lunes, 5 de agosto de 2024

Daikiri

          La cita era en una filial bancaria del centro platense para concretar en un mismo acto la compraventa de dos propiedades, dólares en efectivo. Loncho vendía su casa a un matrimonio al tiempo que compraba un departamento amueblado en Pinamar a una tercera persona.

         “Traten de no llamar mucho la atención, es mucha plata”, advirtió Loncho, temeroso. Si quería pasar desapercibido en un banco en hora pico atestado de empleados y clientes, Loncho no tuvo en cuenta que un traje color manteca con corbata y pañuelo sobresaliente en el bolsillo de arriba no era la mejor elección, pero se fue vestido así y nada malo sucedió.

         Escribanos y martilleros de por medio, se leyó la documentación, se entregó el dinero y cuando estaba a punto de estampar la firma que lo convertía en propietario del deseado departamento equipado en la Costa, Loncho preguntó: “Pará, ¿hay licuadora en el depto?”. La vendedora dudó, pero acabó diciendo que sí.

“Ah, porque si no, no lo compro. ¿Con qué hago los daikiri, si no?”.

         Loncho rubricó la escritura, todos respiraron hondo, y él se fue con su traje casi blanco, saboreando de antemano unos licuados de ron con fruta y hielo. Mucho hielo, bien licuado.

 


martes, 16 de julio de 2024

Cuerpo a tierra


          “Quierda, quierda, quierdaderechiquierda; re-doblado. Aaal-to. Soldados: la rotura de marcha se realiza con el pies izquierdo. ¿Tamo? Carrera march, cuerpo a tierra. Carrera march”.

          El cabo Baigorria (podía haber sido Torres o cualquiera de los otros) instruía a la tropa a su cargo  acerca del ejercicio de marcha. El suboficial, cordobés hasta las tripas, arrastraba inevitablemente las “r”; además, agregaba una “s” sobrante a “pie” y hablaba de “rotura” en lugar del tecnicismo “ruptura”. Y todo acababa con baile: cuerpo a tierra, carrera march, cuerpo a tierra.

          Creo que jamás en mi vida me había tirado cuerpo a tierra antes del servicio militar. Nunca tuve –ni tengo- agilidad ni plasticidad para el movimiento físico. Por lo tanto la simple perspectiva de lanzarme al suelo panza abajo como parte de una rutina cotidiana era en sí misma un desafío supremo para mí, y eso significaba que debía poner toda mi energía en ese simple acto. Sobre cardos espinosos, sobre pastos escarchados o sobre el cemento ardiente de la plaza de armas bajo un mediodía de verano, me zambullía de cara y pecho al piso poniendo las manos abiertas para frenar el impacto al ritmo del silbato o la voz de mi superior.

          Oficiales y suboficiales, y aún mis compañeros de colimba, se sorprendían de mi aplicación a la hora de hacer cuerpo a tierra. Me decían que estaba loco, que por qué me tiraba así, tan efusivo. No iba a revelarles que de todas las exigencias que implicaba la conscripción, era la que más me costaba y que sabía que hacerle frente sin pensar, me permitía disimular mi inutilidad para todas las otras actividades militares a las que también estaba obligado a enfrentar.

          Mientras estuve bajo bandera y más aún después de ello, el cuerpo a tierra se convirtió en símbolo de dificultad, de desafío a vencer. ¿Problemas laborales? Es hacer cuerpo a tierra. ¿Necesito un implante de cadera? Cuerpo a tierra. ¿Se incendió parte de la casa? Cuerpo a tierra.

          Cada día se presenta con dificultades que son desafíos que tarde o temprano tendré que superar. Cada nuevo día es un cuerpo a tierra al que ineludiblemente me deberé tirar.

sábado, 15 de junio de 2024

Como una flor

 


Ni Fabio Zerpa lo hubiese creído. El tipo estaba mirando las estrellas del cielo, oteando el infinito en alarde de su curiosa curiosidad. Algo lo encegueció de repente, otro algo lo ensordeció y un algo más lo sacudió en su generosa humanidad. Cuando se repuso, constató que el corazón aún le palpitaba. Y vio a su lado un nuevo objeto de su curiosidad.

“Linda piedra para el jardín”, pensó, pero comprendió que no era nada inanimado. Chiquito, negro, delgado, con ojos de noche estrellada (de allí había provenido), pero por sobre todo inquieto e inquisidor era eso con apodo de hormiga y había llegado a su lado –lo presentía- para nunca más despegarse de él. 

Comprendió que la taba estaba echada y que como cayó, quedó. Amigo de los desafíos, sabía que no querría una vuelta atrás. Que no se bajaría del escenario hasta que cayera el telón final. Que no conocía el libreto, pero que le gustaba el papel y también su partenaire.

 Pasaron muchos años pero la curiosidad sigue intacta. Y aunque finalmente no era una piedra sino una hermosa mujer, decidió ponerla en su jardín interior. Al fin y al cabo, no desentona –ni mucho menos- entre las flores.

 

 

 

Infancias

 

         Si no somos como niños –dice el Evangelio- nunca entraremos al Reino de los Cielos; los únicos privilegiados –dijo un general- son los niños. Todos llevamos un niño en un rincón del corazón –y esto no lo dijo ningún cardiólogo- al tiempo que los niños son la esperanza del mundo. Acerca de los niños, evidentemente, podríamos hablar largo y tendido. Niño bien, pretencioso y engrupido –dice el tango- y acá las cosas cambian de color.

          La infancia –oímos comentar - es como los impuestos de emergencia: uno sabe cuándo empieza, pero nunca se sabe muy bien cuándo y dónde termina. Varias décadas atrás, por lo menos, se sabía que la cosa se relacionaba con el estreno de los pantalones largos, pero nunca quedó muy claro qué cosa era consecuencia de cuál.

          Lo que queda claro, entonces, es que toda infancia tiene una época, y que cada época tiene su infancia. Y los chicos –nuestros hijos- son, de algún modo, nuestra propia proyección, nuestro reservorio de ilusiones y esperanzas, semillero de ideales. Que nadie nos quite la niñez, al fin y al cabo, que fue el comienzo de nuestra historia, esta que transitamos siendo adultos, añorando aquel tiempo de la infancia, cuando éramos simplemente niños.

 

jueves, 6 de junio de 2024

¡Mirá si voy a cansar, yo!

 ¿Vas a hacer asado? A mí me gusta venir a conversar cuando la gente hace asado. Ah, ¿pollo vas a hacer? Porque yo me aburro, entonces, cuando veo que alguno está prendiendo fuego en el fogón, vengo a conversar. Mi hijo me dice que yo la canso a la gente porque hablo mucho. Tiene miedo de que le espante a los clientes que le alquilan las cabañas, como vos. Él dice que vienen a descansar y no a escucharme a mí. Pero conversar es lindo. A mí me gusta porque me entretengo.

 ¡Qué lindo pooolloooo! Ah, se ve que es de campo, no como los del supermercado, todos inyectados con hormonas y que no tienen gusto a nada. ¿Usaste carbón? ¡Con toda la leña que hay acá!  Ah, no, se ve que carbón no usaste, si no te estarías llenando de chispas. El otro día un hombre prendió fuego con carbón que compró acá enfrente y era todo un chisporroteo. Cuando dejó de hacer chispas, las brasas no le alcanzaban ni para hacer tostadas. Tuvo que salir a buscar leña, con la interna, porque encima era de noche, como ahora.

 Allá va mi nieto, mirá. Tenés que ver cómo se entretiene con la computadora mi nieto más chico. Él hace dibujos, cartelitos y le ayuda a la madre con las planillas. En cambio yo, no sé ni prenderla a la computadora. En cambio mi nieta... Vos no sabés cómo cocina mi nieta. Mejor que la madre, cocina. ¿Y las pizzas? Las pizzas las hace mejor que yo; más ricas le salen. Lo mismo que las tortas fritas. Porque yo a las tortas fritas les pongo levadura. ¿Nunca le pusiste levadura a la torta frita? Te salen gorditas, riquísimas. Les hacés un agujerito con el dedo y las ponés en el aceite caliente para que se frían. Sin quemarte el dedo ni salpicarte; tenés que tener cuidado.

 El otro día hice milanesas y de postre, tortas fritas. Mi nieto se comió un montón así. Pobrecito, después se descompuso y se hizo caca. Colitis le agarró. Así que le tuve que lavar el calzoncillito y el pantaloncito. Hasta la colita, le tuve que lavar. Pero vieras qué linda le quedó la colita.

 ¿Nunca viste películas porno? Ayer estaba viendo una película porno y me agarró una cosa acá. Porque la que vi era de gente desnuda, qué se yo… Antes no se veían esas cosas. Bueno, antes en el cine no pasaban esas cosas; ahora las ves en televisión. Yo me quedé toda la noche con una cosa acá que me agarró después de ver la película. ¿Y a quién le iba a contar lo que sentía? Nadie dice que ve películas porno, de esas de desnudos que hacen cosas. Pero yo digo que todos deben verlas. Lo que pasa es que no le cuentan a nadie.

 ¿Por qué te lo estaba contando? ¡Ah!, por la colita de mi nieto, que se la tuve que lavar después de la colitis que se agarró de tanta milanesa y tanta torta frita. Ese pollo que estás haciendo también está lindo. Te va a quedar rico. Y si lo acompañás con papas, ni te digo. ¿Papas o ensalada vas a hacer? Bueno, te dejo antes de que mi hijo me rete. Dice que yo canso con las cosas que digo. ¡Mirá si voy a cansar, yo! Me voy, sí; no quiero que se moleste porque dice que molesto a los demás. Bueno, chau. Y buen provecho, ¿eh?

 enero 2004/junio 2024

martes, 14 de mayo de 2024

El legado del ingeniero Celedonio Iparraguirre

 

El legado del ingeniero Celedonio Iparraguirre

          Tres meses después de la muerte de su esposo, la viuda del ingeniero Celedonio Iparraguirre compendió que su vida había cambiado y que debía comenzar a actuar en consecuencia: necesitaba ordenar sus sentimientos, sus pensamientos y, por sobre todo, los muebles y los rincones de su casa. Por todas partes había papeles de su difunto esposo, más o menos ordenados pero a la vez dispersos acá y allá, esperando por sus dueños o por su destino de fogata.

          Carmela, la viuda del ingeniero Iparraguirre, comenzó por la mesa grande del comedor, inutilizada en más de la mitad por pilas de papeles, sobres y carpetas. Entre éstas, una de color negro tenía en su tapa un trozo de papel cortado a mano en la cual, escrito con marcador rojo, podía leerse “Dawnes”.

          La mujer conocía el apellido; era el de una de las muchas personas que cada tanto mantenían largas conversaciones con su esposo. La intuición la llevó a revolver el centro de mesa de vidrio violáceo con forma de cisne, regalo de casamiento de no sabía quién, pero que ni a ella ni a Celedonio les había gustado jamás aunque ninguno de los dos se atrevió nunca a revolear a la basura. Contenía infinidad de monedas, inútiles cospeles telefónicos, alfileres de gancho, prospectos de medicamentos, y papeles con direcciones y números de teléfono de diversa índole. “Dawnes”, leyó en el reverso de un boleto de tren, y un número. Llamó.

           Cuando hubo traspuesto el umbral, Dawnes le estrechó la mano, murmuró unas condolencias de circunstancia y acarició al cuzquito que lo olfateaba curioso. La viuda ofreció café, el hombre aceptó y se dispuso a recorrer con la vista la mesa coronada de amarillenta papelería: carpetas, cajas, sobres conteniendo hojas, documentos, mapas, fotografías. Todo era resultado de la pasión del ingeniero Celedonio Iparraguirre  en sus últimos años de vida: el pasado del pueblo donde el matrimonio había decidido sentar sus reales hacía ya un cuarto de siglo.

          La mujer comentó que, al parecer, su difunto esposo había dejado todo relativamente ordenado, como previendo el desenlace de su salud quebrantada, pero que no había alcanzado a devolver cada cosa a sus respectivos dueños. Por eso necesitaba que Dawnes la ayudara con el tema.

          El visitante le respondió que Iparraguirre le había hablado de una carpeta negra que le dejaría sobre la mesa por si cuando pasaba a buscarla él no estaba, pero nada le había referido acerca de su salud. Carmela le hizo notar entonces el papelito con su apellido en la carpeta negra apoyada en el borde de la mesa. Dawnes la hojeó como al pasar, acarició las tapas con la palma de la mano y sobrevoló con la mirada el resto de la superficie de la mesa abarrotada de papeles.

          Sorbió parte del café que le acercó la mujer –soluble del barato, casi frío y con demasiado azúcar- y pidió algo para escribir. La viuda de Iparraguirre le alcanzó una hoja y un lápiz. Dawnes cortó el papel en tiras y fue anotando en cada una: “Club de Fomento”, “Arq. Vendra”, “J M Coya”, “Prof.  Sánchez”, “Juliana Fernández”, según le parecía a quien podía pertenecer cada montículo de papel y las fue pegando sobre cada uno de ellos con cinta adhesiva que cortaba con los dientes de un rollito que encontró junto al teléfono.

          Dejó para el final un sobre ajado y amarillento. Contenía escritos y fotos diversas, difíciles de clasificar y saber a quién podían pertenecer. También había un mapa dibujado sobre tela con tinta, a pluma y pincel, fechado en la década de los ‘80 del siglo XIX. Con disimulo lo deslizó dentro de la carpeta negra con su nombre aprovechando que la señora del ingeniero Iparraguirre se entretenía, desde el sofá, acariciando el pelo suave del perro.

          Dawnes sorbió el resto del café del fondo del pocillo y le indicó a la mujer a quién devolver cada cosa. Ella agradeció la colaboración, él minimizó el asunto y partió caminando sobre las hojas crujientes del otoño, llevando la carpeta negra sujeta debajo del brazo.

 

          El  coronel (RE) Urbano Cristino Rosales, abocado a escribir la historia de la unidad militar emplazada en la región, volvía a pisar esa guarnición después de una década de haber dejado su jefatura. Le habían dado el contacto de un tal Dawnes, conocedor de la historia local y ahora estaban, frente a frente, compartiendo un almuerzo en el casino de oficiales del cuartel.

          Urbano Rosales no disimulaba su obsesión por confirmar el paso por esos parajes de las tropas protagonistas de la segunda invasión inglesa en 1807, y necesitaba que Dawnes le diera pruebas incontrastables del suceso. El historiador aficionado le reveló que sabía de qué le hablaba, que le había llegado el relato por tradición oral pero nunca había visto documentación que lo avalara. El coronel disimuló su frustración. Bebió un poco de vino.

          Dawnes le comentó acerca del ingeniero Iparraguirre y el militar afirmó que lo había conocido en sus tiempos de jefe de la guarnición castrense y que no sabía que había fallecido.

 -Una pena –dijo- Le presté copia de algunos documentos históricos y un mapa muy antiguo dibujado sobre tela. Nunca supe de dónde salió pero era una joyita en nuestro archivo. Me hubiese gustado recuperarlo-. A Dawnes se le atragantó el último bocado. Tomó un poco de agua.

 -Créame que el ingeniero Iparraguirre –retrucó Dawnes- nunca se hubiese quedado con algo que no fuera suyo. Doy fe -y se limpió los labios con la servilleta blanca que llevaba bordado el escudo de la unidad militar, sin poder quitarse de la cabeza la imagen de una carpeta negra.

                                                                                                                     Guillermo Defranco

11 jun 24

domingo, 12 de mayo de 2024

Necesito un ideógrafo

 

Necesito un ideógrafo

 

         Yo no sé si se llamaría así lo que me gustaría tener. Es algo que, casi con seguridad, no existe; y si existe, no debe estar al alcance de cualquiera.

          Yo lo llamo “ideógrafo”, pero lo que me imagino es un artilugio que tome nota de mis pensamientos y los escriba.

          Si bien soy de buen dormir, hay noches en que me ataca el insomnio y mi cabeza se llena de pensamientos, ideas de cosas para hacer y, sobre todo, temas acerca de los cuales escribir. Y paso dos o tres horas tratando de conciliar el sueño mientras esas ideas rondan en mi cabeza y me impiden dormir, descansar. Y si enciendo la luz para tomar nota, hacer apuntes, puede ser que me desvele por el resto de la noche.

          Lo malo de eso es que a la mañana, cuando me despierto con la sensación de haber descansado poco, tengo la certeza de que el insomnio fue muy creativo, pero no recuerdo cuáles son esas ideas que parecían muy buenas para implementarlas.

          Es lo que me pasa por no tener un ideógrafo, un aparato –por ahora imaginario- que tome nota de las cosas que se me ocurren mientras estoy tratando de dormir y ellas se interponen en mi camino. 

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