lunes, 7 de agosto de 2017

Cincuenta años después


    La efeméride desató la cadena de recuerdos. Era 3 de julio y aunque un día después, a la cabeza de las evocaciones figuraría la declaración Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica seguida del nacimiento del doctor Esteban Laureano Maradona o la muerte de Ástor Piazzola entre otros sucesos, no fueron pocos los que destacaron ese día lunes que se cumplía medio siglo del estreno de La Balsa, composición considerada piedra basal del rock argentino.
   
    Independientemente de su valor artístico –para unos lo tendrá, para otros no-, para quienes desde el pedestal de la infancia nos asomábamos a esa nueva movida musical del país, escuchar hablar de una banda llamada Los gatos despertaba cierta curiosidad. Aclaración necesaria: en esa época se hablaba de conjuntos y no de bandas, los cuales hacían música progresiva y no rock, una manera esta última, tal vez, de eludir la celosa vigilancia del gobierno de facto y de turno.


Lo cierto es que ni Lito Nebbia ni Tanguito supieron en ese legendario baño de una pizzería del porteño barrio del Once que veintitrés años después una platense y un citybellino iniciarían una relación luego de bailar ese tema y se apropiarían afectivamente de él.

    Quienes en la mitad avanzada de la década de 1960 –plenitud de la llamada Era de la Contestación- alcanzábamos los primeros peldaños de la escuela primaria, nos las ingeniábamos para organizar inocentes malones: los varones llevábamos gaseosas, las chicas algo para comer y el Wincofón destilaba discos con más fritura que una fábrica de churros, pero todos bailábamos desde pasadas las cinco o seis de la tarde hasta que mamá o papá venían por nosotros a la hora de cenar.

    En las casas familiares solían armarse los bailongos en ese barrio cercano al camino Belgrano que por entonces quedaba demasiado alejado del centro citybellino. Además de Los gatos sonaban Carlos Bisso y su Conexión nº 5, Los Náufragos, Los Iracundos, Christian Andrade, María Esther Lovero, Raúl Padovani, Tormenta, Los Beatles, Matt Monro y vaya uno a saber quiénes más.

    La evocación trajo a la memoria también otros intentos que rayaron entre lo lúdico y lo artístico. Los más grandes de la barra tendrían entre ocho y diez años y habían decidido formar un conjunto. Se llamaban Los hippies y vestían camisas –sí señor: camisas- blancas con algunos remiendos de colores cosidos, más agregados hechos con marcador que decían cosas como love, pop, o sencillas flores dibujadas.

Contaban como instrumentación con unas maracas y un pequeño bombo que daba más para chacarera que para la música que querían hacer y cantaban sobre un disco la letra de dos o tres temas de Palito Ortega que un hermano mayor había logrado desgrabar arrancando y deteniendo sucesivamente el tocadiscos.

Creo recordar uno que decía más o menos:
Estoy mirando en el mapa
busco mi pueblo y mi casa
encuentro valles y ríos
y mil caminos que pasan,
pero mi pueblo y mi casa
¡ay caramba!,
no figuran en el mapa... 
Shara undakushara,
undakuundakushara
shara undakushara,
undakuundakusha... 

    Julio Andrade, Alejandro Flaqué, Julio Mariscal, Gabriel Defranco y alguno más eran de la partida de este ensamble de vida efímera, que contaba además con una guitarra de juguete de mi propiedad, la cual me dio el salvocunducto para sumarme a la formación.

    Luego los más chicos de la borregada (Marcelo González, Mario Braccio y el suscripto) formamos nuestro propio conjunto con cartel pintado a mano y todo: Alerta, nos llamábamos y tal vez mi mamá Coca haya estado presente como solitario público en nuestra única presentación en el fondo de casa.

    Charlando estos recuerdos con mi hijo, se maravillaba de que hacíamos esas cosas antes del surgimiento de Black Sabbath, banda considerada el nacimiento del rock metálico. Le retruqué que era también el tiempo de los Beatles y los Rolling Stones, pero que acá, en el confín del mundo, nacía La Balsa, un tema sin el cual él, muy posiblemente, no habría ni siquiera nacido.
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06 jul 17


     

domingo, 9 de julio de 2017

Fría evocación

Hace hoy diez años se producía una histórica nevada sobre la región. Lo de histórica es porque hacía 89 años que no nevaba por aquí. En esa ocasión escribía y publicaba lo siguiente:

Las nieves del tiempo

Pasarán muchos años hasta que olvidemos este 9 de julio, que nos dejó copos de nieve adheridos como escarapelas en el corazón.


         El almuerzo en casa de amigos se extendía en larga sobremesa mientras la llovizna tímida, casi pulverizada y rala, advertía que la tarde sería especial para chocolate con churros, como para calentar el ambiente. Agustina anunció que estaba nevando y nadie le hizo caso, si mirá que va a caer nieve justo acá, que no nieva desde 1918 y fue apenas un cachito así.

         Pero la cosa iba en serio. Lo que se desprendía del velo gris del cielo no era simplemente agua y, además, estaba particularmente frío. Tampoco era aguanieve, ni nevizca, ni copos de telgopor. Y para uno que nunca había visto nevar, y menos aún en la puerta de su casa, el hecho era algo novedoso.


Recalentamiento invernal
         Pasado el primer impulso de vestirse de Papá Noel y salir por las calles (el físico le ayuda mucho), el cronista partió –sin trineo- a recorrer City Bell. Hacía mucho que no sentía una emoción parecida, consciente de ser testigo de un hecho cuyo precedente más cercano databa de casi noventa años. Y si, como escuchó por ahí, el frío inusitado para estas latitudes es el paradójico fruto del calentamiento global, supo que este patriótico 9 de julio se estaba inscribiendo en las efemérides como una prueba palpable de que la naturaleza está con nana, y no es broma.

         A las cinco de la tarde la nieve no era tanta como para acumularse sobre los bustos de Belgrano y San Martín en las plazas respectivas que los honran; algo podía verse en la estatua decapitada de Almafuerte, detrás de la estación ferroviaria, donde la tierra oscura removida del parque aledaño hacía un contraste perfecto con el blanco de los cristales helados que caían con lentitud. En el andén, amuchados en el banco debajo del alero, tres jóvenes con el cuello de sus camperas subidos hasta más allá de la nariz, buscaban abrigo a la espera del tren con destino a La Plata. Un par de autos estacionados del lado del Camino del Centenario daban cuenta de una capa de nieve sobre su techo y sus vidrios, como una contribución a esta postal pueblerina que nos llena de curiosidad.


El infaltable
         En las plazas algunos pocos grupos de chicos y familias enteras, trataban inútilmente de amontonar materia prima para construir el tradicional muñeco. Un par de horas después, cuando la precipitación se hizo más intensa, los resultados eran mucho mejores: en la esquina de 9 y diagonal Urquiza el monigote con nariz de zanahoria alcanzaba un metro de altura y lucía la bufanda de uno de sus escultores. Cuando el cronista apuntó con su cámara, le dijeron que ya era el cholulo número dieciséis.

         En algunas calles el jolgorio semejaba un festejo futbolero: gritos, bocinas, risas y cantos. “Las nieves del tiempo platearon mi sien”, cantaba Gardel, pero evidentemente no se refería a ésta. En una casa de la calle Rivadavia, tres mujeres asomadas a la puerta de calle contemplaban un espectáculo único en sus vidas. La mayor de ellas aseguraba sobre sus hombros una pañoleta tejida, mientras abrigaba sus pies con pantuflas rosadas. Si nos hubiésemos detenido a escuchar sus comentarios, ninguno escaparía a la admiración y la sorpresa.

Un frío silencio
         Por lo demás, detenerse a contemplar la nevada en toda su dimensión implicaba descubrir su silencioso caer: no crepita como la lluvia, no tintinea como las gotas sobre los techos de chapa, no salpica con chasquidos al pegar contra vidrios y baldosas.

         La plaza San Martín resultó la más iluminada del pueblo, detalle que -sumado a lo escaso de la forestación- congregó a un buen número de vecinos que jugaban en la nieve ya abundante, como turistas o personajes de películas en la navidad neoyorquina. Más de diez autos se habían detenido en la calle circundante, y sus ocupantes mayormente participaban de la guerra de bombazos congelados. Los teléfonos celulares y las cámaras fotográficas disparaban sus flashes aquí y allá. El pueblo era una fiesta y había que guardarla de recuerdo.

El día después
         En la mañana del martes 10 se había acabado la nevada y, con ella, el feriado. La comarca amaneció desacostumbradamente cubierta por un mantel blanco y radiante. Muchos autos, con evidencia de haber dormido afuera, circulaban con sus vidrios apenas despejados de la gélida blancura, como quien luce la bandera de su equipo favorito después de ganar un campeonato. Para muchos, era una pena que la fiesta se acabara.

         Las casas de fotografía no daban abasto con el revelado de películas y las máquinas para grabar e imprimir tomas digitales tenían colas de varias personas aguardando el momento de volcar la magia de la víspera sobre el papel. Hasta casi el mediodía no hubo un sólo rollo fotográfico en las estanterías de los comercios: todas las existencias se agotaron hasta que hacia el fin de la mañana comenzó la reposición.

         Pero para entonces ya era tarde. Aunque en la tarde aún podía verse manchones aislados de albor sin derretirse, la mayor parte de la nieve se había diluido en delgados hilos de agua que se entrecruzaban en curiosa trama de final incierto. Se escurría en ellos la emoción hecha lágrimas de casi veinticuatro horas de alegría, de fantasía e ilusión.

         Quién sabe, no debamos esperar otros ochenta y nueve años para volver a ser niños por un rato, construir un muñeco junto al vecino o al desconocido que pasa por ahí; para tirarnos con bombas inofensivas y darnos cuenta del mucho bien que nos hace divertirnos sanamente con algo que nos viene del cielo.
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 10 jul 07                                                         


        


domingo, 18 de junio de 2017

Próceres


Todos, de alguna manera, encumbramos la figura de nuestro padre, más aún si ya no lo tenemos con nosotros. 

No digo que le haríamos un monumento pero estoy seguro de que con el socorro del tiempo, que ayuda a decantar las cosas negativas, redescubrimos sus virtudes y las revalorizamos. Y con orgullo las comentamos o las mostramos con las personas cercanas. 

Tratamos de remarcar su pertenencia a la comunidad, y recordarlo es como leer un trozo de su vida, es como elevarlo a la categoría de prócer, por lo menos familiar.

Hoy, Día del Padre en nuestro país, quise retomar este párrafo escrito y publicado hace un año y acompañar la foto de mi papá Humberto junto al suyo, mi abuelo José.

sábado, 10 de junio de 2017

La radio siempre presente

En este trance de la convalescencia -me encamino a los dos meses de reposo primero absoluto, luego me levantaba sólo para comer, luego mitigado y ya tengo permiso ahora para caminar algunas pocas cuadras- he hecho cosas que jamás hice, como ver películas enteras en la tele.

En ese contexto hace un par de semanas mi amigo Fernando Arias España hizo lo que su espíritu de vecino, solidario y radioaficionado le inspiró: me trajo un dvd con la película "Si tous los gars du monde" (Si todos los hombres el mundo) filmada en 1956 por el francés Christian Jaque.

Brevemente: quince pescadores entre los que hay italianos, franceses, bretones y un africano contraen botulismo en alta mar y su vida dependerá de la medicación que se les pueda hacer llegar en un lapso de doce horas cuando ellos están a dos días de la cosa noruega.

Llamados reiterados de radio, un radioaficionado que capta el S O S en Togo y entonces la historia se convierte en la gran carrera que éste y otros radioamateurs emprenden para conseguir un médico que los diagnostique a través de las ondas hertzianas, dé las indicaciones médicas y se sumen otros eslabones que incluyen azafatas pilotos, civiles y militares que en algún caso juega su vida para hacer llegar la medicación a un avión que partirá desde el lado comunista de Berlín. Todo eso antes de transcurridas doce horas desde el momento el diagnóstico.

La solidaridad entre desconocidos en tierra, los caracteres (des)encontrados abordo con la muerte respirándoles en la nuca, y el final feliz previsible para una historia donde el verdadero protagonista es la radio como medio alternativo, eficiente y solidario de comunicación.

Yo no estoy en el Lutecia (nombre del barco en cuestión), pero le agradezco a Fernando la visita, la lata de yerba y la película con que vino provisto para ayudar a mi cura. 5-9 lo suyo, colega, haciéndote presente aún sin necesidad de prender tu radio.

Si gustan, acá está el link de la película:
 http://extremp3.com/GY5pLSeZhkA@Si_todos_los_hombres_del_mundo_Francia_1956.html

viernes, 9 de junio de 2017

Hagámoslo realidad

Foto de 1915, aparecida en el mensuario City Bell en 1942.
Podría decir que este artículo se empezó a escribir hace veinte años. Fue en octubre de 1997 cuando colgaron un cartel de venta en la ventana del primer piso de la casona de. Por ese entonces la vivienda estaba desocupada, casi que abandonada, como si en su entorno se ignorara que en la esquina de Cantilo y calle 7 se erige la primera edificación de City Bell. Lo que se dice la casa fundacional del pueblo, desde la cual la compañía urbanizadora administró la incipiente villa y en la cual moraban el administrador Tobías Büchele y su familia.


Ese caserón de 1914, de particular estilo, engalanado por entonces y desde tiempos lejanos de amarillo y rojo oscuro, sería el inicio de la historia edilicia y administrativa de nuestra ciudad y conservaba en su interior, por lo tanto, buena parte de nuestro patrimonio histórico y cultural.

Así la conocimos durante décadas.
Hace veinte años yo escribía en el semanario Hechos y Personajes y desde esas páginas insté a que alguien, desde el ámbito oficial o el privado, procurara que el inmueble fuera recuperado para el uso público, en lo posible con un destino cultural. Andrés Rivelli, director del semanario, decidió que el tema fuera noticia de tapa.

     1997 era, como éste, año electoral; se renovaban parcialmente los diferentes cargos legislativos y tal vez por eso una agrupación política aceptó el reto, recogió el guante y alquiló el inmueble para instalar el Centro de Estudios Sociales “Carlos Auyero”, un espacio intelectual que, era evidente, tenía su connotación ideológica pero fue presentado como abierto a todos los pensamientos.

     La patriada duró poco: la falta de fondos para mantener el edificio y pagar los servicios básicos le dio una pincelada de realismo al idealismo. O al oportunismo.

Después de algunos años con destinado comercial luego de haber pasado por un proceso de restauración –son otros sus propietarios-, la casa luce un nuevo cartel que la ofrece en alquiler.

     Hoy la conciencia de identidad local es otra. Se ha consolidado en los últimos años quizás por propia madurez, quizás como un modo de resistir al avance descontrolado de locales comerciales -y en particular, del rubro gastronómico- que en nombre de una dudosa fachada turística viene devastando no sólo la arquitectura sino aquello que atrajo a tantos residentes a la comarca: la tranquilidad del lugar, la sociabilidad de sus vecinos.

La casa, hoy. (Foto: Andrés Vendramín.
     El hecho de que la histórica construcción esté en alquiler nos hizo soñar nuevamente. ¿No será tiempo de que alguien reaccione y se haga lo necesario para que se la declare de interés público? Señores concejales, estimados diputados provinciales, el llamado es para ustedes o para algún filántropo que aporte lo necesario para poder acceder a esa propiedad.

     Estamos seguros que puede funcionar como centro de información turística e histórica, como pequeño museo elemental sobre nuestro pueblo, como centro de exposiciones de arte y disertaciones. ¿No es tiempo de que nos regalemos lo que nos merecemos?

     Debemos entender que nos toca la responsabilidad de defender aquellos ladrillos que asentaron uno sobre otro aquellas manos pioner


as y laboriosas que hace ciento tres años comenzaron a construir este City Bell que tanto defendemos, que tanto nos duele que nos lo arrebaten de nuestras vidas delante de nuestros propios ojos.

     Me gusta y defiendo un City Bell moderno para sentarnos a una mesa y charlar con amigos o la propia familia. Pero nuestra identidad reclama, también, preservar el medio histórico. Y la indiferencia que aparentemente produce el hecho de que la construcción más antigua de City Bell se convierta en una nueva cervecería es una nueva señal, palpable y alarmante, de la pérdida de nuestro pasado.

Intuyo que ya no es una utopía. El tiempo ha decantado las cosas lo suficiente como para que nos sintamos capaces de esta conquista. Si algo hemos crecido y progresado desde 1997, es hora de que lo demostremos, de que intentemos lo que parece inalcanzable, imposible. Para eso sirven los sueños, para asirnos a ellos y no soltarlos hasta hacerlos realidad.

miércoles, 24 de mayo de 2017

Galileo tenía razón

En la previa de la operación pensaba mucho en el postoperatorio. Me preocupaban los eventuales dolores, la higiene general y la íntima, cuestiones todas inherentes a una situación como ésta, esperables sabiendo que me colocarían una prótesis de cadera.

Y viendo todo el aliento que recibía en persona pero fundamentalmente a la distancia (a través de Facebook y Whatsapp), sabía que tenía la compañía asegurada. 

Llevo un cachito más de un mes de reposo en casa. Sé que no es la condena de nadie, pero si no fuera que tengo la cama junto a la ventana, se me haría muy difícil el encierro. Y si no fuera por mi esposa y mi hijo, por mi hermano y algunos otros pocos, moriría de aburrimiento. 

Galileo tenía razón: la vida no gira alrededor de nosotros. Somos apenas una partícula dentro del Universo.

lunes, 15 de mayo de 2017

Un nyc para la plaza

Parafraseando la picardía popular, en este caso no es la pampa sino la plaza la que tiene el ombú.

Ayer, 14 de mayo, en el marco de los festejos por los 103 años de la fundación de City Bell se plantaron tres árboles en la plaza San Martín. Uno de ellos es un ejemplar de ombú de menos de setenta centímetros de altura sembrado de semilla y criado por mí, en casa.

Uno de mis pasatiempos preferidos es ése: sembrar semillas de árboles o conseguirlos muy pequeños, cultivarlos y luego obsequiarlos a quien sé que lo va a valorar y cuidar. Alguno recaló en la vereda de casa: un ejemplar de timbó cuyas semillas traje desde la colonia 3 de Abril (Bella Vista, Corrientes) en 2012.

En el caso del ombú, en 2015 había comprado diez semillas de phytolacca dioica (ombú) y las sembré en almácigo el 14 de marzo de ese año. Ayer se cumplieron veintisésis meses de ese día. Sólamente germinaron tres, una de las cuales ya hunde sus raíces en Santa Clara del Mar, en la casa de mi amiga Beti. Otro ejemplar está en casa a la espera de ser protagonista de un proyecto que aguarda pacientemente ser aprobado por las autoridades de una escuela local. Y la tercera planta es la que ayer se plantó en presencia el Intendente municipal y otras autoridades y vecinos en el paseo citybellino. La foto muestra que mi esposa María Laura hundió sus manos en la tierra para acompañar a las raíces del pequeño arbusto a encontrar su destino.

Es sabido que el ombú es representativo de nuestra pampa. Pero para City Bell tiene un especial significado, dado que una de sus cuadras más bellas tiene ejemplares de phytolacca en abundancia: enmarcan lo que fuera la antigua entrada a la Estancia Grande a través de lo que hoy es la diagonal Jorge Bell. Contaba Lorna Bell, nieta del estanciero, que poner esos árboles había sido una de las peores ideas de su abuelo, ya que por su abundante sombra el barro era casi permanente. Luego se hizo la entrada por el camino Centenario, frente a las vías del ferrocarril, esta vez enmarcada por casuarinas.
Sus primeras hojas
El Intendente municipal, el Delegado , el Jefe de la Agrupación de
Comunicaciones 601, María Laura (de boina y campera marrón)
y vecinos en el momento de plantar el ombú (Ignoro el autor de la foto).


En la plaza San Martín subsisten ejemplares de ombúes casi con seguridad plantados por Bell antes de la fundación del pueblo. Son parte de nuestra idiosincrasia junto con algunos otros ejemplares que no es raro encontrar en la comarca. Por esas dos razones (la representativa de la pampa y la relacionada con City Bell) quise cultivar sus semillas.

Ya crecidos los ejemplares, pensé que bien merecía uno de ellos pasar a integrar la foresta local, echar raíces en un espacio público para que futuras generaciones disfruten de su sombra. Porque ese es el secreto: saber que uno está haciendo algo cuyos beneficios no va a disfrutar; sus raíces prominentes y aéreas, su sombra, su depuración del aire a través de las hojas, beneficiará a los que vengan. Nuestros nietos, por ejemplo. Que me nombraran por los micrófonos como donante no era lo pactado, pero en definitiva es un detalle menor.

Como yo, ese ombú es un "nacido y criado" en City Bell, un "nyc". Está en el sector de la plaza ubicado entre la calle 11 y el predio de la feria. Por mi convalescencia no pude ir y deberé esperar algunas semanas hasta que pueda acercarme. Vayan de mi parte, tómense una foto ahora y recuerden volver a hacer lo mismo en cinco o diez años. Va a ser fantástico comparar ambas imágenes. Y sean parte de este momento histórico.

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