Aún cuando
está tropezando con la cifra de casi cien mil almas, la localidad de City Bell
sigue conservando algo de su espíritu de pueblo chico. Y se es pueblo chico
cuando, más allá de todo censo y de toda estadística, los pobladores conservan
la memoria de los antiguos vecinos; cuando los descendientes de aquéllos siguen
afincados en el terruño y se siguen reconociendo y saludando cada vez que se
cruzan en la calle.
Entonces en el texto que sigue, porque
toca a la historia del país pero involucra a por lo menos tres familias con
muchos años en el pueblo –más de 80 en el caso de una de ellas- no se usarán
nombres y apellidos reales sino ficticios. Para no herir susceptibilidades,
para no remover rencores; porque se trata de sucesos acaecidos hace casi seis
décadas y podría calificárselos de anecdóticos si se los despojara del contexto
político en que se produjeron. Pero encierran dolor. Dolor de pueblo chico.
Entre 1962 y 1963, como si lo endeble
de la democracia argentina no fuera suficiente, nuestras Fuerzas Armadas eran
la caja de resonancia de los ecos de la Guerra Fría y de la mal llamada
Revolución Libertadora. El Ejército era la Fuerza en la cual las aguas estaban
más divididas. Azules y Colorados se denominaban las facciones que pugnaban por
recuperar el poder político del país, unos para perpetuarse en él y otros para
buscar desterrar definitivamente toda lo
referencia al peronismo.
En realidad, ambos grupos compartían la
alineación con Estados Unidos en la Guerra Fría y la necesidad de combatir al
comunismo, pero discrepaban sobre la modalidad y el perfil profesional que
debían tener las Fuerzas Armadas. Los Azules admitían rehabilitar de modo
restringido al peronismo proscripto, mientras que los Colorados lo equiparaban con
el comunismo y querían erradicar a ambos en forma definitiva. Hacia 1962, cada
bando luchaba para lograr el control castrense y constituirse en tutor de la
política nacional.
El 29 de marzo de ese año Arturo
Frondizi se vería obligado a abandonar la Presidencia de la Nación y ceder su
lugar al vicepresidente José María Guido, en una suerte de transición hasta las
elecciones de 1964. Hay que decir que la Armada tuvo también un rol
preponderante en el conflicto, que ya se había extendido a otras provincias.
La camarilla Colorada había logrado
dominar unidades clave del Ejército, lo que impulsó la contraofensiva Azul. El
2 de abril de 1963 las tropas Azules al mando del general Alejandro Agustín
Lanusse salieron de Campo de Mayo para recuperar La Plata y Punta Indio. Por
otra parte, Santa Fe, Córdoba y Jujuy se encontraban entre los puntos más
conflictivos. Radio Provincia y radio Universidad, en poder de las fuerzas Coloradas,
exhortaron a evacuar las viviendas cercanas al Batallón 2 de Comunicaciones de
City Bell –actual Agrupación 601-, en poder del bando Azul, para prevenir
posibles bombardeos.
Lanusse conocía muy bien al 2 de
Comunicaciones. En los tiempos en que sus instalaciones constituían la Estancia
Grande, propiedad de la familia Bell, allí celebró su casamiento con Illeana,
nieta de Jorge Bell, meses antes de que el Estado expropiara esas tierras para
instalar la unidad militar. Un viejo vecino, que era un chico por aquellos años
y trabajaba en la estancia, ha referido más de una vez que con otros compañeros
se apostaron ese día en la tranquera de ingreso y que no fueron despreciables
las propinas que recibieron de los invitados.
Vayamos, entonces, al nudo local de
nuestro relato. Barriales (recordemos
que las identidades son ficticias- vivía en una esquina del camino Centenario,
a unos cuatrocientos metros del Batallón. Era por entonces un muy joven oficial
de la Marina, con esposa e hijos.
Casi enfrente, sobre la calle lateral,
vivía con su esposa, sus hijos y sus suegros, Bianco (insistimos, el apellido es inventado). Bianco era militante peronista de la primera hora con una actividad
política en receso obligado; o casi.
A unas veinte cuadras de allí vivía Molino (que no se llamaba así), un
suboficial de la Marina retirado desde hacía algo más de una década gracias a
su desencanto personal con la Fuerza. Tras su retiro había sido presidente del
Argentino Juvenil Club y empleado en la ferretería de don Juan Bello. Su
condición de exmarino le proporcionaba algo en común con Barriales –a quien no conocía- y con Bianco lo unía el hecho de que sus respectivas suegras amasaban una
amistad que llevaba décadas.
Aquel
2 de abril de 1963, exactamente diecinueve años antes del otro 2 de abril que
quedaría grabado a fuego en la historia y el corazón de los argentinos, la
angustia y el pánico ganaron las calles de City Bell, especialmente las más
cercanas al cuartel.
La noticia de que los aviones de la Marina bombardearían el
Batallón de Comunicaciones helaba la sangre de más de uno. Molino, que con 47 años peleaba palmo a palmo contra una enfermedad
que lo derrotaría cuatro meses después, decide asilar en su casa a la familia
de Bianco, alejándolos así de la zona
del posible bombardeo. El señor Bianco,
resuelto a permanecer escondido en el fondo de su vivienda, agradeció el gesto
y decidió que sólo fueran sus familiares. Además, mostró su preocupación por la
esposa y los hijos de su vecino Barriales,
quien por su condición de oficial de la Armada estaba acuartelado.
Molino no lo dudó y les ofreció refugio en el
hogar de su hija –casada y con dos hijos pequeños- a poco más de una cuadra del
suyo. Como pudieron, las familias se organizaron en ambas casas y masticaron su
angustia procurando no transmitirla a los chicos. La más afectada parecía ser
la señora de Barriales, quien no
cesaba de lamentarse: “¡Qué horror, las
‘botas’ en la marina!”, en alusión a la posibilidad de que una facción del
Ejército acabara entrometiéndose en los asuntos de la Armada.
El conflicto se resolvió pronto. La
sangre y las vidas que se cobró en otras ciudades del interior no llegaron a
City Bell, que poco a poco fue recuperando la calma y cada cual pudo volver a
su casa.
Poco más de una década después y luego
de que las Fuerzas Armadas se llevaran por delante a dos gobiernos democráticos
(el de Arturo Illia en 1966 y el de María Estela Martínez de Perón en 1976), la
Historia hizo de las suyas volviendo a cruzar a dos de los actores de esta
novela que no es ficción. Enarbolaban el lema de la “Argentina potencia” y de
que “los argentinos somos derechos y humanos”. Vaya pantomima.
A la señora de Bianco se la veía seguido en la iglesia del padre Dardi (Sagrado
Corazón de Jesús) con un pañuelo blanco cubriendo su cabeza mientras un llanto
sin consuelo cortejaba sus rezos. Su alma se desangraba por sus dos hijos
mellizos que alguien le contó que los vio cuando fueron subidos por la fuerza a
un vehículo militar mientras realizaban pintadas políticas. Sin armas, según
dicen; sólo militantes de un partido, el mismo que había abrazado su padre. Su
rogativa se escuchó a medias: sólo uno de ellos volvió a la vida mientras el
otro es parte de la obscena nómina de desaparecidos.
Barriales,
contraalmirante ya, fue conducido por imperio del mérito a apetecidos cargos en
el escalafón de la Fuerza hasta alcanzar un repentino retiro. Se fue, dicen, en
disidencia con el comportamiento que la Armada estaba teniendo en esos años que
alguien llamó “de plomo” pero que fueron, más bien, de sangre.
Indigesta historia de dolor en un
pueblo chico. El ser chico le permitió que dos familias vecinas que fueron
refugiadas bajo el techo de una tercera, acabaran en bandos contrarios poco más
de una década después. Nadie sabe si el paso al costado de Barriales se relaciona con el hecho que hemos relatado o con eso de
la Argentina potencia. Ya mayor, se lo ve cada tanto caminar, de la mano de su
esposa, por las calles del pueblo chico que juntos eligieron para toda la vida,
lejos de los azules y los colorados, de los derechos y humanos pregonados por
antiguos comandantes tiestheridos.