viernes, 28 de junio de 2019

Mi Día Nacional

En un ataque de procrastinación (acción o hábito de retrasar actividades o situaciones que deben atenderse, sustituyéndolas por otras situaciones más irrelevantes o agradables) ayer a la tarde dejé de hacer lo que debía hacer y decidí limpiar el tiraje de la salamandra. Del lado de adentro es un tubo de fundición de 1 metro de altura por 10 centímetros de espesor, con un codo de igual material que va calzado arriba. Lo limpio desde su boca externa, siempre igual, desde hace unos 25 años.
Lo cierto es que ayer se salieron caño y codo, se cayeron sobre una silla de algarrobo (se quebró una tabla del asiento) y del caño se rompieron dos pedazos de unos diez centímetros de largo uno de ellos, un poco más chico el otro.
Un poco de sellador, tijera, chapa y alambre para reparar la chimenea; madera y cola para la silla.
Después, a guardar lo usado para las reparaciones. Maniobrando en esos menesteres, engancho un balde que estaba sobre la mesada del lavadero y que yo no sabía que toda la lluvia de los últimos días estaba ahí adentro. Sí, señor: terminó en mi pantalón, mis medias, mis zapatillas...,
Horas después, previo a la merecida ducha, paso por el inodoro (¿para qué explicar?). Al sentarme se rajó la tabla y terminé con un pellizcón en el pómulo póstero.
Abro el celular, entro en Facebook y ahí entendí todo: ayer, 27 de junio, fue el Día Nacional del Boludo. Gracias.

lunes, 1 de abril de 2019

Mateando en el bar


Había pautado una entrevista para las tres de la tarde, en lugar histórico frente al río. Conocía a mi entrevistado de antemano y decidí llevarle de regalo una planta de yerba mate.
Hizo calor ayer. Él estaba terminando con una fajina doméstica –limpieza y orden-; me saludó, me invitó a pasar, a usar sus equipos de radio. Le recordé que habíamos coordinado de charlar los tres: él, mi grabador y yo. Me dijo que en un ratito, con unos mates de compañía.
Lo dejé hacer, recorrí el lugar, tomé fotografías, me metí en el tema doloroso del de habríamos de conversar. Cerca de las cuatro llegó un remís. Mi futuro reporteado guardó un llavero en su mochila, me extendió la mano y me dijo: “Disfrutá de la visita, hermano”. Y lo vi alejarse a bordo del remís.
Un bar para tomar mate.
Para premiar mi fracaso decidí ir a conocer Matea, el bar matero que hay en el centro de La Plata. Dese hace tiempo me viene haciendo cosquillas la neurona de la curiosidad en torno a este tema del mate en un bar. Me gustó el ambiente al entrar pese a no haber clientes. La empleada tenía un hablar más del Orinoco que del Paraná –luego me confirmaría que es venezolana-, pero más que suficiente para explicarme el funcionamiento del lugar. De los cuatro tipos de yerba orgánica y de secado natural que ofrecen (Takuapy, Tupá, Guasú y Yací)  opté por el tercero, de sabor ahumado. Exquisito.
El servicio consiste en un mate de vidrio con las tres cuartas partes de la yerba elegida más un termo de medio litro y una bombilla de aluminio. Además, una pequeña jarrita con agua tibia para humedecer la yerba. En la carta, además de la oferta gastronómica, explican cómo preparar el mate, cómo cebarlo y  hay referencias a las bondades de la yerba mate. Claro y preciso.
Consumí mi agua, compré yerba de marcas que andaba buscando para probarlas y me volví a casa contento. La entrevista había sido un éxito.


lunes, 4 de febrero de 2019

El autor de "San Lorenzo"

Quien más, quien menos, todos alguna vez hemos cantado la marcha San Lorenzo, cuya letra cumple ciento diez años. Y dado que ayer se cumplieron 206 años del histórico combate, me pareció oportuno rescatar este material de archivo.
Unos ocho años atrás Carlos Javier Benielli –vecino de la localidad de San Martín, curiosamente- nos contaba que su padre –de quien heredó el nombre-, escribió en 1907 la letra de la popular marcha.
Entrevista. Carlos Benielli (h) con este cronista.
Benielli padre era una persona reservada, al punto que nunca le habló a sus hijos de su creación. Luego de su fallecimiento, su viuda les contó algunas cosas.
Benielli hijo transitó cincuenta años de carrera docente, veinte de ellos de asistencia perfecta, y ocupó sus últimos años en mantener vivo el recuerdo de su padre y la vigencia de la marcha que inmortalizara el bautismo de fuego en suelo patrio del general José de San Martín y su regimiento de Granaderos a Caballo.
La música de San Lorenzo fue compuesta en 1901 por Cayetano Silva, un uruguayo residente en la ciudad santafesina de Venado Tuerto. El letrista nunca estuvo allí, pero conocía a Silva por haber sido ambos docentes en una escuela en Buenos Aires.
Benielli fue también autor de la marcha Curupaytí, aunque nunca la registró como propia. A su legado se suma, además, una marcha dedicada a la Bandera Nacional, otra a San Martín, y otras composiciones incorporadas al cancionero escolar.
Autor. Carlos Benielli escribió la letra
de la marcha "San Lorenzo".
Cayetano Silva en persona estrena su obra en Santa Fe en ocasión de la inauguración del monumento al general San Martín, acto encabezado por el presidente Julio Roca y el Ministro de Guerra, general Pablo Riccheri. A Riccheri le presentaron la partitura, y como él no entendía de música, citó a cuatro bandas de distintas guarniciones para que la ejecutaran. Y le gustó tanto que enseguida la declaró marcha oficial del Ejército Argentino.
San Lorenzo fue muy pronto incorporada al cancionero escolar oficial, lo que le valió el salvoconducto para que se hiciera popular y se instalara para siempre en el corazón de los argentinos.
Se la ejecuta cuando el Comandante en Jefe pasa revista a las tropas y cuando va llegando el presidente a algún lugar (aunque a veces se toca Ituzaingó). En Inglaterra es ejecutada a diario durante el cambio de guardia en el palacio de Buckingham; y cuando los alemanes ingresaron a Francia en la segunda Guerra Mundial, lo hicieron al compás de la marcha San Lorenzo; y los aliados la festejaron luego el triunfo con la marcha.
Sin embargo, la letra que se canta hoy no es la original en su integridad. Uno de sus párrafos decía: Y nuestros granaderos aliados de la gloria, atacan al hispano con furia de aquilón, y fue eliminado por considerarlo ofensivo para los españoles.
En 2007, al cumplirse los cien años de la composición de San Lorenzo, los restos de Carlos Benielli fueron trasladados al convento San Carlos, junto al cual se librara el memorable combate que describe la marcha. Allí descansan además, las cenizas del sargento Cabral y las de los granaderos caídos en el enfrentamiento del 3 de febrero de 1813.
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17 ago 17
Entrevista original: abril de 2008, para El Correo Solidario, periódico de la Asociación Mutual de Protección Familiar. Fotografías: Claudio Gutiérrez.

lunes, 7 de enero de 2019

Noche maravillosa

Ufff... medio viejita, pero siempre eterna esta crónica. Viene al caso, por el calendario y es una de las que más quiero. La dejo en los zapatos de cada uno de ustedes.



Noche maravillosa
Qué noche maravillosa la del 5 de enero, la noche de Reyes. La noche de los zapatos, el pastito recién cortado y el agua para los camellos. Noche de magia e ilusión aún para tantos adultos que, en lo más profundo del sentimiento, esperamos a los Reyes no por el regalito, no por lo que dice la Biblia. Sino porque tal vez se trate del último vestigio de la inocencia que tuvimos cuando éramos chicos. Dios nos la conserve, seamos o no creyentes. Un sentimiento extraño e indefinido nos hace pensar que se trata de una noche particular en que la soledad, lejos de pesar en el alma, trae la paz enriquecedora que el jolgorio y la pirotecnia del 31 de diciembre nos han rasgado de arriba abajo como una camisa gastada se abre por la espalda.

Pesebres de fantasía
Quien más quien menos, todos hemos alguna vez armado un pesebre y puesto en él toda nuestra dedicación, nuestra seriedad, nuestra imaginación. En algunos casos la estufa hogar inactiva durante el verano era el lugar ideal. Es que le daba a la cosa un clima especial, de gruta y de calidez a la vez, de lugar de encuentro familiar. Además, en otro sitio, ¿de dónde colgar la estrella indicadora de lugar del Nacimiento? Tanto esmero en recortar prolijamente el cartón y forrarlo con el papel de los alfajores merecía su sitio de privilegio; casi tanto como el mismísimo niño Dios. Y para eso estaba la chimenea.

Las montañas eran bollos de diarios viejos cubiertos con papel madera pinceleado con litros de témpera verde y coronado con nevadas de lana de vidrio, esa fibra blanca y filosa que sólo papá o mamá podían manipular. Con el transcurrir de los años el cronista se comenzó a interrogar si en la Palestina de dos mil años atrás solía nevar como en nuestros queridos pesebres. Un poco de arena y trozos de espejos daban vida a magníficos lagos y lagunas que no condicen con la aridez de la región, pero que estaban habitados por toda clase de fauna, en las variedades más diversas. Desde estatuillas de yeso adquiridas exprofeso con el fin de animar el pesebre, hasta los animalitos ganados en el sobre del Topolín o manoteados en complicidad familiar de la caja del Juego de la Oca.

Noel y Noé
A decir verdad, había veces que los pasajes bíblicos parecían confundirse. La insólita y variada fauna reunida era más digna del arca de Noé que del portal de Belén. Nuestra confusión histórica hasta nos hacía construir carabelas con plastilina y cáscaras de mitades de nueces para que navegaran en las quietas aguas artificiales de aquel paisaje de fantasía. Fue un milagro que San Martín sobre su blanco caballo no emergiera de entre los cerros de papel y los bosques recreados con ramitas de los aromos de la vereda, porque de lo contrario habría parecido más un tango de Discépolo que un pesebre familiar.

Claro que todo ello pasaba muchas veces desapercibido ante otro detalle más que evidente: nuestro niño Dios era tan grande frente al resto de los personajes tan pequeños, que sus brazos abiertos desde el catre de tronquitos eran suficiente para abrazar a José y María juntos. Y junto a todo ello, los pares de zapatos recién lustrados, a la espera de recibir su corona de paquetes y regalos. Quién te ha visto y quién te vé, lustrando zapatos hasta la suela en algún momento del día, no vaya a ser cosa que los tipos del camello siguieran de largo asustados por la tierra que tenían y el olor a pata... Descubierta con el tiempo la verdad de la historia, jamás el cronista volvió a lustrar su calzado con la misma dedicación. Una cepilladita y basta...

Además del pesebre estaba la cuestión de los camellos, esos caballos con jorobas que llevaban a los tres Reyes Magos y que tenían mayor prensa que el trineo de Papá Noel. Éstos, durante la noche misteriosa, comían y bebían el pasto y el agua que les dejábamos hacia el atardecer de la víspera y que antes de despertarnos nuestros padres revoleaban por encima de la ligustrina del baldío colindante. ¿Quién podía discutirle a aquél chiquilín que había escuchado los pasos de los cuadrúpedos junto a la ventana del dormitorio? Por otra parte, eran noches de vigilia en la cama hasta que el sueño y el cansancio podían más que la ansiedad y ese corazoncito agitado caía en el más profundo de los sopores.

Entre nubes y cohetes
Las noches previas a la de Reyes otear el cielo en dirección a la luna era todo una experiencia. Porque ellos venían de allí, creía uno, y con seguridad ya se estarían preparando para el largo viaje o, más aún, estarían en plena marcha descendente. Las manchas selenitas eran a menudo tres figuras humanas llenando de paquetes una gran bolsa. Otras veces eran tres jinetes portando alforjas repletas de regalos.

En el barrio formábamos una barra numerosa y a la siesta -hora vedada para la pileta porque con el batifondo que hacíamos nadie dormiría en el vecindario-, solíamos discutir ese tema visceral. ¿Cómo bajarían los tres Reyes y sus camellos desde la luna? La Apolo XI todavía no había aparecido en diarios y noticieros, así que era una posibilidad inimaginable. La única opción que constituyera el eslabón perdido de la cadena eran las nubes, y el desafío era por las noches descubrir con la imaginación los cirrus que conformarían esa especie de autopista celestial que uniera la tierra con el cielo.

Como podrá advertirse, la fiesta de Reyes tiene más fuerza para este escriba que la de Navidad. Dicho de otro modo y para ser más claros, la figura de los magos de oriente le despierta más afectos que la de Papá Noel, Santa Claus o Nicolás, más allá de cualquier significado religioso y espiritual. Quizás porque el gordito nórdico es símbolo universal y comercial de las fiestas de fin de año y uno cada vez se desapega más de las imposiciones de la publicidad.
El cronista no sabe por qué, pero la de hoy, la de los Reyes Magos, es una fiesta que puede más que su escepticismo propio de adultos, y aunque sabe que llegará el día en que tenga que revelarle la verdad a su hijo, la vive con alegría y expectativa. Alguna vez le tocó pasarla de vacaciones, junto a un lago patagónico, durmiendo a la luz de la luna y de las estrellas junto a sus amigos de entonces. No estaba en el vasto cielo cordillerano de Quila Quina aquella estrella milagrosa de Belén. Pero la claridad de la noche y el lago sereno y casi espejado daban ese clima especial de leyendas y misterios.

Enero, 1996.
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miércoles, 19 de diciembre de 2018

Mejor es ennavidarse

    Quiérase o no el espíritu del final del año está presente en las conversaciones, en los planes, en las noticias... Aún para aquellos que por una cuestión de fe no celebran la Navidad, el cambio de año es insoslayable y, aunque no quieran, les llegará algún brindis, algún saludo; o por lo menos, el medio aguinaldo de diciembre. Y si así no fuera, ya pasará el basurero tocando timbre y dejando la tarjetita de saludo a cambio de algún billetito a voluntad.

    Sin duda que la Navidad es el centro de este tiempo. La hemos heredado a través de la fe junto con la civilización europea y occidental que nos ha tocado en suerte y junto con ella vinieron las comidas cargadas de calorías –ideales para esta época en el hemisferio Norte-, la figura de Papá Noel como popularización de san Nicolás de Bari –un obispo heredero de fortuna familiar que decidió repartirla entre los niños más necesitados de Pátara, la ciudad turca de donde era patriarca- y el estruendo de los fuegos artificiales.

    Cuando éramos chicos no podíamos concebir los primeros días de las vacaciones escolares sin molestar con los cohetes y los triangulitos, ya que no era mucho más lo que nos dejaban comprar. Tomábamos todas las precauciones de seguridad, esperábamos que el último vecino del barrio se levantara de la siesta y allá íbamos, a meter un poco de ruido.

    Con el tiempo, con la pirotecnia pasó como con los helados: de ser un producto asequible sólo en esta época del año, pasó a conseguirse y consumirse durante los doce meses sin demasiado esfuerzo, más allá del económico.

    Pero en este tiempo en que parece que nos portamos peor que cuando éramos chicos, la pirotecnia aparece anotada en el pizarrón junto con los chicos malos: se le acusa más de molestar a las mascotas que a los humanos o de ser potencialmente peligrosa para quien la manipule.

    Desde diversos espacios se pide el no uso de pirotecnia y fuegos de artificio en nombre de la salud de perros, gatos, mascotas y pájaros. Quiere decir que desde los chinos de hace dos mil años para acá nos vinimos portando muy mal para con nuestros queridos animales.

    Pero resulta que chinos, hindúes, griegos y romanos, desde tiempo inmemorial sumaron la pirotecnia a sus grandes ceremonias no sólo con un fin festivo sino también, en sus creencias, para ahuyentar los malos espíritus con vistas al año que iniciaban, a la fiesta que celebraban, a la etapa que comenzaba como podía ser, por ejemplo, la siembra.

    Vale decir que en su origen cohetes y fuegos artificiales tuvieron un sentido que le hemos perdido.

    En todo caso, la costumbre platense de armar y quemar muñecos pirotécnicos cada 31 de diciembre o en las primeras horas del 1º de enero, tiene la virtud de reunir en torno de ellos a la comunidad barrial después del brindis familiar. Pavada de virtud. Y ni hablemos del arte volcado en su realización, que en muchos de ellos no tiene desperdicio.

    Pero hablábamos de la Navidad, que para muchos es una cuestión religiosa, para otros una cuestión social y para otros, meramente comercial. En todo caso está cumpliendo la función de unirnos a todos, cada cual a su modo, llevándola en el pensamiento y en el sentimiento por algunos días.

    La muestra de pesebres y el eslogan “Navidad en City Bell” ya son un clásico local. Darse una vueltita por las ferias artesanales citybellinas para comprar presentes para todos los participantes de la mesa navideña es casi un imperdible de cada diciembre.

Recorrer los barrios para apreciar las casas y sus jardines ornamentados para la ocasión es otra propuesta para no despreciar, aunque nos falte la nieve de las películas y todo parezca más Coca Cola que un humilde pesebre para un niño por nacer. 

    Lo deseable, entonces, es que cada uno tenga su Navidad y su Año Nuevo. No importa si no hay un Niño Dios naciendo dentro por una cuestión de creencia. Lo que importa es que no pase sin ton ni son, que aminoremos el paso, que miremos hacia adentro y también alrededor. Que nos encontremos con nosotros, con el otro; que sepamos que unos y otros nos necesitamos, que nos tenemos.

    Que la Navidad y el Año Nuevo sigan existiendo sin el estruendo de la pólvora inflamada, aunque no concibo una Navidad silenciosa ni un villancico cantado sin fuegos de colores como fondo. Y si en vez de un villancico autóctono aparece Bing Crosby cantando Navidad Blanca, da lo mismo.

    Esta Nochebuena y este Año Nuevo, en las burbujas de nuestra copa estarán todos los nombres que fueron parte de nuestro año que se va. Y estarán todos los deseos de unos y de otros para que se vayan construyendo a lo largo del que viene.

    Salud, felicidades y que sea Navidad, entonces, muy dentro de vos, y de vos, y de vos, y de vos, y de vos, y de vos, y de vos...
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martes, 23 de octubre de 2018

Lenguaraces se necesita


         Necesito un lenguaraz. Los conquistadores españoles de los siglos XV y XVI tenían uno. Y los que siguieron después, tratando de entenderse con los habitantes de la pampa y alrededores, también. Un lenguaraz no en la acepción que le da hoy el diccionario, de “persona que habla con descaro y desvergüenza” sino en el sentido de intérprete, traductor, alguien capaz de entenderse con quien habla otra lengua aún sin dominarla.

         Me pasa que entre las vidrieras de los comercios y las publicidades hechas en spanglish o directamente en el inglés más rancio y puro y lo que leo en Facebook y Whatsapp –no tengo cuenta en otras redes-, cada día me cuesta más entender lo que se dice.

         Admito que las más de las veces pongo mis dedos en la tecla equivocada (bueno, el teléfono ya no tiene teclas y casi tampoco botones) y que no siempre advierto el error antes de enviar el mensaje. Pero al menos procuro seguir las reglas gramaticales: signos de interrogación y exclamación de apertura y cierre, acentos, palabras completas, ortografía… Y trato de entenderme con el corrector de textos y de utilizarlo.
 

         Lo del inglés, admitámoslo, viene de arrastre. Desde los tiempos de los frigoríficos ingleses consumimos rosbif (roast beef o bife asado, cocido al fuego) y bistec (beef beef steak, bife de carne de vaca). Y ni hablar de un deporte tan popular como el fútbol, que desde su misma denominación nos remite al origen sajón. El orsay es off side, el centrojás es un center half o delantero central y le siguen el fau, el güin y el insái, por poner algunos ejemplos.

         Pero esto de ver las vidrieras de los comercios promocionar sus ventas en inglés, ya es otra cosa: “sale 30% off”, lejos de ser una promoción de repelente para mosquitos a precio de oferta, es una indicación de que ciertos productos valen treinta por ciento menos que su precio de lista.

         Un black friday no es un viernes negro, sino un día de grandes ofertas en el cual los comercios participantes cobran por única vez lo que deberían cobrar todos y cada uno de los días de la semana.

         Mummy’s day”, decía el escaparate de una casa dedicada a indumentaria femenina que vio el Día de la Madre como una buena oportunidad –por cierto de está en todo su lícito derecho- para atraer clientes y hacer buenas ventas.

         Y otra cosa: ya no hay ventas sino que todas son “sales”. Las cosas “sale 30% off” o, para hispanizarnos un poco, podemos encontrar una “gran  barata”, pero casi no hay liquidaciones u ofertas como antes.


         Es cierto que hacer estos planteos desde un pueblo que porta un nombre de base inglesa parece un tanto irracional, aún cuando “City Bell” no es una construcción legítima gramaticalmente hablando. Pero la cuestión pasa por otro lado. Somos argentinos, orgullosos habitantes de estas tierras y como tales, heredamos la lengua del conquistador español. Nuestra identidad y nuestra idiosincrasia se componen en gran medida de ella.

         Tendría más lógica que mezcláramos en nuestra cotidianidad vocablos guaraníes, o quechuas, o pampas, o mapuches, por poner ejemplos. Porque a este paso la Pachamama va a acabar siendo la Groundmother o la Earthmother, para ponernos a tono con los usos y costumbres de esta sociedad que estamos siendo. Estamos terminando octubre, así que muy pronto vendrán las merry christmas y el happy new year con la nieve, Santa Claus y los renos incluidos.

         Retomando la cuestión de las redes sociales y cómo nos comunicamos a través de ellas, resulta casi tenebroso comprobar cómo nos embrutecemos en el día a día. Sin hacer estadísticas podemos arriesgar que es una amplia mayoría la que escribe sin signos de puntuación, que reemplazan el binomio qu por la letra k, que ponen puntos para separar palabras, que ignoran casi deliberadamente las más elementales reglas de la gramática y de la ortografía y mucho me temo que eso no sea falta de instrucción –que no sería algo atribuible a los actores de la cuestión- sino lisa y llanamente un desinterés deliberado por ajustarse a aquello que nos permite entendernos: nuestra lengua,

         Por eso, decía al inicio, habremos de necesitar un lenguaraz que cumpla las funciones de intérprete cada vez que leemos una vidriera, que vemos una publicidad por televisión (o la escuchamos por radio) o que recibimos el más elemental saludo a través del teléfono: emoticones, emojis y demás bichitos dibujados son lo más parecido a los jeroglíficos del antiguo Egipto. Ojalá seamos capaces de legar a las generaciones venideras la centésima parte de lo que los egipcios nos dejaron,
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23 oct 18






martes, 11 de septiembre de 2018

Sobremesa


Doña Victoria se solazaba de haber parido a sus cuatro hijos arriba de la mesa de la cocina. Don José daba crédito de los dichos de su esposa y Humberto, el mayor de su descendencia, no recordaba que en su casa, siendo chico él, hubiese habido otra mesa en la cocina que no fuera esa.

Victoria y José no eran familia de dinero y llegaron de Italia con escasez de liras en los bolsillos. La mesa que compraron para su cocina, por tanto, era bastante austera: patas de pinotea y tablero de quién sabe qué, cajoncito con divisiones al frente y nada más.


Humberto la llevó consigo cuando formó su familia, luego la prestó a su cuñado cuando hizo lo propio, y después el mueble cumplió algunas otras funciones, incluida la de trasto en el altillo. A lo largo de sus años (tal vez, tres cuartos de siglo o más), la mesa de la cocina y de parir de la gringa Victoria, acumuló varias capas de pintura (grises, azules, blancos) y algún que otro remiendo oculto siempre bajo sus hules y manteles de rigor. Hace pocos años abandonó su retiro de depósito, recuperó su posición de mesa y, con las patas otra vez sobre la tierra, se aprestó a sentirse nuevamente mesa.



Los usos y las costumbres
Elemento de uso diario si lo hay, la mesa es, casi, una extensión del cuerpo. En ella nos apoyamos para comer, para cocinar, para trabajar, para jugar. La mesa es la caja donde resuena una palmada que puede denotar enojo o indignación, o prolongar una carcajada salida del alma. Ponemos las cartas sobre la mesa para pasar un buen rato entre amigos o para mantener cara a cara una conversación sin ambigüedades.

Sobre la mesa apoyamos nuestros codos para sostener el mentón entre las manos, como si ese gesto nos ayudara a pensar. O cruzamos los brazos sobre los cuales reposar el rostro lloroso de tristeza e impotencia.

¡A la mesa! convoca la señora de la casa al momento de servir la comida, y esa simbiosis de mobiliario y trabajo culinario simboliza la magia de la reunión familiar. Tanto que, cuando la familia crece en número, se dice que hay que agrandar la mesa.

La mesa es, también, refugio para el gato que busca ocultarse del dueño que lo persigue con la intención de sacarlo al patio, o del purrete atemorizado en una tarde de rayos y de truenos.


El piso de las manos

En una evolución que comenzó hacia el año 2700 a.C. en Egipto, el mueble acompañó los cambios y progresos de la humanidad desde la concepción de cuatro de ellos en particular: la cama, la silla, el armario y la mesa. Pero la mesa no siempre fue mesa, ni fue desde siempre mueble.


Se diría que la invención y la evolución de la mesa van a la par de la evolución del hombre. Cuando el mono dejó de ser mono para llamarse Adán, el suelo empezó a quedarle un poco lejos de sus manos, y necesitó "subirlo", necesitó apoyarse en algo para hacer cualquier trabajo que fuera manual, porque ya se paraba sólo sobre sus patas traseras y le quedaban los brazos colgando. Y previsor como era, no esperó a que le doliera el esqueleto para buscar una posición mejor. La mesa, entonces, se inventó ante la necesidad de que las manos tuvieran un suelo, una superficie de apoyo más elevada, más cercana.

La arqueología nos cuenta que las más antiguas civilizaciones tallaban mesas en la roca para destinarlas, en muchos casos, a sacrificios divinos. Eran, en realidad, altares, verdaderas mesas fijas que, por esa misma condición de no poder ser trasladadas, no eran móviles, no eran muebles.

Se dice que si en algo le erró Leonardo Da Vinci al pintar la Última Cena, fue precisamente en la mesa. En aquellos tiempos de la Palestina de Jesús no se acostumbraba a comer en una mesa con patas, tal como lo dictan nuestros usos y costumbres. Era, en todo caso, una estera tendida en el piso y recostados junto a ella se ubicaban los comensales. Eso explica el pasaje evangélico en el que el Maestro lava los pies de los discípulos la misma noche de aquella cena: era de buena educación lavarse no sólo las manos sino también los pies antes de acercarse a la mesa, dado que éstos quedaban muy cerca de la cabeza del comensal contiguo.

Por eso los romanos utilizaban el triclino, especie de amplio lecho para tres personas en forma de "U", al que se agregaba una mesa central donde colocaban los alimentos a la hora de comer. Desaparecido el imperio y sus fiestas bacanales, el triclino fue reemplazado por la cama en los dormitorios y por la mesa en el comedor. 



Mesa académica
El diccionario de la Real Academia define a la mesa con frialdad. "Mueble para comer, escribir, etcétera, compuesto de un tablero horizontal sostenido por uno o varios pies", dice. Esta enumeración de utilidades (para comer, para escribir...) y la forma de su estructura, resultan insuficientes. ¿Acaso un pupitre con el tablero inclinado no es una mesa? ¿Acaso no son mesas esos apoyos que, sin necesidad de pies o de patas, se elevan sobre el suelo colgados en soportes amarrados a la pared de una oficina pública?

Los académicos de la lengua no saben ver lo que realmente una mesa es. La mesa es un tablero, sin duda, pero requiere estar a una altura tal que tenga que ver con las manos de la persona que las utilice: las mesas son superficies para manipular y, por ello, si se elevan excesivamente, aun conservando la estructura, se convierten en un techo (como le ocurre al gato de los primeros párrafos); y si se baja más allá de un límite se convierte en un podio, en un estrado sobre el cual subirse para recitar, verbigracia, "los zapatitos me aprietan, las medias me dan calor", o para pronunciar un discurso de ocasión.

Dice José G. Moreno de Alba que el significado de bufé (mesa en que se sirven bebidas y alimentos) se relaciona con varias acepciones del francés buffet (colación, merienda) y también con el mueble aparador. "Más remoto parece el parentesco entre el francés buffet y el español bufete -agrega-, que cuenta con varias acepciones, entre ellas las dos siguientes: mesa de escribir con cajones y estudio o despacho de un abogado".

A la buena mesa
Sobre la base de esto, podríamos suponer que el armario de oficina y el escritorio se introdujeron juntos de la mano en la vida cotidiana, como la mesa de comer lo debe haber hecho con el aparador de cocina.


Hasta principios del siglo XIX el vocablo bufete aparece siempre con el único significado de "mesa", para alternar luego los significados de "mesa" y de "despacho". Pasará más tarde a significar "despacho de abogado", y sólo relacionarse con lo culinario en tanto y en cuanto buffet es sinónimo de bar o cantina de un club o institución.

Sentarse a la mesa es arrimarse a ella para, por ejemplo, comer, y de paso prolongar el momento en amena sobremesa. Pero la mesa puede ser de trabajo o de noticias, de operaciones o de juego. Puede ser la mesa de conducción de, por ejemplo, un gremio o la mesa de deliberaciones de señores que se sienten importantes. Puede ser la mesa de luz que ponemos junto a la cama o la mesa de saldos en cualquier comercio. Y podría ser, además, una mesa de dinero o también una mesa redonda donde se debaten superfluidades aunque su forma sea, por lo general, rectangular.

Patitas chuecas
Del pupitre del escolar al escritorio del secretario general de las Naciones Unidas, todas las mesas suelen tener algo en común: sería raro que alguna no necesitara un papel doblado o una chapita de gaseosa debajo de una de sus patas para evitar que se tambalee y se vuelque, por ejemplo, la sopa.

Es que, la vieja mesa de que hablamos al inicio de este escrito, aunque chueca, luce henchida sus remiendos. Otro José, bisnieto del anterior, la untó con amor teñido de pintura y barniz que resaltan sus heridas de toda una vida orgullosa. Y a esa misma tabla con patas sobre la que Victoria parió a sus hijos y amasó la pasta dominguera, este escriba, que es su nieto, la ha convertido en su escritorio, su especial mesa de trabajo. No podía caberle un destino mejor.
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