afectos

Un amanecer
Un atardecer
Mirar las estrellas
La libertad
Vivir la vida y celebrarla

Vayan anotando para cuando quieran regalarme algo. 
Porque recibir regalos también me pone muy feliz.

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22 may 18



sábado, 5 de mayo de 2018

Es al ñudo que te fajen


Desde el momento mismo en que nacimos venimos acumulando una vasta experiencia en el tema de las dietas y sospechamos que tenemos el abdomen atiborrado de ella. En materia de alimentación sana, dos más dos nunca es cuatro cuando de bajar de peso se trata. Y eso es lo que hacemos: tratar de bajar de peso o, por lo menos, de que nos entre la ropa. Nada de “a barriga llena, corazón contento”.



-Usted nunca va a ser flaco- nos dijo un especialista durante la primera consulta, dándonos ánimo. 
-Nunca lo fui, así que ya pasados los 40, dejó de ser ni siquiera una ilusión- le contestamos. 
Pero el tipo insistía, como atajándose de que no le pidiéramos milagros. Sospechamos que no se tenía fe ni para hacernos bajar medio kilo en un año, y los meses transcurridos en tratamiento nos dieron la razón.

Otro especialista llegó a la conclusión de que padecemos una insuficiencia de la glándula tiroidea. “Eso es lo que no te permite bajar de peso”, dijo triunfalista, y nos indicó que cada mañana ni bien despertemos pero media hora antes de desayunar, nos mandemos una pastillita de levotiroxina. Pasan los años, desayunamos cada día con la maldita pildorita violeta, y la panza sigue allí, desbordando el cinturón. 

Otro nos colgó un aparatito que se inflaba y desinflaba cada 15 minutos durante 24 horas para controlarnos la presión arterial, nos dijo “hacé vida normal” y cuando vio los resultados se asombró de algunos “picos” en el registro: coincidían con los embotellamientos de tránsito que habíamos padecido, con álgidas reuniones de trabajo, con apurones para cruzar la avenida 9 de Julio (antes de que hicieran el metrobús). “Ah, no, si te estás haciendo este estudio no podés hacer esas cosas”, dijo horrorizado, como olvidando la recomendación de hacer “vida normal”. 

No sabemos si nuestra vida es normal, pero podemos asegurar que sí es habitual. Entonces nos indicó otra pastillita que debemos tomar a la mañana, ni bien nos levantemos pero después de haber digerido durante 30 minutos la de la tiroides.

- ¿Qué suele desayunar?
- Nada, doctor. Hasta media mañana no me pasa nada por la garganta.
- Ah, no. Así nunca va a adelgazar. Una taza de te/café/mate cocido con leche descremada y sin azúcar (puede ponerle edulcorante), más dos tostadas con queso crema descremado (si es “descremado”, ya no es queso “crema”, creemos), o un trozo del tamaño de un cassette de queso por salut descremado y sin sal (¿un cassette? en qué año estamos? Menos mal que no dijo “del tamaño de una tarjeta de memoria micro SD”), dos cucharaditas de mermelada diet. A la infusión le puede agregar dos cucharaditas de cereal sin azúcar. Puede reemplazar las tostadas por dos rodajas de pan integral (no de centeno, no de salvado). Y un vaso de agua. Tiene que tomar por lo menos dos litros a lo largo del día, así que empiece a la mañana.
- Ajá. Veo que no nos estamos entendiendo. Vengo para que me ayude a adelgazar, y en el único momento del día en que no tengo hambre, me embucha con todo eso. ¿En qué hablo, yo?
- ¡Y el lácteo en el desayuno! Que no le falten lácteos en el desayuno, porque le darán sensación de saciedad.
- Epa... conozco a alguien que dice que no debemos tomar leche de ningún animal. Que el hombre es el único que toma leche de otra especie y eso va en contra de la naturaleza.
- Y no se olvide, a media mañana, de comer una barrita de cereal. La colación es fun-da-men-tal para ayudar al páncreas a segregar insulina de calidad.

Al mediodía, por supuesto, comer liviano. Uno está trabajando fuera de casa y tiene que ingeniárselas. ¿Pollo a la plancha cocinado sin piel? Nadie te lo cocina así. Como guarnición, un puré de calabaza, porque el de papa tiene muchos hidratos de carbono. “No abuse de la calabaza, porque es dulzona y eso indica que tiene azúcar. Con la calabaza no va a bajar de peso”, recuerda que le dijo otro médico. Ja, mirá vos, tan santito que parecía el zapallo ese, ahora resulta que engordás también comiendo esa porquería. ¿Zanahorias? “Sí, pero cruda. Porque cocida, engorda una barbaridad”. Y una nueva: “Papa, todo lo que quiera, siempre y cuando la deje enfriar luego de cocinarla”. ¿Para no quemarme? “No, porque al enfriarse cambia su estructura molecular y entonces los hidratos de carbono quedan encapsulados y no pasan al organismo”. Ay, Maitena Heras, cuántas cosas me quedaron en el tintero en el tiempo en que tratabas de que entendiera tu materia Química en cuarto año del secundario...

Nada mejor entonces que almorzar ensalada de frutas. Pero resulta que la fruta es un arma de doble filo, “porque la fruta contiene ‘fructosa’ (obvio, no va a contener ‘verdurosa’ o ‘carnosa’), que es el azúcar contenido en la fruta. Así que no sólo no adelgazás sino que además te eleva la glucosa en sangre, y con el sobrepeso que tenés, vas derechito a la diabetes”, le dijeron. ¿Habrá sido ése el pecado de Adán y Eva?

¡No comas frutas ni nada crudo después de las seis de la tarde”, nos dijo una diminuta médica que sostiene que el intestino es como la raíz del organismo, y como tal tiene la función de extraer las proteínas de los alimentos. Así que nada de frutas ni ensaladas después de la hora del té. Bueh. Nada de fruta cruda en la mañana ni en la tarde, tampoco en la cena, nos queda poner el despertador a las dos de la madrugada, por ejemplo, para comer un quinoto sin culpas.

¿Usted tiene hambre a la noche? Es decir, ¿se levanta a la noche y va a mirar qué puede comer de la heladera?”, inquirió otro de guardapolvo blanco. En fin, estamos al horno.

Al horno, en lo posible, no, le dijeron. “Es preferible que haga unas verduras al vapor –no hervidas, porque pierden las proteínas- o a la plancha: coliflor, brócoli, apio, rúcula (ya es incomible cruda, ¿te imaginás puesta en la plancha?), zanahoria, berenjena, chauchas, tomate... Recuerde que las papas, las batatas, el choclo, la remolacha, están pro-hi-bi-das (bueno, la papa fría no, según parece)”. De ahí a la parrillada de verduras, sólo hay un paso: hay gente que merece ser denunciada ante la Santa Inquisición y quemada viva en la hoguera pública por el sacrilegio de reemplazar un costillar de ternera por vegetales.

¿Aceite? Sólo una cucharadita tamaño té (se vé que la medicina no se avivó de que la de café es más chiquita aún), siempre y cuando sea de oliva (vale quichicientos mangos el litro), maíz, canola (¿lo qué?), porque tienen omega 3, 6 y 9 (al menos no tiene 6-7-8), que son antioxidantes y ayudan a bajar el colesterol malo. Pero esa es harina de otro costal y las harinas también están prohibidas, excepto que sea harina integral y en poca cantidad. 

El del colesterol y los triglicéridos es un tema aparte. No hace falta tener sobrepeso para padecerlo y supimos de una nueva veta consumista a causa suya. Se ha descubierto que el aceite de chía es una buena arma contra la grasa acumulada en las arterias y se extrae de unas semillitas que parecen más suciedad de lauchas que semillas. 

Tenés que consumirla o en el desayuno o mezclada con la comida. Pero tiene que estar triturada; si no, la tragás y la digerís entera de tan chiquita que es, y no te hace efecto”. Entonces pedimos chía triturada. 

No lleve triturada -dijeron en la dietética-, porque es lo que queda después de extraerle el aceite para elaborar las cápsulas de aceite de chía. Ponga una cucharadita de semilla entera en la leche o el café y en cinco minutos notará que se desprende una baba. Eso es el aceite”. 

A pesar de que lo de la baba nos causó cierta repugnancia, compramos la semilla de chía entera más un frasquito de cápsulas de aceite de chía, por si un día no tenemos tiempo de desayunar o si lo hacemos con mate: jamás permitiríamos mezclar cosas raras en nuestra infusión preferida.

- Ojo con el mate, porque le va a dar mucha acidez. En todo caso, tome mate cocido.
- ¿Ajá? ¿Y cuál es la diferencia?
- En que el mate cocido no da acidez.
- ¿Ah, no? No me diga...
- No, porque la acidez del mate es producida por el aire que chupa a través de la bombilla.

Mirá vó: resulta que ahora la culpa la tiene al aire y no las xantinas presentes en la mayoría de las hierbas y semillas consumidas en infusión.

En la fiambrería de la calle Silva nos contaron la historia de un matrimonio cuyos integrantes superan ya los setenta años de edad cada uno. Siempre habían comprado queso sin sal descremado, jamón natural sin grasa, lomito (bajo contenido graso) y otras pretendidas exquisiteces recomendadas para llevar una vida saludable. Para sorpresa del comerciante, un día pidieron variedad de fiambres, quesos saborizados, encurtidos varios... Ante la pregunta de si tenían visitas, la respuesta fue natural y contundente: “Nos venimos cuidando desde los 45 años. Nos llegó la hora de disfrutar un poco”. Sabio razonamiento.

Pero volviendo al colesterol y los triglicéridos, hay que consumir mucha fibra para contrarrestarlos, pero no de las Sylvapen. Son las fibras de los vegetales (tres días comiendo ensaladas y nos quedamos a vivir en el baño) y las de los cereales, esos de las barritas para comer como colación y así completar las seis comidas diarias recomendadas. 
-Nadie adelgaza comiendo cereales. En todo caso, si tenés mucho hambre, comete un turrón
- ¿Un turrón? ¿La pasta de turrón no tiene mucha azúcar?
-Entonces, nada. Porque nadie debe tener necesidad de comer una colación. Las comidas son cuatro y nadas más. Porque el páncreas está habituado a recibir materia prima para generar insulina sólo cuatro veces por día y si le damos más lo estamos exigiendo (¿antes no nos habían dicho lo contrario?). Si estás ansioso, comé pikles.
- Ah, claro: me meto unos coliflores, unas cebollitas y unos pepinos en vinagre en el bolsillo para ir masticando en el laburo... Después te cuento.

Yo no soy especialista en el tema –nos dijo Carlos Castilla, Maestro de la Cirugía y radioaficionado- pero la experiencia dice que tenés que tener demasiada fuerza de voluntad para bajar de peso si no lo hacés con el acompañamiento de un nutricionista”. Por eso uno probó todo lo que probó y hasta ahora el más acertado y comprensivo de los profesionales ha sido José Hernández, quien sintetizó su tesis doctoral en las estrofas del Martín Fierro: “al que nace barrigón, es al ñudo que lo fajen”. 

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Versión original: 08 jul 14.-
Actualización: ene 18.-

lunes, 16 de abril de 2018

Hace 10.957 días


El nombre del mes en el que estamos, abril, deriva del latín "aprilis" y éste de "aprire" (abrir), porque es la época de la primavera nórdica en la cual comienzan a abrir las flores, a desarrollarse la vegetación. Acá, en el sur órbico, es otoño y, muy a pesar del calentamiento global, las plantas tienden más a ser oclusivas que aprilistas.

         Pero lo que sucedió hace 1564 semanas resultó bien primaveral. Hace treinta años todavía se diferenciaban bastante bien los cambios de estación y dado que estaban en otoño, ella decidió estrenarse el pulóver color magenta que había comprado en la liquidación de El Siglo, durante los últimos latidos de la por entonces prestigiosa casa de ropa masculina. Habían ido a revolver estanterías, muebles y trastos viejos para nutrir la escenografía de una obra de teatro y ella aprovechó la ganga del abrigo de lana, cuello redondo.

         Pasaron 360 meses y les parece que fue ayer cuando encararon el paseo por San Telmo. Escucharon a músicos y poetas, apreciaron a otros artistas, vieron infinidad de antigüedades, lo mismo que a personajes que por su atuendo o actitud llamaban por mucho la atención. Y tomaron no pocas fotografías aún cuando la técnica seguía siendo con rollo de celuloide para luego imprimir las tomas sobre papel. Ese día él no pensaba en el costo del laboratorio. Simplemente encuadraba, enfocaba y gatillaba. Arrastraba con la palanca para un nuevo fotograma y nuevamente a encuadrar, enfocar y gatillar.

         Casi sin darse cuenta caminaron tomados de la mano. Algo lo deslumbraba de ella y no era su pulóver color magenta. Tal vez su peinado asimétrico, quizás sus ojos llenos de noche estrellada y su sonrisa abizcochada.

         Cuando el sol empezó a estirar las sombras guiaron sus pasos hacia el café Tortoni: claramente era una tarde vintage pero eso no era lo principal del paseo. Repusieron fuerzas, charlaron, se rieron y emprendieron el regreso a casa. Hace 10.957 días la autopista a La Plata era una quimera aún y el acceso Sudeste resultaba –créase o no- la vía más recomendable. Otros tiempos, claro.

         A mitad de camino –ya en la ruta 36- él sintió que el otoño era particularmente primaveral entre ellos. Salió a la banquina y detuvo el motor. Sudaba como en verano. Ella le preguntó si se sentía bien; él le dijo que sí pero que no podía hacer todo a la vez y la miró a los ojos. Se rieron. Ella le dijo que sí.

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17 abr 18

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