martes, 20 de diciembre de 2016

Vivir en City Bell, un sentimiento

Camino Centenario y Cantilo, hacia el año 2001 (Foto: Vereda Bell).
Está visto que no cualquiera viviría en City Bell. Y casi con seguridad que para muy pocos es indiferente sentar sus petates en esta comarca o en otra. Vivir en City Bell es -como expresan ciertas hinchadas futboleras- un sentimiento. Y quienes así pensamos hemos de ser -siguiendo la analogía, aunque sin barras bravas- la mitad más uno. Parece un fanatismo, pero no lo es.

Difícil es de explicar. En todo caso, City Bell puede transmitirse por contagio. Cuentan los sabihondos y memoriosos que el primer loteo, hacia los años '10 del siglo XX, fracasó en el más sórdido silencio de la pampa: sólo cuatro lotes pudieron ser vendidos del largo centenar en oferta. Así comprendió la Sociedad Anónima City Bell -la compañía inversora de la familia Bell que buscaba negociar sus tierras- que debía edificarse unos cuantos chalets para atraer pioneros a esta tierra virgen, que dejaría de alimentar ganados para acoger entusiastas colonos de un futuro pueblo.

Todo por dos pesos
También, claro, hubo que bajar los precios y mejorar las ofertas. Ello se desprende de los ajados y gigantescos folletos de promoción de loteos -verdaderas "sábanas" impresas- promocionando sucesivos loteos entre los años '20 y '40 y el recuerdo de algún abuelo que evoca a una afamada sastrería de Buenos Aires, la cual a toda persona que comprara un traje, por una pequeña diferencia más le obsequiaba un terreno en City Bell, escritura incluida. Entonces el pueblo empezó a tomar forma de tal.
A eso debe sumarse una curiosa fama asignada al clima del lugar, como si verdaderamente fuera el Paraíso. No pocos pobladores establecidos en la comarca hacia los años '30 y '40 quemaron aquí sus naves por consejo médico: para curar las enfermedades respiratorias (asmas y alergias) recomendaban recalar en Córdoba. "Pero si no puede irse a Córdoba, váyase a vivir a City Bell", le decían. Numerosos hoy viejos vecinos del pueblo confirmaron lo dicho, aunque nadie haya admitido mayor semejanza entre este lugar de la pampa con las serranías mediterráneas, que la pureza del aire. Al menos por aquellos años.

Mi tierra querida
"Nací en La Plata porque acá no teníamos partera", rememora Luis Tobías Büchele, nieto e hijo de pioneros fundadores de City Bell. Pero con seguridad, papá Tobías no dejó pasar muchas horas antes de traer a su esposa y su vástago de regreso a casa. Ella acababa de dar a luz, pero él era el responsable de la usina del pueblo. Cuestión de coincidencias, no más.

Con los años hubo maternidad en el pueblo: la de la familia Flores, en Jorge Bell casi Cantilo, que luego se convirtió en geriátrico hasta cerrar definitivamente. Y hasta que se estableció la clínica de la calle 7, la cigüeña debía aterrizar en La Plata o sobre la dura superficie de la mesa de la cocina, tal como se estilaba. No era fácil vivir en City Bell, y tampoco ahora. "Me duele pensar que ya no nacen chicos en City Bell, porque no hay lugar dónde hacerlo", se quejaba el enfermero Adolfo Etchevarne.

Pero nada de eso le quita magia al hecho de vivir aquí. Ni nada hay que explique esa magia, que como un imán nos retiene en este rincón húmedo, con profusión de árboles que tienen a mal traer a los alérgicos, con un tránsito feroz por ambas rutas que nos quitan paz y silencio, con calles embarradas y escasas de mantenimiento, con una nomenclatura de calles cuyos nuevos indicadores parecen gestados en las antípodas de City Bell: nadie logra encontrar coherencia en la numeración asignada a muchas calles, como si quien la dispuso poco y nada conociera del pueblo.
Así y todo, City Bell crece. Con la superpoblación vehicular que cada vez más complica circular por las calles, con la amenazante inseguridad, fruto de un sistema económico del que no se puede escapar con facilidad.

Bienvenidos
Bienvenidos a todos, entonces. La ciencia no ha desarrollado vacunas contra la pasión y esto último es lo que ofrecemos a los viajeros: el profundo sentimiento de sabernos citybellenses. Con las raíces bien hondas, con la sangre fluyendo por nuestras venas como tinta que escribe la historia de una tierra que no nos deja escapar.


(Mayo de 2008)

La noche en que se cayó la luna

Juan Gregorio Forneris llegó a City Bell en 1939, cuando era un prometedor mocito de 15 años de edad. Se hizo en los trabajos propios del campo y se desempeñó luego en el oficio de transporte de cargas. 
Forneris atesora como uno de sus más caros recuerdos el relato que escuchó de su esposa, sobre un suceso que él ubica como ocurrido un año antes de su llegada a City Bell, o sea a mediados de 1938. Se trata del aterrizaje de emergencia de un avión de pasajeros perteneciente a la Pan American Grace, línea aérea nacida de la sociedad entre la Pan American Airways y la W. R. Grace & Company, que controlaba el transporte de pasajeros en el Perú. La Pan American Grace Airways, "Panagra", inició sus actividades el 2 de marzo de 1929.
Juan Gregorio Forneris y el relato del avión.
A la altura de la actual calle 30, cerca del arroyo Carnaval, "tenía tierras arrendadas don Pedro Mariscotti, y a continuación estaba el horno de ladrillos de Juan Zambano -recuerda Forneris-. Había llovido mucho, así que todo era un barrial. 
Una noche estaban en la casa, después de cenar, y sienten un ruido. Mi suegro sale a mirar 
y ve una luz".

El fin de los tiempos
"En esa época se corría la voz de que se iba a caer la luna o el sol y se iba a terminar el mundo. Salen las mujeres también a mirar, y un peón polaco que tenía mi suegro dijo que eso era un avión. Cuando de repente se ilumina todo el campo. Era que el piloto había tirado una bengala".

Es de imaginar en esa época lo que podía significar una escena semejante en un paraje como esa zona rural de City Bell. Estaba muy fresco todavía el recuerdo del accidente aéreo que truncara la vida de Carlos Gardel -ídolo nacional y popular- y muy posiblemente ninguna de las personas que asistían al espectáculo de un avión viniéndose encima, había visto en su vida un aparato de esos más allá de una foto en los diarios. Y en algún caso, ni siquiera eso. Con seguridad hubo algo de pánico ("Se cae la luna, nos vamos a morir", dice Forneris que gritaban algunas de sus futuras cuñadas, o tal vez su futura esposa misma) y en medio del nerviosismo, no faltó un resbalón en el barro producido por la persistente lluvia.
"Hacía cada vez más ruido -continúa el relato-, hasta que aterrizó sobre las plantaciones de Mariscotti, cerquita del arroyo. Después el piloto explicaría que si llegaba a tocar la cola del avión en el arroyo, se partía en dos".
Eusebio Carnevale -nieto del primer arrendatario de tierras en City Bell- fue testigo presencial del acontecimiento con sus 14 años de entonces. Vivía muy cerca del lugar, a la altura de la calle 28. "Lo recuerdo perfectamente -dice a este cronista, 66 años después del hecho-. Era invierno y estaba lloviendo esa noche. En una de esas sentimos un estruendo; salimos afuera y vimos un resplandor enorme. Nos fuimos volando, porque no era tan lejos". Y sigue: "Aterrizó, de la actual calle Alvear, unos doscientos metros hacia el lado del arroyo. Terminó a no más de cincuenta metros del arroyo".

Testimonio gráfico
El mismo estruendo llamó la atención del policía a cargo del destacamento que por entonces funcionaba en el camino Belgrano y Alvear, ya que el servidor publico fue uno de los primeros en llegar al lugar del hecho. Es posible que no haya habido mucho más que algunos soles de noche a kerosene para alumbrar y munidos de tales elementos llegaron en auxilio quienes moraban en las cercanías. Entre ellos arribó Tobías Büchele (h), autor de las dos fotografías que se conservan como testimonio de lo que tal vez haya sido el mayor suceso acaecido en City Bell desde entonces y hasta la actualidad.

El avión se había quedado sin combustible, sobrevolando la zona a la espera de que le dieran pista en un aeropuerto cercano. Por la época, podría tratarse del de El Palomar o el de Monte Grande, ya que ni Ezeiza ni Aeroparque existían por entonces. "Por la dirección en que iba, seguro que era Monte Grande -aporta Carnevale-, por las huellas, que estaban apuntando hacia el Oeste. Si hubiera sido El Palomar, tendrían que haber tenido otra dirección", reflexiona haciendo gala de una memoria visual (y general) envidiable.

De inmediato, de los campos cercanos se arrimaron carros y los pasajeros -todos ilesos- fueron trasladados en ellos hasta el destacamento policial, desde donde abordaron un micro de línea para regresar a la capital federal. "La gente del avión era toda gente bien vestida y con equipaje. A las mujeres, con vestido largo, los obreros del horno de Zambano las trasladaban a babucha", dice don Juan.
La imaginación y el tiempo, que todo lo agrandan, hablan de unas sesenta personas entre pasaje y tripulación. Sin embargo, por lo que puede observarse en las fotografías, la aeronave se trataría de un Douglas DC2, modelos que efectivamente integraba la flota de la Panagra por aquellos años. El DC2 tenía capacidad para catorce pasajeros y tres tripulantes (piloto, técnico y azafata) y según los entendidos comenzó a volar en mayo de 1934.
Forneris completa la anécdota con una escena risueña: "Al día siguiente toda la ciudad de La Plata, por lo menos, estaba acá. Los micros venían repletos y en Alvear pegaban la vuelta, vacíos. Era todo un acontecimiento".


Un avión en los maizales. (Archivo familia Büchele).
Por los favores recibidos
Se cuenta que dos días después, para alivianar la aeronave y zafarla del barro sobre el que se había posado, debieron quitarle los asientos y la reabastecieron de combustible. "Al día siguiente, o dos días después, cuando hubo secado un poco el barro -recuerda Carnevale- la tiraron con tractores hasta el fondo del potrero. Me acuerdo que el piloto puso a toda máquina y carreteó por Alvear (era el acceso a la estancia El Ombú) y alcanzó a levantar vuelo unos cien metros antes del Camino General Belgrano".

En gratitud, "el piloto le dio a Zambano y a mi suegro una tarjeta de la Panagra y les dijo que llamaran a ese teléfono, que cuando ellos quisieran la empresa los llevaba gratis a Italia y los traía", completa Forneris. Pero una de las hijas de Mercuri puso el grito en el cielo. "Si ese avión se cayó acá, también se puede caer en cualquier parte", dicen que dijo.

(Mayo de 2008).

lunes, 19 de diciembre de 2016

Júpiter, el Lucero, y un Fitito fanfarrón

Hace algunos febreros el cronista le puso el pecho a la fiaca y se levantó tempranito, antes de las 6, decidido a retomar sus caminatas matinales. Suponía que algo del paisaje urbano podía haber cambiado: alguna obra en construcción, algún árbol más u otro menos… Pero lo sorprendió el cielo, hacia el sudeste, con un Lucero que no brillaba en soledad, como de costumbre. Otra estrella muy junto a él le competía casi en tamaño e intensidad.
La misma observación le hizo Ricardo, el verdulero de Cantilo y 22, que a hora temprana acomodaba la mercadería llegada desde el mercado.
-Te voy a averiguar qué es -le dijo el cronista, y prosiguió con su marcha terapéutica.
Ricardo es un tipo muy especial. Dicharachero y de buen humor -bromista, especialmente- es acaudalado en paciencia y tiene un aire a Mel Gibson si uno lo mira a la pasada y de refilón. No podía ser menos, si entre sus colaboradores hay un sosías de Alejandro Dolina.

La verdulería del hombre es típico comercio de barrio con reparto a domicilio, servicio que presta su propietario a bordo de su Fiat 600 verde: uno lo ve pasar bufando, portando sobre el techo cajones de fruta y bolsas de papa y cebolla que no da más, el pobre -el auto, no su dueño-, con las patas (ruedas) abiertas como loro por el patio.
Ricardo tiene la sabiduría de quien se crió en el campo y de quien se informa con la radio y el diario. Y sobre todo, de quien conversa amigablemente con el cliente.


Así fue que el tema de las estrellas volvió al ruedo el lunes siguiente, cuando volvimos a pasar caminando por la esquina mientras el verdulero acomodaba el perejil y las sandías.
- Son Venus y Júpiter -le informamos-. Y hoy forman un triángulo con la Luna, que está muy cerca.

Le contamos también lo que habíamos leído en el diario: que en realidad es una ilusión óptica, porque Júpiter está bastante lejos de la Tierra, y por la posición de su órbita en estos días se ve así, como cercana al Lucero. Y haciendo alarde de nuestra ignorancia, calculamos que la distancia sería de algunos años luz.
- O sea que lo que estamos viendo ya pasó -razonó Ricardo-. Por lo menos hace algunos minutos…
- Más -siguió pifiando el cronista-. Pensá que un año luz es la distancia que recorre la luz en un año…
- Pero si la luz anda a 300.000 kilómetros por segundo, Júpiter queda lejísimos… -prosiguió el verdulero con su razonamiento.

- Y
En realidad, el cronista se había entusiasmado con el masomenómetro de distancias. Júpiter dista de casa apenas 649 millones de kilómetros, mucho menos de lo que suponía.
De todas maneras, la respuesta del verdulero siguió siendo tan maravillosamente soñadora como el espectáculo estelar:
- ¡Mmmm! Con dos tanques de nafta, en el Fiat, no alcanza. Es mucho gasto para ir; mejor me quedo mirándolo desde acá.


(Mayo de 2008).

Conócete a ti mismo

Tarde o temprano iba a suceder; el mundo no es tan grande como para que no nos cruzáramos algún día. Y sucedió: lo conocí a Guillermo J. Defranco. El mismo pero otro, diferente.

Más de una vez había recibido llamados telefónicos para Guillermo Defranco preguntando para cuándo iba a estar arreglado el televisor o, más aún, para pedirme prestado un amplificador de sonido porque quien llamaba era músico, tenía que ir a tocar y se le acababa de quemar el suyo. Esa vez eran más de la una de la madrugada.

Claramente se trataba de otro Guillermo Defranco, aunque en la guía telefónica figuro sólo yo. Por alguna publicidad en una revistita barrial supe de un Guillermo Julián Defranco dedicado a reparar aparatos de electrónica en La Plata. Y ahí empecé a entender por dónde iba la cosa.

Hasta que una tarde, en la sala de espera de la clínica de City Bell, quien se sentó a mi lado me preguntó si yo era Defranco. No era adivino, en realidad; me había escuchado cuando hacía mi trámite administrativo en la recepción y, además, de ojito había leído mi apellido en el sobre de los estudios que yo le llevaba al médico. Le contesté que sí y ahí nomás me estiró su diestra: “Guillermo Defranco, mucho gusto”, me dijo.

Más que entender, creo que imaginé lo que estaba sucediendo. Lo miré bien y era una persona de carne y hueso y no un espejo. De haberlo sido, se habría tratado de uno de bastante mala calidad porque lo que reflejaba no se parecía a lo reflejado. Morocho, sí, como yo. Pero sensiblemente más delgado (la diferencia era más que obvia) y algo más bajo que yo. Creo, también, que con unos diez años menos.

Nos miramos y nos empezamos a reír. Ahí supe que si a mí me llamaron por teléfono por cuestiones de su trabajo, a él lo han llamado del diario para hacerle una nota por mis libros y mis charlas abiertas. Confesó que no es capaz de escribir tres renglones seguidos, tantos como soldaduras y conexiones soy capaz de realizar yo.

Intercambiamos nuestras tarjetas personales, nos dimos nuevamente la mano y nos despedimos con un “Chau, Guillermo Defranco”. 

jueves, 1 de diciembre de 2016

Andando por la colectora




Como las autopistas, el ciberespacio también nos ofrece sus calles colectoras. Nos permiten andar más despacio y sin exponernos tanto a los riesgos de compartir espacio con quienes, por expertos o por inconscientes, nos pasan por arriba como a alambre caído. Y todo sin perder de vista la meta, el destino. La vía del blog es, además, la alternativa para publicar textos que por extensión o por contenido no tienen cabida en las páginas y el perfil de Facebook. Acá inicio mi blog, entonces. Bienvenidos, pasen, vean y pónganse cómodos.



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