jueves, 31 de diciembre de 2020

El año en que vivimos asomados

Se acaba el año. Un año que jamás pensamos que sería lo que fue. Difícil, largo pero a la vez cortísimo por lo poco productivo. La cuarentena me dio pie a mí para rehabilitar un lugar muy querido de la casa, para poner otros en condiciones, ordenar mis archivos, dedicarme a mi próximo libro que, en menos de un mes, comienza a diseñarse. No quiero poner en la balanza todo lo que no me permitió concretar.


2020 fue el año en que vivimos asomados. Asomados a la ventana para ver qué pasaba afuera cuando no teníamos la necesidad o la obligación de salir por no pertenecer a actividades esenciales. Asomados a los números de contagios de cada anochecer. Asomados por encima del bozal (barbijo, tapaboca) ocultando tras una fina tela todo rictus facial de la mitad de la nariz para abajo. Asomados como los ojos como por encima de la sábana cuando miramos una película "de miedo" en la cama. Asomados, claro, a la esperanza de que el Covid pase de largo por nuestras vidas. Asomados a la gratitud aquellos que tuvimos la dicha de ésto último. 


Como cada año, acunamos en nuestras manos y nuestro corazón la esperanza de que a partir del 1º de enero todo será mejor. Una esperanza que tantas veces dejó de ser tal, que fue estéril. Dicen que cuando uno desea algo debe hacerlo con mucha fuerza, con fe, con la certeza y la convicción de que se logrará. 


Asomémonos una vez más pero esta vez al horizonte de 2021. Sería terrible que fuera peor que 2020, el año que, como una película de terror, llegó al fin; the end, dicen las películas de Hollywood.
Terminaste, 2020. El año en que vivimos asomados.

sábado, 19 de diciembre de 2020

Consejero sentimental

La historia me sucedió el 12 de noviembre de 1997, mientras cumplía 37 años.

Dos meses antes, en 24 horas había perdido mis dos trabajos y salvo fierro caliente, creo que agarraba lo que viniera. De allí surgió esta crónica que publiqué luego en City Bell-Hechos & Personajes y recopilé en mi primer libro Crónicas citybellenses.

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          Toda una ironía: en tiempos de la desocupación menemista ir a pedirle trabajo a alguien al que apodan “el Turco”. No conseguí conchabo pero muy posiblemente haya recompuesto una relación matrimonial ajena y en zozobra.  Al fin de cuentas el resultado puede no haber sido malo.

 Escritor se necesita

          La conversación telefónica había sido bastante ambigua, sin abundar en detalles. Hasta parecía que el Turco estaba bastante desinteresado en el asunto, pese a que andaba buscando a alguien que le hiciera un trabajo. Sin embargo acordamos para aquella tarde de noviembre y yo, desocupado, iría a verlo a cierta catacumba de un ministerio de la capital provincial.

 

          Llovía de tal manera que el propio Noé hubiese empezado a preocuparse por clavar maderitas una al lado de la otra, pero igualmente concurrí a la cita. El Vasco -mi camarada desde el Jardín de Infantes hasta finalizar la facultad- me había dicho que era un compañero de laburo de él, que buscaba a alguien que escribiera bien, pero no me había contado mucho más. No sabía en realidad para qué lo quería. Y como yo había sido buen alumno del mítico Enrique Francisco Lonné en el colegio Estrada, fui confiado y esperanzado.

 

          Esperá que se vaya la Gorda y te hago pasar”, me dijo el Turco en el hall del edificio mientras yo sacudía mi currículum empapado por la lluvia. Y así fue. El anfitrión me invitó a sentarme luego de que su compañera de oficina se despidiera y, escritorio de por medio, amenazó con unos mates.

 

          “¿Qué necesitás?” disparó con naturalidad. Entendí que la cosa no estaba clara, y el Turco empezó a animarse. “Por teléfono no te pude decir mucho, porque la bruja de mi mujer estaba escuchando desde el otro aparato, ¿sabés? Y este es un trabajito para mí”. Continuaba sin entender pero seguí guardando silencio. “Estoy casado y tengo hijos -continuó el de la catacumba-, pero conocí a una minita que labura acá, en la limpieza. Ella también está casada, así que no nos podemos ver en cualquier lugar, ¿me entendés?”.

 

Amores de antología

        Está claro que yo no entendía nada, pero seguí escuchando. El Turco abrió un cajón de su escritorio y sacó dos cuadernillos tamaño oficio, escritos a máquina, uno de los cuales  con algunos dibujos coloreados con lápiz. “Lo que pasa es que cuando nos encontramos hablamos de lo que hicimos en el laburo, de lo que hicimos el fin de semana, y ahí se nos acabó la conversación -explicó haciendo una pausa para retomar después-. Entonces le pedí a algunas personas que me escribieran cosas y frases lindas; pero fijate que acá hay como cincuenta hojas, y si mirás lo que yo subrayé, no alcanza a una carilla. El otro día me compré un libro y en total no debe haber cinco hojas con cosas que yo le pueda decir a la chica. ¿Entendés?”. Empecé a entender.

 

          Turco -me animé- ¿vos no estarás recopilando pensamientos y frases ajenas para editar un libro con tu firma, no?”.  No, no. Para nada”, tartamudeó el marido infiel. Le expliqué que lo que él buscaba no se lo iba a poder hacer ni García Márquez, porque los enamorados tienen sus propios códigos, y que si bien a la mujer le gusta devorarse los éxitos comerciales de Leo Buscaglia (recuerden: 23 años atrás), mucho más le gusta lo que surge del corazón del ser amado.

          El Turco no parecía muy convencido. Más bien parecía más preocupado que antes porque sencillamente la relación paralela que mantenía se tornaba aburrida a los quince minutos de empezar la conversación. A esa altura del anochecer, el que buscaba trabajo –es decir, yo-  se había convertido en una mezcla de consejero sentimental con psicoanalista y le sentenció: “Lo que vos tenés que hacer es cortarla con esa chica, sincerarte con tu mujer y a partir de ahí decidir qué hacer con tu vida. No necesitás que nadie te escriba nada”.

           El buscador de escritores devenido en paciente-litigante bajó la mirada y cuando ya parecía resignado, contraatacó: “Yo estoy dispuesto a pagarte lo que cuesta un libro”.  Le expliqué que hay libros que van desde un peso hasta unos cuantos billetes de los grandes, pero que tomando el precio promedio de un best seller, como un grandísimo favor a él podría escribirle como mucho unas cinco carillas. Y que ya me estaba regalando.

           Como puede suponerse no hubo acuerdo laboral posible. Sencillamente yo estaba convencido de que no podría satisfacer las expectativas del solicitante y, aún así, un olorcillo turbio envolvía al asunto.

 Final abierto

          Nunca supe qué fue de la vida del Turco pero cuando llegué a casa, acaricié a Laura y a José y supe que si bien seguía sin trabajo, no necesitaba que nadie me escribiera cosas lindas para decirle a una mujer. Ni a la mía ni a ninguna otra. Y que tampoco necesitaba de una segunda relación.

           La confabulación turca no podría con mi familia, un valor mucho más importante para mí y único sostén al cual aferrarme en la deriva de la desocupación, del desamor, de la globalización. Todavía no sé es si el tipo era un ingenuo o un cretino. Pero después de la charla que tuvimos, lo más factible es que el Turco se haya hecho monje adoratriz.

Enero, 1998

 

 

jueves, 17 de diciembre de 2020

La peluquería


Un domingo al mes –poco más o menos- mi papá nos tomaba de la mano a los dos y nos llevaba caminando a la peluquería, a dos cuadras de casa. Aquellos años ’60 eran los de la media americana: bien cortito “abajo” y un poco más largo, como para peinar, arriba.

 

La peluquería era, en sí, el patio de la casa de los Del Tufo-Marino. Tengo entendido que don Francisco Del Tufo arribó a estas playas desde Italia en la post segunda guerra y de a poco fue trayendo a su familia. Además de sus hijos y su esposa vino también la hermana de ella con los suyos, de apellido Marino. No sé bien si vivían todos en la misma casa, pero en el patio de Del Tufo Gianni y Enzo Marino cortaban el pelo, sus hermanos arreglaban zapatos, su mamá o su tía cosían para afuera. En el frente de la casa había dos locales. Uno de ellos lo ocupaba Rufino Ramírez con su kiosco multipropósito al que nadie llamaba “Rute Bell”, como rezaba el cartel, sino simplemente “lo de Rufino”. El de al lado lo explotaba don Francisco con no recuerdo qué rubro.

 

Lo cierto es que a mí me sentaban en una silla de paja bajo la parra familiar. Me ponían el inmenso babero (creo que se llama “tocador”) celeste ajustado al cuello y Gianni arremetía mi cabellera ondeada con su temeraria maquinita cortapelo. Yo a veces lloraba: no sabía si me quejaba porque sentía que me tironeaban el cabello o porque trataba de respirar con esa suerte de sábana apretándome el cogote. Hubo de pasar casi treinta años para que mi hijo le pusiera nombre a esa sensación de ahogo, de cuello oprimido sin importar la causa: “tengo cogotera” dijo un día, y yo supe exactamente qué era lo que sentía.

 

Pero ni a mi viejo ni al peluquero les importaba. Para ellos mi llanto era una manía de macaco, un mero capricho. “Mirá qué bien que se porta tu hermano” me decía Gianni, y mi bronca aumentaba. A Enzo, que era más joven, ya lo recuerdo cortándome el pelo en el local en el que se instalaron poco después, una cuadra más allá, cruzando la calle, y yo me cortaba indistintamente con cualquiera de los dos o de los peluqueros que se fueron sumando con los años.

 

Eran los tiempos, también, en que mi papá tenía pelo para cortarse. Pocos años después su frente se fue ampliando y de su jopo ondeado que domaba a fuerza de gomina sólo le quedaron cinco piolineos rebeldes que él seguía peinando con esmero como el resto del cabello que rodeaba su pelada.

 

Es que esa ondulación me ha dado qué hacer también a mí. Recuerdo que mi viejo compraba unos sachets grandes de gomina “York” y los fraccionaba en frascos más chicos. Para ir a la escuela yo me mojaba el pelo, metía dos dedos dentro del envase y sacaba toneladas de fijador para aplanarme la pelambre. Mi papá no entendía por qué la duración de la gomina era inversamente proporcional al avance de su calvicie.

 

No hace muchos años Oreste Del Tufo (primo de los peluqueros) me mostró una foto escolar de 1938, de un tercer grado de la Escuela nº 12. “¿A ver si reconocés a alguien?”, me dijo. Increíblemente veo en el montón de guardapolvos blancos y almidonados para la ocasión a mi hijo, que en ese momento estaba también en tercer grado. Es decir: en la foto estaba su abuelo a los ocho años, con los mismos ojos grandes y, por supuesto, la misma ondulación capilar que viene, por lo menos, desde el papá de mi papá.

 

No debe haber muchos casos, pero seguramente no soy el único. Excepto mientras cumplí con el servicio militar, siempre me corté el pelo en la misma peluquería, que es como un pedacito de mi casa. Con Enzo, con Gianni, con sus hijos Miguel y Juan Pablo y con Isidoro Rocha, el entrañable paisano que deja a un lado la rastra, el facón y el apodo de “Tata Fierro” cuando empuña las tijeras, el peine y la navaja desde hace tres décadas en la peluquería renovada de los Marino. Aquella que empezó debajo de una parra en un patio de inmigrantes.

17 dic 20

 

 

domingo, 25 de octubre de 2020

Un anotador chiquito

          Mide unos cinco por ocho centímetros, con unas cincuenta hojas en celeste y rosa en papel finito y ordinario, ya descolorido. Enrique supo enseguida que era un remanente de cuando tenía el negocio cerca de la plaza primero y unas cuadras más lejos del centro, después.

          Lo encontró acomodando la biblioteca, dentro de una caja que hacía años que no revisaba y al arquearlo levemente y pasar con ligereza las hojas con la yema del pulgar afloró un recuerdo que ni sabía que tenía en un rincón de la memoria.


 Era un anotador hecho con sobrantes de imprenta. Había aprendido a hacerlos en el taller de Elsa y Osvaldo: el papel sobrante de los cortes se agrupaba por tamaño, se les pasaba cola diluida en uno de los cantos y se les ponía un peso encima; podía ser algunas resmas o una bobina de papel. Si la guillotina no estaba ocupada, se aprovechaba el pisón para usarlo como prensa. Luego se sacaba el excedente de cola y se lo dejaba secar hasta el día siguiente. Se los refilaba y se los ponía de oferta en la punta del mostrador. Volaban en cuestión de horas.

          Este bloquecito multicolor, recordó Enrique, era de los que le vendía Fabián, un insólito personaje que quincenalmente pasó por su librería durante tres o cuatro meses. De pelo castaño claro siempre bien peinado, Fabián era una mezcla de Arnold Schwarzenegger y Richard Gere con cuarenta años menos. Vestía camisa y corbata impecables debajo de un sobretodo azul de buen corte, pantalón con raya al filo y zapatos de lustre resplandeciente. Lo acompañaba siempre un maletín de cuero donde portaba una única mercadería: anotadores confeccionados con papel de descarte de alguna imprenta. La impronta pulcra de Fabián daba mucho más para ejecutivo empresarial que para vendedor ambulante, sin desmerecer al laburante que gasta mediasuelas ofreciendo con honestidad su mercadería.

          Afable y conversador, Fabián sabía hacer su trabajo y más también. Un día le elogió a Enrique la remera que llevaba puesta. Le había pintado a mano el logotipo de su comercio –faltaba mucho para que el estampado en caliente y la sublimación sobre tela se popularizaran- combinando rojo, negro y amarillo sobre la tela blanca.

 -        Te queda muy bien –le dijo Fabián. Enrique lo tomó como un cumplido sin importancia.

-         -        ¿Te gusta?

-         -        Sí. Te queda muy bien –volvió a decirle- y vos tenés buen lomo.

 Ahí Enrique se desorientó. En sus treinta años era la primera vez que se lo decían. Más aún, era la primera vez que no le subrayaban su gordura crónica.

 -        -         Tendrías que hacer unas fotos –disparó Fabián-.

-         -        ¿Fotos?

-      Sí. Además tenés un buen perfil y ojos grandes. ¿Nunca te lo dijeron? -Enrique empezó a sudar. La sociedad argentina evolucionó mucho en los últimos treinta años, pero por ese entonces las cosas no eran como ahora-. Dale, animate. Somos varios chicos.

 A Enrique le terminó de caer la ficha. No supo cómo –tampoco se acuerda con qué palabras- pero le explicó a Schwarzenegger-Gere que estaba equivocado. Que todo bien con los anotadorcitos de papel que le vendía, pero que con lo demás no la iba. El del sobretodo no contestó, guardó la mercadería en el portafolio y se fue entre confundido y desilusionado.

 Quince días después Enrique lo vio, a través de la vidriera, pasar por la vereda opuesta, nariz al frente pero posiblemente mirando de reojo hacia el negocio. Fue la última vez que se lo vio por el barrio y Enrique respiró hondo, aliviado.

 De todo eso se acordó cuando encontró el anotadorcito adentro de una caja y decidió ponerlo en uso, al lado del teléfono. Le contó la anécdota a su esposa sin poder creer él mismo que no la había recordado en tanto tiempo.

 -         -     Un anotador chiquito, mirá vos-, dijo. Y se rieron a carcajadas.

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25 oct 20

sábado, 3 de octubre de 2020

Remembranza lujanera

 Este año la pandemia de Covid-19 obligó a una pereginación a Luján "virtual". Me trajo recuerdos de mis tiempos de peregrino.

    Diez años fui peregrino a Luján. Es decir, diez veces peregriné a pie a Luján. Las primeras veces fueron en 1986 y 87, cuando la diócesis platense fletaba un tren especial y vendía pasaje de ida y vuelta, a tarifa de promoción. Era muy extraño eso de subirse al tren en La Plata y bajarse en Haedo sin hacer transbordo alguno. Dado el contexto, podría decirse que era milagroso. Las otras veces fueron entre 2001 y 2008 luego de casi una década de decirle que no a Guillermo Lubrani, peregrino empedernido a la basílica de la Patrona. 
 


    Con la parroquia de Villa Elisa o la de Gonnet con grupo de apoyo y micro, las cosas fueron mucho menos tediosas que los dos primeros años. Octubre, en su primer fin de semana, se convirtió entonces en la cita no sólo con la Virgen sino con un grupo de gente inolvidable: Cristina Cusimano, Eduardo “Coco” Schelloto, Lubrani, Patricio Mulhall, Gustavo "Opi" Hoyos y un grupo de cinco o seis que siempre caminaban junto a él los 50 kilómetros de plegaria. Y entre muchos otros viene a la memoria Elvira, una señora que por entonces superaba las siete décadas y ya todo sabíamos: no había que esperarla en las paradas; ella le pegaba de un tirón y en menos de ocho horas llegaba a Luján, escuchaba misa dos veces y se sentaba a aguardar la llegada del resto.
 
    Parte del ritual era la foto grupal en la plaza de Haedo que tomaba Hoyitos luego de usar los sanitarios de la escuela religiosa de enfrente, y empezar a descontar metros, cuadras, kilómetros.
Uno podía dejar su mochila o bolso en el micro y salir con lo indispensable en una riñonera, por ejemplo, donde no faltaba el medio litro de agua mineral. La experiencia había enseñado, por ejemplo, a estrenar medias de algodón y ponérselas del revés, de modo que la costurita de la puntera quedara hacia afuera disminuyendo los riesgos de ampollas a causa de ella. Unos cambiaban medias y renovaban talco en cada parada; otros, optaban por no quitarse el calzado hasta el momento de llegar, excepto que apareciera alguna molestia.
 
    Otra cuestión era que si bien íbamos en grupo, cada cual llevaba su paso, su ritmo. Me sorprendí una vez que al llegar a General Rodríguez –última parada y decisiva, porque luego se viene la noche y no habrá reencuentro con el micro hasta Luján, además de ser la más larga- y pregunté a quien llevaba el control de quién llegaba y quién faltaba si ya estaban todos, me respondió que yo era el segundo en llegar. Había tomado mi paso en la certeza de que era más lento que mis compañeros, mucho más delgados y deportistas que yo. Sin embargo, mi capacidad en la caminata era mucho mejor que lo que hubiera imaginado.
 
   Llegar al segundo puente (treinta y siete cuadras antes de la meta, o treinta y siete kilómetros, ¿qué más da?) era encontrar sacerdotes y diáconos bendiciendo a quien lo desease y los boy scouts repartiendo pan con mate cocido. Casi casi, una Eucaristía. Uno podía confesar con los sacerdotes, además. Pero esa bendición y ese alimento eran capaces de aflojar al más duro, sacar lágrimas del más necio, llenar de sol la noche de Luján. Y constituyó siempre, para mí, un momento cúlmine.
 
    Algunas veces hice un tramo arriba del micro, otras estuve a punto de abandonar, pero mi amigo me puso una mano en el hombro de mi espíritu y, descansando un poco, animándome mucho, me llevó hasta la Basílica.
 
    Resuena en mí todavía la ocasion en que las campanas daban las 12 de la noche en consonancia con mi pie que pisaba la plaza. Me había costado esa caminata, y la coronaba así.
Muchas veces ni entré al templo. Me bastaba con llegar, contemplarlo desde afuera, llorar. Porque además de pedir o agradecer por la familia, la salud, el trabajo, yo fui cada año pidiéndole a María poder sentir una mínima parte de la fe de la mayoría de los peregrinos.
 
    Una vez en Luján, el mayor deseo era llegar al micro (no siempre cercano, aunque todo es lejos para quien viene de caminar cincuenta kilómetros), hidratarse, tal vez algo caliente, y sentarse en su asiento a esperar a los demás, saber cómo estaban, si faltaba alguien.
 
    En una de las tantas previas escribí un texto que acabo de encontrar y recordar. Lo dejé tal cual, sigue vigente.
     
Un murmullo de pasos y pisadas.
Un murmuro de rosarios y plegarias.
Lágrimas de emoción y de dolor.
Y una aguja rematada en cruz
que se deja ver y que se oculta
entre el cielo nocturno de Luján.
La meta es tu casa, Madre. Ya queremos llegar.
Un año entero llevamos esperando esta meta
y no queremos aguardar más.
Este es el mes del encuentro,
nos queda un tramo, no más.
Asomate a tu puerta.
Salimos para allá.

 

martes, 29 de septiembre de 2020

Pueblo chico

        Aún cuando está tropezando con la cifra de casi cien mil almas, la localidad de City Bell sigue conservando algo de su espíritu de pueblo chico. Y se es pueblo chico cuando, más allá de todo censo y de toda estadística, los pobladores conservan la memoria de los antiguos vecinos; cuando los descendientes de aquéllos siguen afincados en el terruño y se siguen reconociendo y saludando cada vez que se cruzan en la calle.

 

          Entonces en el texto que sigue, porque toca a la historia del país pero involucra a por lo menos tres familias con muchos años en el pueblo –más de 80 en el caso de una de ellas- no se usarán nombres y apellidos reales sino ficticios. Para no herir susceptibilidades, para no remover rencores; porque se trata de sucesos acaecidos hace casi seis décadas y podría calificárselos de anecdóticos si se los despojara del contexto político en que se produjeron. Pero encierran dolor. Dolor de pueblo chico.

          Entre 1962 y 1963, como si lo endeble de la democracia argentina no fuera suficiente, nuestras Fuerzas Armadas eran la caja de resonancia de los ecos de la Guerra Fría y de la mal llamada Revolución Libertadora. El Ejército era la Fuerza en la cual las aguas estaban más divididas. Azules y Colorados se denominaban las facciones que pugnaban por recuperar el poder político del país, unos para perpetuarse en él y otros para buscar desterrar definitivamente toda lo referencia al peronismo.

          En realidad, ambos grupos compartían la alineación con Estados Unidos en la Guerra Fría y la necesidad de combatir al comunismo, pero discrepaban sobre la modalidad y el perfil profesional que debían tener las Fuerzas Armadas. Los Azules admitían rehabilitar de modo restringido al peronismo proscripto, mientras que los Colorados lo equiparaban con el comunismo y querían erradicar a ambos en forma definitiva. Hacia 1962, cada bando luchaba para lograr el control castrense y constituirse en tutor de la política nacional.

          El 29 de marzo de ese año Arturo Frondizi se vería obligado a abandonar la Presidencia de la Nación y ceder su lugar al vicepresidente José María Guido, en una suerte de transición hasta las elecciones de 1964. Hay que decir que la Armada tuvo también un rol preponderante en el conflicto, que ya se había extendido a otras provincias.

          La camarilla Colorada había logrado dominar unidades clave del Ejército, lo que impulsó la contraofensiva Azul. El 2 de abril de 1963 las tropas Azules al mando del general Alejandro Agustín Lanusse salieron de Campo de Mayo para recuperar La Plata y Punta Indio. Por otra parte, Santa Fe, Córdoba y Jujuy se encontraban entre los puntos más conflictivos. Radio Provincia y radio Universidad, en poder de las fuerzas Coloradas, exhortaron a evacuar las viviendas cercanas al Batallón 2 de Comunicaciones de City Bell –actual Agrupación 601-, en poder del bando Azul, para prevenir posibles bombardeos.

          Lanusse conocía muy bien al 2 de Comunicaciones. En los tiempos en que sus instalaciones constituían la Estancia Grande, propiedad de la familia Bell, allí celebró su casamiento con Illeana, nieta de Jorge Bell, meses antes de que el Estado expropiara esas tierras para instalar la unidad militar. Un viejo vecino, que era un chico por aquellos años y trabajaba en la estancia, ha referido más de una vez que con otros compañeros se apostaron ese día en la tranquera de ingreso y que no fueron despreciables las propinas que recibieron de los invitados.

          Vayamos, entonces, al nudo local de nuestro relato. Barriales (recordemos que las identidades son ficticias- vivía en una esquina del camino Centenario, a unos cuatrocientos metros del Batallón. Era por entonces un muy joven oficial de la Marina, con esposa e hijos.

          Casi enfrente, sobre la calle lateral, vivía con su esposa, sus hijos y sus suegros, Bianco (insistimos, el apellido es inventado). Bianco era militante peronista de la primera hora con una actividad política en receso obligado; o casi.

          A unas veinte cuadras de allí vivía Molino (que no se llamaba así), un suboficial de la Marina retirado desde hacía algo más de una década gracias a su desencanto personal con la Fuerza. Tras su retiro había sido presidente del Argentino Juvenil Club y empleado en la ferretería de don Juan Bello. Su condición de exmarino le proporcionaba algo en común con Barriales –a quien no conocía- y con Bianco lo unía el hecho de que sus respectivas suegras amasaban una amistad que llevaba décadas.

           Aquel 2 de abril de 1963, exactamente diecinueve años antes del otro 2 de abril que quedaría grabado a fuego en la historia y el corazón de los argentinos, la angustia y el pánico ganaron las calles de City Bell, especialmente las más cercanas al cuartel.

 La noticia de que los aviones de la Marina bombardearían el Batallón de Comunicaciones helaba la sangre de más de uno. Molino, que con 47 años peleaba palmo a palmo contra una enfermedad que lo derrotaría cuatro meses después, decide asilar en su casa a la familia de Bianco, alejándolos así de la zona del posible bombardeo. El señor Bianco, resuelto a permanecer escondido en el fondo de su vivienda, agradeció el gesto y decidió que sólo fueran sus familiares. Además, mostró su preocupación por la esposa y los hijos de su vecino Barriales, quien por su condición de oficial de la Armada estaba acuartelado.

 Molino no lo dudó y les ofreció refugio en el hogar de su hija –casada y con dos hijos pequeños- a poco más de una cuadra del suyo. Como pudieron, las familias se organizaron en ambas casas y masticaron su angustia procurando no transmitirla a los chicos. La más afectada parecía ser la señora de Barriales, quien no cesaba de lamentarse: “¡Qué horror, las ‘botas’ en la marina!”, en alusión a la posibilidad de que una facción del Ejército acabara entrometiéndose en los asuntos de la Armada.

          El conflicto se resolvió pronto. La sangre y las vidas que se cobró en otras ciudades del interior no llegaron a City Bell, que poco a poco fue recuperando la calma y cada cual pudo volver a su casa.

          Poco más de una década después y luego de que las Fuerzas Armadas se llevaran por delante a dos gobiernos democráticos (el de Arturo Illia en 1966 y el de María Estela Martínez de Perón en 1976), la Historia hizo de las suyas volviendo a cruzar a dos de los actores de esta novela que no es ficción. Enarbolaban el lema de la “Argentina potencia” y de que “los argentinos somos derechos y humanos”. Vaya pantomima.

          A la señora de Bianco se la veía seguido en la iglesia del padre Dardi (Sagrado Corazón de Jesús) con un pañuelo blanco cubriendo su cabeza mientras un llanto sin consuelo cortejaba sus rezos. Su alma se desangraba por sus dos hijos mellizos que alguien le contó que los vio cuando fueron subidos por la fuerza a un vehículo militar mientras realizaban pintadas políticas. Sin armas, según dicen; sólo militantes de un partido, el mismo que había abrazado su padre. Su rogativa se escuchó a medias: sólo uno de ellos volvió a la vida mientras el otro es parte de la obscena nómina de desaparecidos.

          Barriales, contraalmirante ya, fue conducido por imperio del mérito a apetecidos cargos en el escalafón de la Fuerza hasta alcanzar un repentino retiro. Se fue, dicen, en disidencia con el comportamiento que la Armada estaba teniendo en esos años que alguien llamó “de plomo” pero que fueron, más bien, de sangre.

          Indigesta historia de dolor en un pueblo chico. El ser chico le permitió que dos familias vecinas que fueron refugiadas bajo el techo de una tercera, acabaran en bandos contrarios poco más de una década después. Nadie sabe si el paso al costado de Barriales se relaciona con el hecho que hemos relatado o con eso de la Argentina potencia. Ya mayor, se lo ve cada tanto caminar, de la mano de su esposa, por las calles del pueblo chico que juntos eligieron para toda la vida, lejos de los azules y los colorados, de los derechos y humanos pregonados por antiguos comandantes tiestheridos.

 


 

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