jueves, 22 de diciembre de 2016

Que la Navidad no sea al "cuete"

    Quiérase o no el espíritu del final del año está presente en las conversaciones, en los planes, en las noticias... Aún para aquellos que por una cuestión de fe no celebran la Navidad, el cambio de año es insoslayable y, aunque no quieran, les llegará algún brindis, algún saludo, o por lo menos, el medio aguinaldo de diciembre. Y si así no fuera, ya pasará el basurero tocando timbre y dejando la tarjetita de saludo a cambio de algún billetito a voluntad.

    Sin duda que la Navidad es el centro de este tiempo. La hemos heredado a través de la fe junto con la civilización europea y occidental que nos ha tocado en suerte y junto con ella vinieron las comidas cargadas de calorías –ideales para esta época en el hemisferio Norte-, la figura de Papá Noel como popularización de san Nicolás de Bari –un obispo heredero de fortuna familiar que decidió repartirla entre los niños más necesitados de Pátara, la ciudad turca de donde era patriarca- y el estruendo de los fuegos artificiales.

    Cuando éramos chicos no podíamos concebir los primeros días de las vacaciones escolares sin molestar con los cohetes y los triangulitos, ya que no era mucho más lo que nos dejaban comprar. Tomábamos todas las precauciones de seguridad, esperábamos que el último vecino del barrio se levantara de la siesta, y allá íbamos, a meter un poco de ruido.

    Con el tiempo, con la pirotecnia pasó como con los helados: de ser un producto asequible sólo en esta época del año, pasó a conseguirse y consumirse durante los doce meses sin demasiado esfuerzo, más allá del económico.

    Pero en esta época en que parece que nos portamos peor que cuando éramos chicos, la pirotecnia aparece anotada en el pizarrón junto con los chicos malos: se le acusa más de molestar a las mascotas que a los humanos o de ser potencialmente peligrosa para quien la manipule.

    Desde diversos espacios se pide el no uso de pirotecnia y fuegos de artificio en nombre de la salud de perros, gatos, mascotas y pájaros. Quiere decir que desde los chinos de hace dos mil años para acá nos vinimos portando muy mal para con nuestros queridos animales.

    Pero resulta que chinos, hindúes, griegos y romanos, desde tiempo inmemorial sumaron la pirotecnia a sus grandes ceremonias no sólo con un fin festivo sino también, en sus creencias, para ahuyentar los malos espíritus con vistas al año que iniciaban, a la fiesta que celebraban, a la etapa que comenzaba como podía ser, por ejemplo, la siembra.

    Vale decir que en su origen cohetes y fuegos artificiales tuvieron un sentido que le hemos perdido.

    En todo caso, la costumbre platense de armar y quemar muñecos pirotécnicos cada 31 de diciembre o en las primeras horas del 1º de enero, tiene la virtud de reunir en torno de ellos a la comunidad barrial después del brindis familiar. Y ni hablemos del arte volcado, que en muchos de ellos no tiene desperdicio.

    Pero hablábamos de la Navidad, que para muchos es una cuestión religiosa, para otros una cuestión social y para otros, meramente comercial. En todo caso, está cumpliendo la función de unirnos a todos, cada cual a su modo, llevándola en el pensamiento y en el sentimiento por algunos días.

    La muestra de pesebres y el eslogan “Navidad en City Bell” ya son un clásico local después de siete años de organizarse. Darse una vueltita por las ferias artesanales citybellinas para comprar presentes para todos los participantes de la mesa navideña, es casi un imperdible de cada diciembre.

Recorrer los barrios para apreciar las casas y sus jardines ornamentados para la ocasión es otra propuesta para no despreciar, aunque nos falte la nieve de las películas y todo parezca más Coca Cola que un humilde pesebre para un recién nacido.

    Lo deseable, entonces, es que cada uno tenga su Navidad y su Año Nuevo. No importa si no hay un Niño Dios naciendo dentro por una cuestión de creencia. Lo que importa es que no pase sin ton ni son, que aminoremos el paso, que miremos hacia adentro y también alrededor. Que nos encontremos con nosotros, con el otro; que sepamos que unos y otros nos necesitamos, que nos tenemos.

    Que la Navidad y el Año Nuevo siguen existiendo sin el estruendo de la pólvora inflamada, aunque no concibo una Navidad silenciosa ni un villancico cantado sin fuegos de colores como fondo.

    Esta Nochebuena y este Año Nuevo, en las burbujas de nuestra copa estarán todos los nombres que fueron parte de nuestro año que se va. Y estarán todos los deseos de unos y de otros para que se vayan construyendo a lo largo de 2017.

    Salud, felicidades y que sea Navidad, entonces, muy dentro de vos, y de vos, y de vos, y de vos, y de vos, y de vos, y de vos...
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Buen tipo, ese Papá Noel

Diciembre estuvo misericordioso aquella noche en el parque del jardín de infantes. La temperatura había bajado a dieciséis benditos grados, más soportables que los treinta y uno que durante el día habían amenazado con una actuación calurosa más por el clima que por la ternura de los pibes. La tranquilidad que a lo largo de las horas previas había cultivado el cronista condenado a un papanoelismo histriónico, se acabó cuando la profesora de música le espetó: "¿Cómo? ¿No te dijeron qué tenés que hacer y decir?". Nadie le había dicho nada. Y una cosa es improvisar ante los inocentes pibes preescolares, y otra es poner la cara delante de padres y abuelos llegados a borbotones como habitantes de un hormiguero que alguien acabara de patear.

¿Existe Papá Noel?
San Nicolás nació por el año 280 en Patara de Licia, en la actual Turquía. Hay de él muchas noticias, pero es difícil distinguir las pocas auténticas del gran número de leyendas tejidas alrededor de su vida. Estamos hablando también de san Nicolás de Bari y, aunque parezca mentira, del mismísimo Papá Noel o Santa Claus, entre sus muchas otras identidades. Con lo cual, ya estamos respondiendo a uno de los interrogantes que por siglos ha desvelado a la humanidad: Papá Noel existe. O, por lo menos, existió.

El culto a san Nicolás se difundió en Europa cuando sus presuntas reliquias fueron llevadas de Mira y colocadas, el 9 de mayo de 1087, en la catedral de Bari, en Italia, para evitar que fueran profanadas por los turcos. En la Leyenda Áurea se lee: "Nicolás nació de ricas y santas personas. Cuando lo bañaron el primer día, se paró solito en la tina...". Ya más grandecito "rehusaba las diversiones y las vanidades y frecuentaba la iglesia". (La Leyenda Áurea o Leyenda Dorada es una compilación de relatos hagiográficos reunida por Santiago de la Vorágine, arzobispo de Génova, a mediados del siglo XIII).
Al perder a sus padres un tío suyo, que era obispo de Mira, lo ayudó a que se ordenara sacerdote. Pero como aquella vida tampoco le llenaba, decidió abandonar el mundo y se retiró a la Tebaida. Elevado a la dignidad episcopal tras la muerte de su tío, el santo pastor se dedicó a su grey distinguiéndose sobre todo por su gran caridad, cuando se dio cuenta de que los bienes de esta tierra no hacen la felicidad y se dedicó a ayudar a todos los necesitados con la fortuna que había heredado de su familia.

No hubo nadie que no encontrase remedio a su miseria si recurría a Nicolás. El hombre se privaba de lo más necesario para sí con tal de que los demás no padeciesen dificultades. Entonces empezó ya a obrar milagros de los que está llena su biografía y la devoción popular ha hecho llegar hasta nosotros. Se habla de que un hombre prostituyó a sus tres hijas a fin de ganar el dinero que les permitiera ser desposadas por sendos caballeros. Sabedor de la situación, Nicolás se ocupó de dejar en esa casa una bolsa con oro para cada una de las niñas a la edad en que se fueron haciendo casamenteras.

Y obras como esa, muchas son las que se mezclan entre la leyenda y la tradición. Nicolás habría resucitado a tres niños a los que un carnicero había asesinado para comercializar su carne, como así también se le atribuye al personaje navideño muchas buenas obras en beneficio de navegantes y marinos.


Los nombres del mito
La devoción a san Nicolás es la de mayor popularidad en muchos países, sobre todo por celebrarlo como "Santa Klaus" y como abogado ante los peligros. Tiene muchas iglesias dedicadas en todo el mundo, sobre todo en Grecia. Se le llama "de Bari" porque desde el siglo XI reposan allí sus reliquias. El nombre de "Noel" procede de Finlandia.

Alrededor de 1624 los inmigrantes holandeses fundaron la ciudad de Nueva Amsterdam -más tarde llamada Nueva York- y llevaron consigo sus costumbres y sus mitos, entre ellos el de "Sinterklaas", su patrono (cuya festividad se celebra en Holanda entre el 5 y el 6 de diciembre, en curiosa coincidencia con la fiesta católica de san Nicolás).
En 1809 Washington Irving escribió una sátira, Historia de Nueva York, en la que deformó a "Sinterklaas" en "Santa Claus". Clement Clarke Moore, catorce años más tarde, publicó un poema donde alude a un Santa Claus enano y delgado como un duende, pero que regalaba juguetes a los niños en víspera de Navidad y que se transporta en un trineo tirado por renos.
Recién en 1863 Papá Noel recibió la actual fisonomía de obeso barbudo y bonachón que más se le conoce, creación del dibujante alemán Thomas Nast, quien diseñó este personaje para sus tiras navideñas en el semanario Harper's Weekly. Allí adquirió su atuendo, posiblemente inspirado en el de los obispos de antaño. Pero para entonces, ya poco quedaba del santo de Mira en el personaje del mito. Y ni hablemos del significado religioso de la fecha.

Papá Noel refresca mejor
Ya en el siglo XX, en 1931, la Coca-Cola Company encargó al pintor Habdon Sundblom que "aggiornara" la figura papanoelina para hacerla más humana y creíble. Sin embargo, nada tendría que ver el color rojo de la multinacional con el de las ropas de Noel, dado que era indistinto que el personaje apareciera ataviado de verde o de rojo. Si embargo, sí es cierto que con el tiempo la publicidad de la gaseosa contribuyó a la popularización de esos colores y del mito mismo. Hay muchas ilustraciones anteriores en las que es común el color rojo y blanco de la vestimenta de Nicolás, si bien es cierto que desde mediados de 1800 hasta principios de 1900 no hubo una asignación concreta al color de Papá Noel.
Más allá de todo refresco y de toda disquisición, genera curiosidad saber que en Chile es llamado "Viejito Pascuero", en Venezuela es pronunciado como "Santa Clos", en osta Rica lo llaman "Colacho", en Alemania es "Nikolaus" o "Weihnachtsmann" ("hombre de navidad"), en Finlandia "Joulupukki", en Hungría "Télapó", y sigue la lista.

Puesta en escena
Pero estábamos hablando de cuando nos tocó hacer de Papá Noel, hace ya muchos años, y eso que teníamos entonces mucha menos panza que ahora... Escondido en la planta alta, el escriba se enfundaba en el traje rojo brilloso mientras por la buhardilla espiaba lo que pasaba en el parque. El arbolito de navidad se agitaba al viento mientras sus luces prendían y apagaban al ritmo de los latidos de todos los corazones infantiles. El Niño Dios de carne y hueso no lloraba como suele suceder en los pesebres vivientes y los pastorcitos hacían lo suyo, los reyes magos también, y las flores engalanaban las nubes sacando de su corazón todo el misterio de su color, su perfume y su belleza.

La celosía del primer piso era una posición de privilegio para ver todo lo que sucedía allí abajo. Era la visión recortada de una aldea aguardando algo de lo alto, que en este caso debía encarnar uno mismo. Susana Pietrángeli agitaba sus cascabeles al ritmo de villancicos con la misma alegría y pasión con que lo hacía en su época de maestra de quien ahora hacía de Papá Noel. Y Fito Paunero compartiendo la trastienda, marcando el tiempo de cargar las bolsas con todos los regalos y bajar la escalera para aparecer entre la multitud.
Eran cientos de ojitos encendidos como luciérnagas que brillaban en la penumbra del parque. Y entre pedidos de regalos, una vocecita con mirada inquisidora ametralló el alma del gordo de rojo y borceguíes un tanto "heavy": "Vos no sos papá Noel; vos sos el de la Estación de Servicio". "Cerrá el pico o o te pateo el culo con estos borceguíes y en tu casa no te dejo ningún regalo", le dijo el émulo de Noel, y se perdió entre la multitud enana.

Dar la cara
"Hacé una bozarrona gruesa", le habían pedido, sin saber que uno nunca había bajado de una segunda voz toda vez que la señora Teresa de Sal Gómez pretendía organizar un coro en las clases de música del colegio. Así que de lo más hondo de su garganta, Papá Noel sacó un alarido tratando de suplir la potencia de un micrófono que, como ocurre en los actos escolares, nunca anda o se acopla con los parlantes. De la tradicional carcajada del personaje, mejor ni hablar.

En muchos padres pudo adivinarse la nostalgia de una infancia lejana. La expresión de otros delataba el recuerdo de tantas navidades pasadas en esa misma casa en los tiempos en que pertenecía a los Quintana. Y Papá Noel saludó otra vez, acarició y besó nenes, y se fue custodiado otra vez por Fito para quien por su bondad y su servicialidad, todo el año es Navidad.
Terminada la función, había llegado el momento de sacarse la careta y ser uno más de los padres. Y ahí se acabó la magia y siguió la fiesta. El cronista abrió el bolso, guardó su disfraz de tela roja, y con cuidado, enrolló junto con él el secreto de la ficción y la sensación de que ese día, el purrete que fue alguna vez no pudo tocar ni abrazar a Papá Noel, como todos los demás.

El ilustre tronco

Madera dura ha de ser. El tronco, de unos setenta centímetros de alto y unos treinta y cinco de diámetro, estaba siempre ahí, cual portero de hotel cinco estrellas, junto a la entrada grande del taller mecánico, estoico, soportando sobre sí una bigornia de acero que había de pesar más de cincuenta kilos. Parecía la representación de Atlas sosteniendo el mundo sobre sus hombros.
Si aquel trozo de madera truncada y aquel de metal modelado estuvieron juntos desde que allá por el '53 los amigos decidieron unirse para abrirse camino en la mecánica, está claro que la pieza tiene más de cincuenta y tres años desde que fuera talado el árbol del que era parte: un tronco verde no podría haber soportado mucho tiempo en su función de pedestal de yunque. Sin embargo hoy, bajo su pátina de tierra y aceite, de grasa y machucones, de chorreaduras de pintura, las huellas del tiempo son algunas pocas grietas de escasa profundidad.

Yunque y martillo, yunque y martillo, yunque y martillo. Una sucesión reiterada de golpe y chasquido, símbolo universal del trabajo sudado. La llama del soplete calentando la pieza de terco metal, y otra vez yunque y maza para ese hierro al rojo.
Y el tronco allí, impasible junto a la puerta, forjando su reciedumbre invierno y verano. Aún cuando el frío y el vendaval obligaban a trabajar con el portón corredizo apenitas abierto, él y su yunque permanecían en su lugar, como asomados a la inclemencia climática y a la vista del transeúnte.
Aquel cliente de tantos años del taller se lo dijo al cronista una vez, en un encuentro fortuito:"Cuando me acuerdo del taller de tu Viejo, me viene a la memoria la imagen de ese yunque sobre el tronco". Cuando el taller se vendió para nunca más abrir, la nostalgia del escriba quiso recuperar aquella masa de metal encaramada en su peana de madera. Pero ya era tarde, había cambiado de manos, y en ese acto creyó diluido para siempre lo que para él -como para el viejo cliente- simbolizaba en parte el trabajo de su padre que ya no está. Sintió que una arcana herida le diluía la esperanza.
Algunos atardeceres atrás, al pasar por la calle del fondo, vio una silueta conocida entre restos de plásticos y maderas. Allí estaba, con su apariencia de grasa y de años, con sus manchas de pintura, el veterano pedestal sin su corona de acero. Hijo y nieto del mecánico volvieron a humedecerlo con gotas de sudor, pero el esfuerzo valió la pena. Como el árbol talado que retoña -al decir del poeta-, ese trozo de bosque ignoto pero tan noble como duro, está de regreso en la familia. Claro que no dice nada para quien no conoce su historia. O para quien no tiene afectos comprometidos en ella y sus antiguos poseedores.
Retoño de sí mismo, en un rincón del jardín, junto a la parrilla, lucirá bien, obrando de mesita para el asador o como hidalgo podio para la más guapa de las macetas. Un oficio más reposado que el de aquellos cincuenta y pico de años que fueron historia. Pero no menos ilustre.

martes, 20 de diciembre de 2016

Vivir en City Bell, un sentimiento

Camino Centenario y Cantilo, hacia el año 2001 (Foto: Vereda Bell).
Está visto que no cualquiera viviría en City Bell. Y casi con seguridad que para muy pocos es indiferente sentar sus petates en esta comarca o en otra. Vivir en City Bell es -como expresan ciertas hinchadas futboleras- un sentimiento. Y quienes así pensamos hemos de ser -siguiendo la analogía, aunque sin barras bravas- la mitad más uno. Parece un fanatismo, pero no lo es.

Difícil es de explicar. En todo caso, City Bell puede transmitirse por contagio. Cuentan los sabihondos y memoriosos que el primer loteo, hacia los años '10 del siglo XX, fracasó en el más sórdido silencio de la pampa: sólo cuatro lotes pudieron ser vendidos del largo centenar en oferta. Así comprendió la Sociedad Anónima City Bell -la compañía inversora de la familia Bell que buscaba negociar sus tierras- que debía edificarse unos cuantos chalets para atraer pioneros a esta tierra virgen, que dejaría de alimentar ganados para acoger entusiastas colonos de un futuro pueblo.

Todo por dos pesos
También, claro, hubo que bajar los precios y mejorar las ofertas. Ello se desprende de los ajados y gigantescos folletos de promoción de loteos -verdaderas "sábanas" impresas- promocionando sucesivos loteos entre los años '20 y '40 y el recuerdo de algún abuelo que evoca a una afamada sastrería de Buenos Aires, la cual a toda persona que comprara un traje, por una pequeña diferencia más le obsequiaba un terreno en City Bell, escritura incluida. Entonces el pueblo empezó a tomar forma de tal.
A eso debe sumarse una curiosa fama asignada al clima del lugar, como si verdaderamente fuera el Paraíso. No pocos pobladores establecidos en la comarca hacia los años '30 y '40 quemaron aquí sus naves por consejo médico: para curar las enfermedades respiratorias (asmas y alergias) recomendaban recalar en Córdoba. "Pero si no puede irse a Córdoba, váyase a vivir a City Bell", le decían. Numerosos hoy viejos vecinos del pueblo confirmaron lo dicho, aunque nadie haya admitido mayor semejanza entre este lugar de la pampa con las serranías mediterráneas, que la pureza del aire. Al menos por aquellos años.

Mi tierra querida
"Nací en La Plata porque acá no teníamos partera", rememora Luis Tobías Büchele, nieto e hijo de pioneros fundadores de City Bell. Pero con seguridad, papá Tobías no dejó pasar muchas horas antes de traer a su esposa y su vástago de regreso a casa. Ella acababa de dar a luz, pero él era el responsable de la usina del pueblo. Cuestión de coincidencias, no más.

Con los años hubo maternidad en el pueblo: la de la familia Flores, en Jorge Bell casi Cantilo, que luego se convirtió en geriátrico hasta cerrar definitivamente. Y hasta que se estableció la clínica de la calle 7, la cigüeña debía aterrizar en La Plata o sobre la dura superficie de la mesa de la cocina, tal como se estilaba. No era fácil vivir en City Bell, y tampoco ahora. "Me duele pensar que ya no nacen chicos en City Bell, porque no hay lugar dónde hacerlo", se quejaba el enfermero Adolfo Etchevarne.

Pero nada de eso le quita magia al hecho de vivir aquí. Ni nada hay que explique esa magia, que como un imán nos retiene en este rincón húmedo, con profusión de árboles que tienen a mal traer a los alérgicos, con un tránsito feroz por ambas rutas que nos quitan paz y silencio, con calles embarradas y escasas de mantenimiento, con una nomenclatura de calles cuyos nuevos indicadores parecen gestados en las antípodas de City Bell: nadie logra encontrar coherencia en la numeración asignada a muchas calles, como si quien la dispuso poco y nada conociera del pueblo.
Así y todo, City Bell crece. Con la superpoblación vehicular que cada vez más complica circular por las calles, con la amenazante inseguridad, fruto de un sistema económico del que no se puede escapar con facilidad.

Bienvenidos
Bienvenidos a todos, entonces. La ciencia no ha desarrollado vacunas contra la pasión y esto último es lo que ofrecemos a los viajeros: el profundo sentimiento de sabernos citybellenses. Con las raíces bien hondas, con la sangre fluyendo por nuestras venas como tinta que escribe la historia de una tierra que no nos deja escapar.


(Mayo de 2008)

La noche en que se cayó la luna

Juan Gregorio Forneris llegó a City Bell en 1939, cuando era un prometedor mocito de 15 años de edad. Se hizo en los trabajos propios del campo y se desempeñó luego en el oficio de transporte de cargas. 
Forneris atesora como uno de sus más caros recuerdos el relato que escuchó de su esposa, sobre un suceso que él ubica como ocurrido un año antes de su llegada a City Bell, o sea a mediados de 1938. Se trata del aterrizaje de emergencia de un avión de pasajeros perteneciente a la Pan American Grace, línea aérea nacida de la sociedad entre la Pan American Airways y la W. R. Grace & Company, que controlaba el transporte de pasajeros en el Perú. La Pan American Grace Airways, "Panagra", inició sus actividades el 2 de marzo de 1929.
Juan Gregorio Forneris y el relato del avión.
A la altura de la actual calle 30, cerca del arroyo Carnaval, "tenía tierras arrendadas don Pedro Mariscotti, y a continuación estaba el horno de ladrillos de Juan Zambano -recuerda Forneris-. Había llovido mucho, así que todo era un barrial. 
Una noche estaban en la casa, después de cenar, y sienten un ruido. Mi suegro sale a mirar 
y ve una luz".

El fin de los tiempos
"En esa época se corría la voz de que se iba a caer la luna o el sol y se iba a terminar el mundo. Salen las mujeres también a mirar, y un peón polaco que tenía mi suegro dijo que eso era un avión. Cuando de repente se ilumina todo el campo. Era que el piloto había tirado una bengala".

Es de imaginar en esa época lo que podía significar una escena semejante en un paraje como esa zona rural de City Bell. Estaba muy fresco todavía el recuerdo del accidente aéreo que truncara la vida de Carlos Gardel -ídolo nacional y popular- y muy posiblemente ninguna de las personas que asistían al espectáculo de un avión viniéndose encima, había visto en su vida un aparato de esos más allá de una foto en los diarios. Y en algún caso, ni siquiera eso. Con seguridad hubo algo de pánico ("Se cae la luna, nos vamos a morir", dice Forneris que gritaban algunas de sus futuras cuñadas, o tal vez su futura esposa misma) y en medio del nerviosismo, no faltó un resbalón en el barro producido por la persistente lluvia.
"Hacía cada vez más ruido -continúa el relato-, hasta que aterrizó sobre las plantaciones de Mariscotti, cerquita del arroyo. Después el piloto explicaría que si llegaba a tocar la cola del avión en el arroyo, se partía en dos".
Eusebio Carnevale -nieto del primer arrendatario de tierras en City Bell- fue testigo presencial del acontecimiento con sus 14 años de entonces. Vivía muy cerca del lugar, a la altura de la calle 28. "Lo recuerdo perfectamente -dice a este cronista, 66 años después del hecho-. Era invierno y estaba lloviendo esa noche. En una de esas sentimos un estruendo; salimos afuera y vimos un resplandor enorme. Nos fuimos volando, porque no era tan lejos". Y sigue: "Aterrizó, de la actual calle Alvear, unos doscientos metros hacia el lado del arroyo. Terminó a no más de cincuenta metros del arroyo".

Testimonio gráfico
El mismo estruendo llamó la atención del policía a cargo del destacamento que por entonces funcionaba en el camino Belgrano y Alvear, ya que el servidor publico fue uno de los primeros en llegar al lugar del hecho. Es posible que no haya habido mucho más que algunos soles de noche a kerosene para alumbrar y munidos de tales elementos llegaron en auxilio quienes moraban en las cercanías. Entre ellos arribó Tobías Büchele (h), autor de las dos fotografías que se conservan como testimonio de lo que tal vez haya sido el mayor suceso acaecido en City Bell desde entonces y hasta la actualidad.

El avión se había quedado sin combustible, sobrevolando la zona a la espera de que le dieran pista en un aeropuerto cercano. Por la época, podría tratarse del de El Palomar o el de Monte Grande, ya que ni Ezeiza ni Aeroparque existían por entonces. "Por la dirección en que iba, seguro que era Monte Grande -aporta Carnevale-, por las huellas, que estaban apuntando hacia el Oeste. Si hubiera sido El Palomar, tendrían que haber tenido otra dirección", reflexiona haciendo gala de una memoria visual (y general) envidiable.

De inmediato, de los campos cercanos se arrimaron carros y los pasajeros -todos ilesos- fueron trasladados en ellos hasta el destacamento policial, desde donde abordaron un micro de línea para regresar a la capital federal. "La gente del avión era toda gente bien vestida y con equipaje. A las mujeres, con vestido largo, los obreros del horno de Zambano las trasladaban a babucha", dice don Juan.
La imaginación y el tiempo, que todo lo agrandan, hablan de unas sesenta personas entre pasaje y tripulación. Sin embargo, por lo que puede observarse en las fotografías, la aeronave se trataría de un Douglas DC2, modelos que efectivamente integraba la flota de la Panagra por aquellos años. El DC2 tenía capacidad para catorce pasajeros y tres tripulantes (piloto, técnico y azafata) y según los entendidos comenzó a volar en mayo de 1934.
Forneris completa la anécdota con una escena risueña: "Al día siguiente toda la ciudad de La Plata, por lo menos, estaba acá. Los micros venían repletos y en Alvear pegaban la vuelta, vacíos. Era todo un acontecimiento".


Un avión en los maizales. (Archivo familia Büchele).
Por los favores recibidos
Se cuenta que dos días después, para alivianar la aeronave y zafarla del barro sobre el que se había posado, debieron quitarle los asientos y la reabastecieron de combustible. "Al día siguiente, o dos días después, cuando hubo secado un poco el barro -recuerda Carnevale- la tiraron con tractores hasta el fondo del potrero. Me acuerdo que el piloto puso a toda máquina y carreteó por Alvear (era el acceso a la estancia El Ombú) y alcanzó a levantar vuelo unos cien metros antes del Camino General Belgrano".

En gratitud, "el piloto le dio a Zambano y a mi suegro una tarjeta de la Panagra y les dijo que llamaran a ese teléfono, que cuando ellos quisieran la empresa los llevaba gratis a Italia y los traía", completa Forneris. Pero una de las hijas de Mercuri puso el grito en el cielo. "Si ese avión se cayó acá, también se puede caer en cualquier parte", dicen que dijo.

(Mayo de 2008).

lunes, 19 de diciembre de 2016

Júpiter, el Lucero, y un Fitito fanfarrón

Hace algunos febreros el cronista le puso el pecho a la fiaca y se levantó tempranito, antes de las 6, decidido a retomar sus caminatas matinales. Suponía que algo del paisaje urbano podía haber cambiado: alguna obra en construcción, algún árbol más u otro menos… Pero lo sorprendió el cielo, hacia el sudeste, con un Lucero que no brillaba en soledad, como de costumbre. Otra estrella muy junto a él le competía casi en tamaño e intensidad.
La misma observación le hizo Ricardo, el verdulero de Cantilo y 22, que a hora temprana acomodaba la mercadería llegada desde el mercado.
-Te voy a averiguar qué es -le dijo el cronista, y prosiguió con su marcha terapéutica.
Ricardo es un tipo muy especial. Dicharachero y de buen humor -bromista, especialmente- es acaudalado en paciencia y tiene un aire a Mel Gibson si uno lo mira a la pasada y de refilón. No podía ser menos, si entre sus colaboradores hay un sosías de Alejandro Dolina.

La verdulería del hombre es típico comercio de barrio con reparto a domicilio, servicio que presta su propietario a bordo de su Fiat 600 verde: uno lo ve pasar bufando, portando sobre el techo cajones de fruta y bolsas de papa y cebolla que no da más, el pobre -el auto, no su dueño-, con las patas (ruedas) abiertas como loro por el patio.
Ricardo tiene la sabiduría de quien se crió en el campo y de quien se informa con la radio y el diario. Y sobre todo, de quien conversa amigablemente con el cliente.


Así fue que el tema de las estrellas volvió al ruedo el lunes siguiente, cuando volvimos a pasar caminando por la esquina mientras el verdulero acomodaba el perejil y las sandías.
- Son Venus y Júpiter -le informamos-. Y hoy forman un triángulo con la Luna, que está muy cerca.

Le contamos también lo que habíamos leído en el diario: que en realidad es una ilusión óptica, porque Júpiter está bastante lejos de la Tierra, y por la posición de su órbita en estos días se ve así, como cercana al Lucero. Y haciendo alarde de nuestra ignorancia, calculamos que la distancia sería de algunos años luz.
- O sea que lo que estamos viendo ya pasó -razonó Ricardo-. Por lo menos hace algunos minutos…
- Más -siguió pifiando el cronista-. Pensá que un año luz es la distancia que recorre la luz en un año…
- Pero si la luz anda a 300.000 kilómetros por segundo, Júpiter queda lejísimos… -prosiguió el verdulero con su razonamiento.

- Y
En realidad, el cronista se había entusiasmado con el masomenómetro de distancias. Júpiter dista de casa apenas 649 millones de kilómetros, mucho menos de lo que suponía.
De todas maneras, la respuesta del verdulero siguió siendo tan maravillosamente soñadora como el espectáculo estelar:
- ¡Mmmm! Con dos tanques de nafta, en el Fiat, no alcanza. Es mucho gasto para ir; mejor me quedo mirándolo desde acá.


(Mayo de 2008).

Conócete a ti mismo

Tarde o temprano iba a suceder; el mundo no es tan grande como para que no nos cruzáramos algún día. Y sucedió: lo conocí a Guillermo J. Defranco. El mismo pero otro, diferente.

Más de una vez había recibido llamados telefónicos para Guillermo Defranco preguntando para cuándo iba a estar arreglado el televisor o, más aún, para pedirme prestado un amplificador de sonido porque quien llamaba era músico, tenía que ir a tocar y se le acababa de quemar el suyo. Esa vez eran más de la una de la madrugada.

Claramente se trataba de otro Guillermo Defranco, aunque en la guía telefónica figuro sólo yo. Por alguna publicidad en una revistita barrial supe de un Guillermo Julián Defranco dedicado a reparar aparatos de electrónica en La Plata. Y ahí empecé a entender por dónde iba la cosa.

Hasta que una tarde, en la sala de espera de la clínica de City Bell, quien se sentó a mi lado me preguntó si yo era Defranco. No era adivino, en realidad; me había escuchado cuando hacía mi trámite administrativo en la recepción y, además, de ojito había leído mi apellido en el sobre de los estudios que yo le llevaba al médico. Le contesté que sí y ahí nomás me estiró su diestra: “Guillermo Defranco, mucho gusto”, me dijo.

Más que entender, creo que imaginé lo que estaba sucediendo. Lo miré bien y era una persona de carne y hueso y no un espejo. De haberlo sido, se habría tratado de uno de bastante mala calidad porque lo que reflejaba no se parecía a lo reflejado. Morocho, sí, como yo. Pero sensiblemente más delgado (la diferencia era más que obvia) y algo más bajo que yo. Creo, también, que con unos diez años menos.

Nos miramos y nos empezamos a reír. Ahí supe que si a mí me llamaron por teléfono por cuestiones de su trabajo, a él lo han llamado del diario para hacerle una nota por mis libros y mis charlas abiertas. Confesó que no es capaz de escribir tres renglones seguidos, tantos como soldaduras y conexiones soy capaz de realizar yo.

Intercambiamos nuestras tarjetas personales, nos dimos nuevamente la mano y nos despedimos con un “Chau, Guillermo Defranco”. 

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