martes, 14 de mayo de 2024

El legado del ingeniero Celedonio Iparraguirre

 

El legado del ingeniero Celedonio Iparraguirre

          Tres meses después de la muerte de su esposo, la viuda del ingeniero Celedonio Iparraguirre compendió que su vida había cambiado y que debía comenzar a actuar en consecuencia: necesitaba ordenar sus sentimientos, sus pensamientos y, por sobre todo, los muebles y los rincones de su casa. Por todas partes había papeles de su difunto esposo, más o menos ordenados pero a la vez dispersos acá y allá, esperando por sus dueños o por su destino de fogata.

          Carmela, la viuda del ingeniero Iparraguirre, comenzó por la mesa grande del comedor, inutilizada en más de la mitad por pilas de papeles, sobres y carpetas. Entre éstas, una de color negro tenía en su tapa un trozo de papel cortado a mano en la cual, escrito con marcador rojo, podía leerse “Dawnes”.

          La mujer conocía el apellido; era el de una de las muchas personas que cada tanto mantenían largas conversaciones con su esposo. La intuición la llevó a revolver el centro de mesa de vidrio violáceo con forma de cisne, regalo de casamiento de no sabía quién, pero que ni a ella ni a Celedonio les había gustado jamás aunque ninguno de los dos se atrevió nunca a revolear a la basura. Contenía infinidad de monedas, inútiles cospeles telefónicos, alfileres de gancho, prospectos de medicamentos, y papeles con direcciones y números de teléfono de diversa índole. “Dawnes”, leyó en el reverso de un boleto de tren, y un número. Llamó.

           Cuando hubo traspuesto el umbral, Dawnes le estrechó la mano, murmuró unas condolencias de circunstancia y acarició al cuzquito que lo olfateaba curioso. La viuda ofreció café, el hombre aceptó y se dispuso a recorrer con la vista la mesa coronada de amarillenta papelería: carpetas, cajas, sobres conteniendo hojas, documentos, mapas, fotografías. Todo era resultado de la pasión del ingeniero Celedonio Iparraguirre  en sus últimos años de vida: el pasado del pueblo donde el matrimonio había decidido sentar sus reales hacía ya un cuarto de siglo.

          La mujer comentó que, al parecer, su difunto esposo había dejado todo relativamente ordenado, como previendo el desenlace de su salud quebrantada, pero que no había alcanzado a devolver cada cosa a sus respectivos dueños. Por eso necesitaba que Dawnes la ayudara con el tema.

          El visitante le respondió que Iparraguirre le había hablado de una carpeta negra que le dejaría sobre la mesa por si cuando pasaba a buscarla él no estaba, pero nada le había referido acerca de su salud. Carmela le hizo notar entonces el papelito con su apellido en la carpeta negra apoyada en el borde de la mesa. Dawnes la hojeó como al pasar, acarició las tapas con la palma de la mano y sobrevoló con la mirada el resto de la superficie de la mesa abarrotada de papeles.

          Sorbió parte del café que le acercó la mujer –soluble del barato, casi frío y con demasiado azúcar- y pidió algo para escribir. La viuda de Iparraguirre le alcanzó una hoja y un lápiz. Dawnes cortó el papel en tiras y fue anotando en cada una: “Club de Fomento”, “Arq. Vendra”, “J M Coya”, “Prof.  Sánchez”, “Juliana Fernández”, según le parecía a quien podía pertenecer cada montículo de papel y las fue pegando sobre cada uno de ellos con cinta adhesiva que cortaba con los dientes de un rollito que encontró junto al teléfono.

          Dejó para el final un sobre ajado y amarillento. Contenía escritos y fotos diversas, difíciles de clasificar y saber a quién podían pertenecer. También había un mapa dibujado sobre tela con tinta, a pluma y pincel, fechado en la década de los ‘80 del siglo XIX. Con disimulo lo deslizó dentro de la carpeta negra con su nombre aprovechando que la señora del ingeniero Iparraguirre se entretenía, desde el sofá, acariciando el pelo suave del perro.

          Dawnes sorbió el resto del café del fondo del pocillo y le indicó a la mujer a quién devolver cada cosa. Ella agradeció la colaboración, él minimizó el asunto y partió caminando sobre las hojas crujientes del otoño, llevando la carpeta negra sujeta debajo del brazo.

 

          El  coronel (RE) Urbano Cristino Rosales, abocado a escribir la historia de la unidad militar emplazada en la región, volvía a pisar esa guarnición después de una década de haber dejado su jefatura. Le habían dado el contacto de un tal Dawnes, conocedor de la historia local y ahora estaban, frente a frente, compartiendo un almuerzo en el casino de oficiales del cuartel.

          Urbano Rosales no disimulaba su obsesión por confirmar el paso por esos parajes de las tropas protagonistas de la segunda invasión inglesa en 1807, y necesitaba que Dawnes le diera pruebas incontrastables del suceso. El historiador aficionado le reveló que sabía de qué le hablaba, que le había llegado el relato por tradición oral pero nunca había visto documentación que lo avalara. El coronel disimuló su frustración. Bebió un poco de vino.

          Dawnes le comentó acerca del ingeniero Iparraguirre y el militar afirmó que lo había conocido en sus tiempos de jefe de la guarnición castrense y que no sabía que había fallecido.

 -Una pena –dijo- Le presté copia de algunos documentos históricos y un mapa muy antiguo dibujado sobre tela. Nunca supe de dónde salió pero era una joyita en nuestro archivo. Me hubiese gustado recuperarlo-. A Dawnes se le atragantó el último bocado. Tomó un poco de agua.

 -Créame que el ingeniero Iparraguirre –retrucó Dawnes- nunca se hubiese quedado con algo que no fuera suyo. Doy fe -y se limpió los labios con la servilleta blanca que llevaba bordado el escudo de la unidad militar, sin poder quitarse de la cabeza la imagen de una carpeta negra.

                                                                                                                     Guillermo Defranco

11 jun 24

domingo, 12 de mayo de 2024

Necesito un ideógrafo

 

Necesito un ideógrafo

 

         Yo no sé si se llamaría así lo que me gustaría tener. Es algo que, casi con seguridad, no existe; y si existe, no debe estar al alcance de cualquiera.

          Yo lo llamo “ideógrafo”, pero lo que me imagino es un artilugio que tome nota de mis pensamientos y los escriba.

          Si bien soy de buen dormir, hay noches en que me ataca el insomnio y mi cabeza se llena de pensamientos, ideas de cosas para hacer y, sobre todo, temas acerca de los cuales escribir. Y paso dos o tres horas tratando de conciliar el sueño mientras esas ideas rondan en mi cabeza y me impiden dormir, descansar. Y si enciendo la luz para tomar nota, hacer apuntes, puede ser que me desvele por el resto de la noche.

          Lo malo de eso es que a la mañana, cuando me despierto con la sensación de haber descansado poco, tengo la certeza de que el insomnio fue muy creativo, pero no recuerdo cuáles son esas ideas que parecían muy buenas para implementarlas.

          Es lo que me pasa por no tener un ideógrafo, un aparato –por ahora imaginario- que tome nota de las cosas que se me ocurren mientras estoy tratando de dormir y ellas se interponen en mi camino. 

Tragicomedia en el camposanto

 ​"Salió todo muy hermoso": Tragicomedia en el camposanto, en "Llamalo como quieras" de esta semana.

    


Como quien no quiere la cosa –me pasó hace más de veinticinco años-, de repente se te muere un ser querido y tenés que afrontar no sólo la perdida tremenda sino también los prosaicos trámites consecuentes.

          Entonces alguien te pasa el contacto de quien, independientemente de la funeraria a cargo del velatorio, representa a un cementerio privado y te vende una parcela para que tu familiar fallecido descanse en paz.

          Café de por medio, te asesora sobre ubicación y categoría de la sepultura, planes de pago, etcéteras inherentes y trata, a su modo, de que te sientas contenido. Más aún, la encontrás en el entierro –un momento de dolor, intimidad- y tras las últimas ofrendas florales abraza a tus condolientes –sin saber ellos de quién se trata- y al momento de despedirse, en el estacionamiento del camposanto, te dice, efusiva: “¡Salió todo hermoso; nos vemos pronto!”.

          Y vos le agradecés, pero en lo más profundo sabés que no hay hermosura en un momento como el que estás viviendo y mucho menos deseás volver a verla nunca más.

Podcast:
https://spotifyanchor-web.app.link/e/cmuwbXw4xJb

martes, 7 de mayo de 2024

Bruno brama en la bruma

 

Bruno brama en la bruma

             Abrumado en la pobreza, con hambre, Bruno brama en lobreguez de bruma tenebrosa, brazo en cabresto, hombro abrochado. Briznas sombrías brotan de sombrero de brocado bretón cebruno, sobre fúnebre librea abrigada de abrojos. Pelambre con brotes en penumbra. Siembra y lubrica la broca libre. Libra Braganza los libros hebreos. Sobran bragas de Brígida en brigada. Y embriagada.

En sobre cobrizo con timbre de Umbría o La Alhambra, Bretania o Brasil, Abruzzo o Bruselas, Brescia o Calabria, cubre el nombre labrado, y el hombre, cabrero y pobre, fabrica lumbre o candelabro. ¿Febrero o abril? ¿Septiembre u octubre? ¿Noviembre, diciembre? ¡Albricias: hay libras! ¿Cabrán cebras, cobras, lombrices y culebras en la cumbre brotada? Sobra brea en el pesebre de cabras y liebres. Son hembras. Breve bramido febril de lebrel con bretal.

Bruto, embretado, Bruno enhebra alambre a la sombra del brete y enjambre de brujas lo cubre de abrigos. Brinca ebrio sin libreto ni brújula, hay fiebre y calambre. Hay zozobra.

Bribón, brega por brócoli sabroso y salobre. Por hebras de fiambre y matambre o brebaje de brevas sabrosas, o urdimbre brisca de embriones de enhebro desabrido. Siembra brotes. Brotado, bruñe célebre bronce brilloso. No es broma el braille, desbroza y celebra el sobrino lombroso la brisa recobrada en Braña. Abraza de bruces la brasa bravía en lúgubre brocal; brinda brusco en la brecha su bronca por Brenda, la obrera brava del cobre. Abrupto culebrón de calibre. Costumbrismo de sobra y breve cerebro. Brota escombro. ¿Habrá Bruno bramado asombrado en la bruma?

Abracadabra.

 

Ñ

 

Cumpleaños de Núñez, la doña gruñona. Ñoquis, lasaña, garrapiñadas, piñata y piñones; coñac y champaña de añejos viñedos de ñaupa; borgoña de viña; champiñón y castañas.

Ñata sueña sueño y patrañas. Preñez en entrañas, retoño en pañales de aquel albañil, cuñado ermitaño. ¡Coño! Tiñe de añil corpiño de paño, miriñaque de armiño.

La seño Peñalba tañe el estaño. Rebaño de niños huraños de moño con roña se apiñan. Cada mañana la hazaña con maña añade enseñanza en la cabaña, en campiña, en campaña, tras la peña, la breña, el albañal. Artimañas de antaño.

En la cañada el bañero aliña bañador y pañuelo. Acompaña bañista, monseñor sin rebaño. Hay ruiseñor y araña, telaraña y musaraña; ñandú y ñandubay. Vicuña con pezuña, señal de daño, cizaña y alimaña. Acuña guadaña.

         Dueño tacaño de ceño bruñido, añicos la leña, piña y cañonazo en cañaveral. Se empeña en el baño, gruñe estreñido por un desengaño en la montaña, puñal con ponzoña, carroña en peñón. Señuelo de rapiña, muñón y sabañón, uña en otoño en meñique pequeño. Extraña.

          Restaña el escaño de su señoría –saña y calaña-, diseño de cuña, peldaño dañado de antaño. Añade cizaña señora tacaña, maraña de ensueño, pañoleta teñida, guiña pestañas, regaña a los niños –tienen lagañas-, reseña muñecos de paño este año.

         Enseña cariño entre compañeros, rasguña el barreño, miñón en añicos; se empeña mañera, no es madrileña, salteña o jujeña; lo añora de añares: señera porteña.

 

 

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