La
historia es absolutamente veraz. Nos la relató uno de sus protagonistas y por
respeto a los involucrados en ella todos los nombres que daremos aquí serán
ficticios. A algunos no les importará, pero otros se podrían sentir heridos en
sus sentimientos.
El
escenario de los hechos es una de las muchas casas familiares de la calle
Pellegrini en la cuadra del 900 de City Bell. La vivienda está bastante
cambiada hoy en día, después de casi dos décadas de que los Guchi –insistimos, un apellido que no se
corresponde con el verdadero- la vendieran a quien no es el propietario actual.
Luis Guchi y su esposa Josefina la habían comprado con mucho
esfuerzo hacia la década de 1960 casi como un compromiso de honor. Con ellos se
mudó también la abuela Ana –la mamá
de ella- y con el tiempo se sumaría además doña Irene –progenitora de Luis-, con su cabello albo peinado hacia
atrás y su nariz filosa y levemente saltona. Vivían hasta entonces en Ensenada,
donde habían nacido sus tres hijos y cosechado una ponchada de amistades. Uno
de ellas era Mingo, quien se había
casado con la hija de una familia vecina y se había afincado en un chalet de la
calle Cantilo en el por entonces tranquilo City Bell.
En
un gesto que cambiaría por siempre la vida de Guchi, hacía tiempo que Mingo le había
regalado una bobina de hilo, ese que se usaba mucho para atar paquetes en los
tiempos en que las bolsas de polietileno eran algo de ciencia ficción y todo se
envolvía en papel y se ataba con piolín. “Antes
de que se te termine este ovillo tenés que venirte a vivir a City Bell”, le
dijo en una suerte de pacto de caballeros.
Mingo
murió joven poco después, y para Luis el pronunciamiento de su amigo cobraba
más fuerza que antes: “Era un compromiso
asumido y no podía defraudar a un amigo, aunque él ya no estuviera para verlo”,
confesó el esposo de Josefina una tarde de mates en la cocina de la calle
Pellegrini.
Pasaron
algunos lustros, Josefina y Luis Guchi partieron con igual rumbo que su amigo;
ya habían fallecido también sus respectivas madres doña Ana y doña Irene, las
consuegras que vivían refunfuñándose mutuamente como dos adolescentes. Fue así
que compró la casa un vecino quien, a su vez, la volvió a transferir.
Una
tarde más cercana al hoy en que paseaba por City Bell en compañía de su pareja
y sus suegros, el más chico de los Guchi decidió dar una vuelta por su antiguo
barrio. Encontró pavimento y cordones de hormigón ocultando el histórico fango
de la Pellegrini y el recuerdo de algún vecino esparciendo diarios doblados en
dos para pisar sobre ellos y poder cruzar la calle sin perder un zapato en el
barro. Encontró también a su casa bastante cambiada, al menos en su apariencia,
y al propietario que cortaba el césped en la vereda.
Hombre
joven, de la edad de quienes tienen todavía el empuje de los primeros años de
un proyecto familiar y como si toda su vida hubiese vivido allí, preguntó a los
forasteros si buscaban a alguien. Guchi hijo le respondió que le estaba
mostrando a sus acompañantes la casa donde se había criado.
-
¿Vos sos Guchi? –preguntó el vecino, mientras dejaba las herramientas
a un lado.
-
¿Cómo sabés?
-
A mi casa la llaman “lo de Guchi”, pero yo no los conozco.
De ahí a pasar al interior fue sólo un
instante. Estaba casi como el visitante la había proyectado reformar en un
trabajo práctico en su paso por las aulas de Arquitectura, algo que su familia
nunca había concretado. En la cocina con su nueva disposición hacía sus
quehaceres la dueña de casa quien, también, se mostró amistosa y hospitalaria.
Por la ventana se veía corretear en el fondo a la pequeña hija y Guchi no pudo
reprimir el recuerdo de las lejanas tardes de juegos con sus hermanos.
De la conversación entre los adultos surgió
una cuasi confesión de los anfitriones: su hija les había relatado muchas veces
que hablaba con “la abuelita” y les
describía a una señora viejita, canosa, con el pelo hacia atrás, con nariz
delgada pero notoria… Ellos no veían ni oían a nadie, sólo a su hijita en
entretenida conversación con alguien invisible e inaudible.
Pero un día su mamá pudo verla: era una
anciana como la que describía la pequeña; también vestía un saquito de lana
marroncito prendido con botones y caminaba por la casa con un paso corto pero
apurado.
Guchi no pudo menos que preguntar en qué
lugar de la casa la había visto la nena. Se quedó sin aliento cuando le dijeron
en cuál habitación: la misma en la que otrora dormía su abuela Irene, la de cabello
albo peinado hacia atrás, y su nariz filosa y levemente saltona quien de entre
casa usaba, habitualmente, un saco tejido color beige con botoncitos asomando
por los ojales y caminaba con paso corto pero apurado aunque no fuera a ninguna
parte.
Los padres de la nena dijeron que ella no
se había sentido alterada tras las conversaciones con la abuelita, así que no se preocuparon. Más aún, la mamá agregó que
para ella era una tranquilidad saber que no se quedaba sola cuando su esposo no
estaba. De alguna manera se sentía acompañada.
Debe ser que doña Irene Guchi añora aún los
tiempos de la Pellegrini de barriales y faroles apagados, aferrada quizás al
estigma familiar de abrir las puertas de la casa a todo el que llegue a ella;
de atenderlo, de reconfortarlo, de brindarle todo lo poco que siempre habitaba
las alacenas pero también todo lo mucho que rebosaba de sus corazones. Su alma escapó
del camión de mudanzas y se quedó en la casa provocando al alma de su consuegra
Ana buscándose mutuamente motivos para pelear. O tal vez eligió perpetuar el
pacto de amistad entre su hijo y Mingo de mudarse para siempre a City Bell
antes de hacer un moño con la última hebra de aquel carretel de hilo de atar
paquetes.
Vaya uno a saber. Los que tenemos el alma
envuelta en un cuerpo no entendemos mucho de esas cosas.
07 may 21