En un pueblo lejano, cuatro o cinco vecinos se arrogaban ser los artífices de las mejoras del barrio: el agua corriente, las cloacas, el gas natural y el alumbrado de las calles eran fruto de su lucha sin cuartel contra la burocracia estatal.
Unos lo relataban como una gestión colectiva; otros, curiosamente, se vanagloriaban de ser los solitarios artífices de los mismos logros en una suerte de disputa arrogante y estéril.
Punto y aparte.
En cierta ocasión un miembro de la élite culturosa de ese pueblo increpó a un vecino común por haberse apoderado de la historia local y de haber entrevistado a la última descendiente de los fundadores de la comarca siendo que él lo había hecho con anterioridad, cosa que le daba cierta preeminencia, según su parecer.
El aludido le respondió que su oficio era el de entrevistar gente, contar lo que le decían y relatar historias y que no se sentía dueño de nada ni de nadie. El hombre con cara y aspiraciones de prócer le dijo que siendo así, de ahí en más dejara de tratarlo de “usted” y comenzara a tutearlo. Creyó haberse ganado la amistad y el respeto del otro cuando sólo obtuvo su pena y su rechazo.
Punto y aparte.
Por lo menos tres personas aseguraron haber sido únicos fundadores del scoutismo en el mismo pueblo. A los tres hubo que creerles dado que no había documentación que sostuviera lo contrario.
Punto y aparte.
Tres mujeres juraron haber estado al cuidado del cura del pueblo al momento de exhalar él su último hálito y dijeron haberse quedado con su bastón. El religioso cerró sus ojos con fama de santidad y la causa de su beatificación está en su primer peldaño. El día que ésta finalice, habrá tres reliquias mal habidas que se atribuirán ser el bastón del santo.
La galería de próceres de aquel pueblo tiene más postulantes que pedestales disponibles; personajes con aspiraciones a quienes les calza aquello de creerse los únicos y no ser ni siquiera uno de ellos.