sábado, 29 de abril de 2023

Acordarse y olvidarse

 

         A menudo tenemos tantas cosas en la cabeza que olvidamos algunas de ellas. No son olvidos permanentes o de larga data. Simplemente olvidamos lo que estamos buscando, lo que queríamos decir, lo que teníamos que hacer.

          No acordarnos  de algo no implica que lo hayamos olvidado irremediablemente. De modo similar, acordarnos de que tenemos algo pendiente no garantiza que no lo olvidemos en el momento más inoportuno.

          Hay, también, cosas que quisiéramos olvidar y rondan nuestro pensamiento y nuestro recuerdo de manera recurrente: los compases de un tema musical, el jingle de una publicidad, suelen perseguirnos por días cuando serían lo último que quisiéramos escuchar.

          José Cela supo tener su taller de reparaciones de cocinas, estufas y calefones y el trabajo no le faltaba. Con algunos años sobre sus encorvadas espaldas, repartía sus horas laborales entre las tareas en el local y las que realizaba a domicilio. Ese era el karma de su clientela: podían estar semanas esperándolo sin que él fuera a solucionar un problema, por lo general, urgente.

-         ¿Se va a acordar de ir? –solían preguntarle, casi como un ruego.

-      Sí, sí, yo me acuerdo, lo que pasa es que me olvido –se sinceraba el gasista en lo que parecía una burla involuntaria.

 Y el cliente se iba esperanzado, sabiendo que el hombre se acordaba, sólo que se olvidaba.

  29 abr 23

viernes, 28 de abril de 2023

Despertar en Aeroparque

         Cuando el subteniente Alarcón me llamó para pedirme un favor sentí desmoronarse mis planes de fin de semana franco.

-Usted vive cerca, soldado, ¿es así?

-Sí, mi subteniente –no había manera de negarlo.

-Excelente. Mañana salimos en comisión a Campo de Mayo a buscar una Bandera que nuestro Batallón donará a una institución vecina. Vamos a ir en la camioneta del Teniente Coronel con su chofer. Yo iré a cargo y quiero que usted y el soldado Rodríguez vayan de custodia. Ambos viven cerca y necesito que se presenten mañana a las 0530. Para otros soldados que viven más lejos sería más sacrificado. –En la jerga militar “las 0530” significa las cinco y media de la mañana, lo que implicaba que me levantara a las cuatro y media, siempre y cuando alguien de mi familia me llevara en auto hasta el cuartel, madrugón que no le deseaba ni a mis padres ni a mi hermano.

 Alarcón era, dentro de todo, un oficial que se hacía respetar por su autoridad natural y no por su estrella de grado colgando del pecho. Y aunque así no fuera, no me quedaba opción.

-Entendido, mi subteniente. -Pensé en verle el lado positivo a la novedad: por lo menos conocería Campo de Mayo, un lugar que jamás figuraría en mis itinerarios turísticos.

          En la conscripción aprendí dos cosas fundamentales. La primera: todo lo que se mueve se saluda; todo lo que está quieto se pinta. La segunda: al cohete, pero temprano. Ese sábado aplicaba la segunda, así que una vez traspuesta la guardia de prevención, los únicos despiertos, además de los centinelas, éramos quienes un rato después saldríamos en comisión.

          La Ford F100 carrozada del Jefe estaba lista para salir. El conscripto Novarini, conductor asignado, repasaba con una franela vidrios y carrocería por enésima vez. Rodríguez y yo, ya con ropa de fajina, recogimos en sala de armas un casco, armamento y municionero completos. El cabo primero Córdoba observó: “No sé para qué se lustraron los borceguíes sin ni van a bajar de la camioneta”. No era broma; era sarcasmo y resentimiento: a él también lo habían hecho madrugar en día sábado para proveer de armamento a quienes íbamos a Campo de Mayo.

          No puedo recordar si algún suboficial era parte de quienes estábamos comisionados para una misión que, en las Fuerzas Armadas, es de una importancia y significación supremas. No por nada era Alarcón quien encabezaba la comitiva: era el abanderado de nuestra unidad militar, el Batallón de Comunicaciones de Comando 601. Novarini al volante, el subteniente a su lado, eventualmente un suboficial detrás de ellos, y Rodríguez y yo en la tercera fila de asientos, atentos a la retaguardia.

 Mi compañero estaba sin dormir después de una noche de juerga. Más de una vez, estando castigado, se había escapado para ir a bailar a Libertad 70, un boliche de Quilmes donde se había encontrado, casualmente, con el mismo superior que lo había castigado y, además, estaba de encargado de la semana de la tropa. Por eso zafaba de los castigos: si lo dejaban sin franco, podía delatar al superior que, debiendo cumplir su turno a cargo de la Compañía B, había coincidido con él en la velada quilmeña.

 Yo acompañaba su sueño profundo con sueños intermitentes, aferrando con las dos manos el FAL apoyado sobre la culata. Camino Centenario, rotonda de Alpargatas, Cruce Varela, Acceso Sudeste (la autopista era todavía un sueño lejano), puente Avellaneda, el Bajo porteño, Libertador, Costanera…

 La orden de Alarcón a Novarini me despabiló:

-Métease, no pare.

-Está en rojo.

-Meta sirena.

-No anda, mi subteniente.

-Bocina y acelere. No pierda tiempo.

 La frenada y el golpe seco me terminaron de despertar y me incrustaron contra el respaldo del asiento. De una patada  abrí las puertas traseras del carrozado, lo arrastré por la manga a Rodríguez y una vez en la calle cargué el FAL y apunté sin saber a qué ni a quién.

-¿Qué mierda pasa? –mi compañero se despertaba, literalmente, de golpe.

-Chocamos.

 Estábamos en la entrada de Aeroparque. Pocos metros delante de la F100, abrazado a la columna del semáforo, un Ford Falcon taxi perdía agua por el radiador roto, la trompa torcida. Al taxista –no llevaba pasajeros- lo ayudaron a salir del auto maltrecho. Caminaba bien, no sangraba, pero puteaba al aire y se quedó paralizado cuando vio contra qué había chocado: en 1979 meterse en problemas con el Ejército le helaba la sangre a cualquiera.

 En esos años, cuando aparecía un vehículo verde oliva como los del ejército, se armaba el desbande. Nadie que se acercara, nadie que se interesara por la suerte de los intervinientes en el accidente.

 Alarcón lanzó un puñado de improperios como para responderle al del taxi y cuando vio que no había lastimados le preguntó a un vendedor de panchos dónde podía encontrar un teléfono público. Detalle importante, éste: revistábamos en la principal unidad de comunicaciones del Ejército Argentino, viajábamos en el vehículo oficial de su Jefe, y no teníamos modo de comunicar a nadie lo que nos había sucedido. Faltaba más de una década para la llegada de la telefonía móvil.

 El subteniente encaró hacia el interior de Aeroparque a paso redoblado buscando un teléfono. Nuestra camioneta había quedado con una de las ruedas delanteras chueca, recostada sobre el cordón de una rambla. El Falcon negro y amarillo agonizaba en soledad al pie del semáforo, que había resistido bien el topetazo.

-        Nos vienen a buscar –anunció Alarcón, media hora después. Se subió a la F100 y se quedó allí dos horas. La esperanza me duró poco. Ya era casi mediodía cuando vimos acercarse a un Unimog de los nuestros. –Soldados, quedan a cargo –ordenó, y sin más se subió al camión.

 Ahí quedamos, Rodríguez y yo, con el fusil a la cazadora, sin saber qué hacer ni por cuánto tiempo estaríamos allí. Novarini se sentó en el cordón de la vereda, la cabeza entre las manos, mascullando un futuro que intuía gris oscuro, tirando a negro. Al taxista lo perdimos de vista.

 Mi compañero salió, con casco y fusil, a buscar un alma caritativa que le convidara cigarrillos y, si era posible, algo de comer. Volvió con unos pocos rubios en el bolsillo y otro encendido entre los labios. Si bien estábamos en los últimos días del invierno, el viento desde el río no era intenso pero sí frío. Pese a eso, no eran pocos los porteños que habían elegido pasear por la costanera, pararse a mirar los aviones o remojar el anzuelo y la carnada en las marrones aguas del Plata. Pero todos esquivaban a “los milicos” con mirada desconfiada.

 Eran cerca de las cuatro de la tarde cuando se acercó un tipo con uniforme de la Fuerza Aérea y varias condecoraciones pendientes del pecho. Se cuadró delante de mí, me hizo el saludo militar de protocolo (que respondí haciendo sonar mis borceguíes lostrosos taco con taco y pegando el fusil contra mi pecho) y mirándome a los ojos se despachó:

-La reunión ha finalizado. El Brigadier agradece la colaboración del Ejército Argentino en el operativo de seguridad.  

 Dicho eso, pegó media vuelta y se fue, marcando el paso. No vio que yo era un simple colimba y por lo tanto no podía estar a cargo de nada, no vio que la camioneta estaba rota del otro lado, no vio que a menos de diez metros yacían los restos de un taxi. Nos miramos con Rodríguez y nos empezamos a reír.

 Cuando el sol empezaba a recortarse detrás de los bosques de Palermo vimos acercarse el Unimog que se había llevado a Alarcón. Sin frenar, el subteniente saludó a través de la ventanilla con su mano derecha en la sien y vimos cómo increíblemente se alejaba en dirección al centro. Al rato, una grúa particular enganchó al Falcon y se lo llevó a la rastra.

 Así como no puedo recordar si algún suboficial formó parte de la epopeya, no estoy muy seguro de cómo regresamos al Batallón. Seguramente que mi compañero y yo lo hicimos en el mismo asiento trasero de la camioneta del Teniente Coronel, enganchada a una grúa y con lo que le quedaba del tren delantero colgando.

 Rodríguez se durmió enseguida, apenas arrancamos. Yo no terminaba de creer el día que había pasado, en contraposición a la profecía del cabo primero Córdoba acerca del lustre de los borceguíes.

 

28 abr 2023

 

jueves, 16 de febrero de 2023

Aspiraciones

         En un pueblo lejano, cuatro o cinco vecinos se arrogaban ser los artífices de las mejoras del barrio: el agua corriente, las cloacas, el gas natural y el alumbrado de las calles eran fruto de su lucha sin cuartel contra la burocracia estatal.

          Unos lo relataban como una gestión colectiva; otros, curiosamente, se vanagloriaban de ser los solitarios artífices de los mismos logros en una suerte de disputa arrogante y estéril.

         Punto y aparte.

          En cierta ocasión un miembro de la élite culturosa de ese pueblo increpó a un vecino común por haberse apoderado de la historia local y de haber entrevistado a la última descendiente de los fundadores de la comarca siendo que él lo había hecho con anterioridad, cosa que le daba cierta preeminencia, según su parecer.

         El aludido le respondió que su oficio era el de entrevistar gente, contar lo que le decían y relatar historias y que no se sentía dueño de nada ni de nadie. El hombre con cara y aspiraciones de prócer le dijo que siendo así, de ahí en más dejara de tratarlo de “usted” y comenzara a tutearlo. Creyó haberse ganado la amistad y el respeto del otro cuando sólo obtuvo su pena y su rechazo.

         Punto y aparte.

          Por lo menos tres personas aseguraron haber sido únicos fundadores del scoutismo en el mismo pueblo. A los tres hubo que creerles dado que no había documentación que sostuviera lo contrario.

         Punto y aparte.

          Tres mujeres juraron haber estado al cuidado del cura del pueblo al momento de exhalar él su último hálito y dijeron haberse quedado con su bastón. El religioso cerró sus ojos con fama de santidad y la causa de su beatificación está en su primer peldaño. El día que ésta finalice, habrá tres reliquias mal habidas que se atribuirán ser el bastón del santo.

 La galería de próceres de aquel pueblo tiene más postulantes que pedestales disponibles; personajes con aspiraciones a quienes les calza aquello de creerse los únicos y no ser ni siquiera uno de ellos.

 

 

sábado, 25 de junio de 2022

Un balcón, una tragedia, nada de Shakespeare

Hay balcones y balcones. Y no hablamos del de la Casa de Gobierno, ni mucho menos. Los hay que ofrecen vistas maravillosas, que nos elevan por sobre la chatura ciudadana; que nos permiten un soplo de vida, aire y verdor en medio de la grisura urbana; y los hay también que ensombrecen la vida, aún más que una vereda estrecha del microcentro porteño. 

 La escena que se desarrolló en el filo de un balcón en el mediodía capitalino hasta podría haber pasado desapercibida. Era más patética que realista: una mujer que no llegaba a los treinta años gritaba desde el primer piso de un hotel de media estrella en la esquina de Bartolomé Mitre y Uruguay. Había pasado sus piernas por la baranda y gritaba –no lloraba- torrentes de palabras no del todo comprensibles.

Parecía decir algo sobre un desalojo, y que su marido estaba complotado en contra de ella. Lo burlesco de la escena era el cartel que pendía del mismo mirador: "¿Problemas con su inquilino? Cobro-desalojo inmediato".

En la vereda podía verse media docena de policías con sus chalecos naranja fluorescente, uno de los cuales cortaba en ese momento el tránsito por la calle Uruguay. Entonces sí, los curiosos comenzaron a detenerse y mirar hacia arriba.

 "Que venga la prensa, que vengan los medios", vociferaba la mujer. "Miren cómo me agarran", señalaba aferrada al borde de la reja, mientras una señora la abrazaba por detrás.

 No había medios, no había fotógrafos. Sólo curiosos, transeúntes ocasionales, que no atinamos a hacer nada por ella. Excepto la policía, que trataba de convencerla de que no se arrojara, que entrara al edificio. "Que vengan las cámaras, que venga Crónica" repetía, en demanda del canal más amarillo de la tevé argentina.

 Una autobomba que se abrió paso a toda sirena acabó depositando un puñado de bomberos. En pocos segundos uno de ellos estaba en el primer piso, procurando que la mujer desistiera de su actitud. La víctima había enganchado sus piernas en un ángulo de la reja del balcón –una hacia el frente y la otra hacia un lateral- y hacía suficiente fuerza como para que entre tres personas –una mujer de civil, un policía y un bombero- no lograran sacarla de allí. Cuanto más fuerza hacían, más gritaba ella; cuanto más tironeaban, más rígidos ponía sus pies desnudos, más fuertes eran sus alaridos.

 Abajo, los curiosos nos preguntábamos por lo que decía ella y como respuesta, comenzaron a tejerse las hipótesis más variadas.

 Lo que realmente parecía era que la mujer no pasaba por un estado de  desesperación y angustia; más bien daba la impresión de padecer cierta alteración nerviosa: no había lágrimas en sus ojos; nadie intenta quitarse la vida desde un primer piso ni pasando sus piernas por entre medio de una baranda, más bien se sube a horcajadas de ella; nadie, por su propia voluntad, debe tener tanta fuerza como para resistir la de tres personas a la vez. Oímos decir que una fuerza descomunal se desata cuando la psiquis es presa de ciertas alteraciones.

Algo que llena de tristeza a cualquiera se solapa detrás del hecho en sí y de las razones por las que este ser protagonizó lo que protagonizó: el centenar y medio de personas que por unos minutos nos detuvimos, primero por curiosidad, luego por interés, y finalmente, dado el hecho de que ninguno se acercó a prestar colaboración, por un dejo de morbo, seguimos luego nuestras respetivas vidas, olvidados del entremés y la tragedia.

En aquel escenario no estaban Romeo y Julieta. Pero había un balcón. Y una tragedia. Hubo, sí, unos pocos que aplaudieron. Pero de este argumento de desdichas y marginados seguimos sin atender absolutamente nada.

 

 

jueves, 19 de mayo de 2022

Mate en mano en FM Vox 102.9


Entrevista a Guillermo Defranco en el programa ¡Caminante! de FM Vox 102.9 de Quilmes, el sábado 14 de mayo.
Este es el enlace al segmento con el reportaje:
https://youtu.be/FoEhMFvrhs0

 

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