Cuando era
chica María Laura era bajita y muy delgada, dos envidiables ventajas para
escapar del aula apenas sonaba la campana del recreo y llegar primera al kiosco
de la escuela a comprar los sándwiches de salame y queso para ella y sus
compañeras del colegio María Auxiliadora.
El emparedado,
sándwich, sánguche, sanguchito o más lunfardamente “sambuche” o “chegusán”,
resulta un buen aliado a la hora de comer algo rápido y no perder mucho tiempo.
¿Quién no ha disfrutado de uno, ya sea sentado en el cordón de la vereda o de
pie en medio de un refinado lunch?
El diccionario
de la Real Academia
Española dice textualmente: Sándwich:
(Del ingl. sandwich, y éste de J.
Montagu, 1718-1792, cuarto conde de Sandwich,).
- m. Emparedado hecho con dos rebanadas
de pan de molde entre las que se coloca jamón, queso, embutido,
vegetales u otros alimentos.
Cuna inglesa
La primera
observación al respecto es que desde hace algunos años se ha aceptado en
nuestra lengua la palabras “sándwich”, tan inglesa ella, incorporando la más
sajona aún “w” y con tilde en la “a” en tanto y en cuanto es una palabra grave
que no termina ni en “n” ni en “s” ni en vocal. El “sándwich”, entonces,
reemplazó al hispánico “emparedado”, nunca aceptado en nuestras pampas
australes.
La segunda curiosidad radica en
que resulta homónimo de nuestras islas Sándwich del Sur, que homenajean al
mismo conde, Primer Lord del Almirantazgo Británico, y de las nórdicas
"Islas Sándwich", ahora conocidas como Hawaii.
La más antigua referencia del
vocablo “sándwich” como un alimento aparece documentada en el diario de un
erudito historiador inglés llamado Edward Gibbons en 1762, quien se asombró al
observar a dos nobles acaudalados en una cafetería, comiendo carne fría en
sándwiches y que finalizaron su charla bebiendo y hablando de política.
Elizabeth David, comenta en su
libro English Bread and Yeast Cookery que mientras los franceses e italianos
conservaron la costumbre del emparedado de pan tipo rústico, los ingleses
adaptaron rápidamente el pan de molde rebanado.
Si bien la costumbre y la leyenda
le atribuyen la invención del sándwich a John Montagu, IV conde de Sandwich, no
habría sido él su inventor. Más bien, un sirviente suyo habría encontrado en
esta preparación la solución al vicio lúdico de su amo, quien podría saciar su apetito comiendo “informalmente” mientras se abocaba a largas partidas de naipes.
El 24 de noviembre de 1762,
dicen, el conde estuvo veinticuatro horas seguidas ante una mesa de juego, cosa
que no le quitaba ni el sueño ni el hambre, por lo que pidió a gritos rebanadas
de carne servidas de tal modo que no hubiera de sentarse a la mesa ni
ensuciarse las manos. Ahí apareció el pan como económico salvador y, con él, el
sándwich, según se lo llamó más tarde.
Sin embargo, en Aquisgrán
defienden que el sándwich se inventó allí, con lo cual ya no sería inglés sino
alemán. Es que la partida de cartas en cuestión se habría desarrollado durante
la participación del conde de Montagu en las negociaciones de la Paz de Aquisgrán,
representando a la emperatriz María Teresa.
Cuesta
entender cómo del atildado conde inglés y sus refinados tentempiés llegamos a
nuestros criollazos “sánguches” de milanesa y los choripanes, sin menoscabo de
una de las mejores variedades: pan francés, salamín picado grueso o longaniza,
queso y manteca. Nada de mayonesa.
Durante el siglo XX, fueron
desarrollados ciertos tipos de sándwiches dulces, como las galletitas rellenas
con crema desarrolladas inicialmente por la empresa estadounidense Nabisco, y
los helados sándwich consistentes en un par de obleas que encierran una porción
de helado. Sobre las primeras, a nadie se le ocurriría por estas pampas llamar
sándwiches a ningún tipo de galletitas por más relleno que tengan, ni a sus
parientes argentinísimos los alfajores. En cuanto a los otros... cuántas mangas pegoteadas por
el hilito de helado derretido escapando de entre sus dos capas de oblea o
barquillo...
En Argentina y Uruguay existen
diferentes variedades sándwiches o, mejor, los mismos emparedados con diferente
nombre. Tanto, que nuestro tan criollo “lomito” (que difícilmente contenga
lomo, a penas si un cuadril o paleta amansado a golpes) en Uruguay es conocido
como “chivito”. Más aún, el “sanguchito” que acá comemos a las apuradas, del
otro lado del Plata es un “refuerzo”.
No escapa a nuestra observación
el hecho de que cada día es más común y popular el antes refinado y exclusivo
sándwich de miga. Tanto, que no son pocos los kioscos que los ofrecen
empaquetados y refrigerados. Y del tradicional triple de jamón y queso hemos
pasado hoy a una variedad de rellenos que casi no tiene límites. Y si esa clase
de emparedado es variada en su relleno, ¿por qué no va a haberla en los
sándwiches caseros?
Nos sorprendió una vez un querido
amigo comentando que acostumbra a comer sándwiches de ajo con aceite de oliva.
No falta quien se planta frente a la heladera abierta con un pan abierto al
medio, a ver qué sobró del día anterior para rellenar su sánguche. No importa
si es carne, verdura o guiso.
Un choripán comido al pie de la
parrilla es tan tentador como eran los emparedados de salame del kiosco del
colegio Estrada de City Bell en la década del ’70. El choripán o el sándwich de
vacío comido a la vera de la ruta, es más rico que el que hacemos en casa.
Si bien nuestra preferencia es
siempre pan francés con o sin corteza, podemos sucumbir fácilmente a la
tentación de los pebetes que elabora la panadería San Martín, en la calle 13
frente al tanque de agua. Imperdibles, sin importar qué relleno le ponemos
dentro.
Algún anochecer, luego de una
sumatoria de horas de viaje y largos kilómetros recorridos, arribamos a cierta
localidad cordobesa cuyo nombre quedó en los lejanos recovecos de la memoria.
La hora y el cansancio imponían unos sándwiches a modo de cena, y por eso nada
mejor que el local que anunciaba los mejores “monstruos” de la zona como
especialidad de la casa. Después de todo, estábamos en la cuna de los
“Carlitos”.
Los cinco hambrientos comensales
hicimos nuestro pedido que, a nadie sorprendería, incluía tomate y lechuga
entre los ingredientes. Luego de una larga espera, alguien entra portando una
bolsita con tres tomates y una planta de lechuga, evidentemente destinados a
nuestra cena. Entonces, el mozo interroga si deseábamos manteca o mayonesa. Y
ello implicó otra larga espera, hasta que la misma persona, que acababa de
salir, regresa con un saché de Hellmans. Y entonces sí, llegaron los sándwiches
que demoraron más que un costillar al asador.
Y ya que de viajes se trata, eran
una leyenda en sí misma los emparedados del parador de la estación de servicio
Caballito Blanco, en la
Ruta Nacional 3,
a la altura de Las Flores. Cada pieza era de pan tipo
felipe descortezado, con generosas fetas de queso y de jamón cortadas con
cuchilla. Similares eran los del restorán María Cristina, en Punta Lara. Ni se
preguntaba si era con mayonesa: la manteca iba de oficio, como corresponde.
A dos siglos y medio de la
hambruna del conde y su pasión por el escolaso, el sándwich ha multiplicado su
vigencia. Se cuenta que en aquella histórica partida de naipes al conde no le
fue muy bien. Pero como acababa de descubrir una nueva manera de alimentarse,
parece que aquella circunstancia no lo afectó demasiado. Bien dice el refrán
que a barriga llena, corazón contento.