lunes, 27 de febrero de 2017

Amigos

    Estuve hablando de amigos con algunos amigos. Digo de amigos, no de amistad. ¿Sí? Hace cerca de un año cenábamos juntos Bernardo y yo. Nos conocimos en el jardín de infantes, con cinco años cumplidos y nos juntamos a celebrar nuestro medio siglo de amistad. Nos vemos poco, no coincidimos en muchos gustos, pero hay un extraño sentimiento que subyace a todo eso y mantiene viva la fidelidad. Y le conté entonces de mis contados amigos.

    "Fidelidad a la historia", solía decir otro amigo, el bueno de Juancarlitos, que se hizo cura y dejó los hábitos para casarse, sí, pero también por fidelidad a su conciencia. "No podría mirar a los ojos a mis feligreses que me creerían célibe si yo estuviera con una mujer".  Y eso se lo dijo a su superior. Y se casó y fue feliz, hasta que murió joven, a punto de cumplir sus 53 años, y de su partida mañana se cumplirán nueve.

    Con mi tocayo Guillermo tuvimos una fuerte amistad basada en los viejos valores de la confianza, del compartir lo más difícil y lo más plenificante. En un momento ambas familias llegaron a parecer una. Veinticinco años de una bella amistad hasta que algo se cruzó: un malentendido, algún estorbo en el alma que no se dijo a tiempo, un consejo mal dado. Lo cierto es que el cable se cortó de repente y murió toda comunicación. Como la de Juancarlitos, fue una amistad arrancada a mis sentimientos.

Mi amigo Marcelo regalando su humor.
    "No lo puedo creer", decía mi amiga Gabriela al escuchar mi relato sobre lo de Guillermo y las hipótesis de los porqué. Con Gabriela la amistad tiene raíces ancestrales y hoy nosotros procuramos cuidarla y cultivarla como a la más delicada de las plantas.

    Por ella lo conocí a Marcelo. Un gran amigo y compañero de vida del último cuarto de siglo hasta que un sábado se durmió escuchando radio y aún lo debe seguir haciendo. Cómo te extraño, Marcelo. Por eso, de mis amigos en serio, elegí una foto con él para acompañar estos pensamientos.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Menonitas en la ciudad

Amish y menonitas son comunidades de religión cristiana (protestantes) con origen en el cisma de los anabaptistas del siglo XVI. A primera vista se caracterizan por vivir de manera no primitiva pero sí “atrasada”: no uso de tecnología, trabajo de sol a sol en el campo o los talleres artesanales con los que se ganan el pan.

Sus vestimentas y costumbres parecen ancladas en el siglo XVII y viven en comunidades aisladas del resto de la sociedad, excepto para el intercambio comercial.


Sin embargo, a diferencia de los amish, los menonitas aceptan cierta innovación tecnológica y, de hecho, puede encontrarse en internet algunos sitios oficiales; menonitas.net y menonitas.org. Desde hace algunas décadas están afincados en Guatrache, provincia de La Pampa.

Hoy creo haber encontrado a tres de ellos en el centro porteño... ¡en una casa de venta de computadoras e insumos informáticos! El mayor de todos –bajito de estatura, larga barba cana- estaba parado en la vereda, con pantalón de vestir –pero con signos de años de uso-, camisa y tiradores más un sombrero de paja muy característico de su cultura. 

 Los otros dos -un tanto más jóvenes pero con un aspecto similar- intercambiaban opiniones junto a la vidriera del comercio acerca del equipo de su conveniencia. Uno hablaba un perfecto español con acento local; el otro le respondía en inglés, pero evidentemente entendía a la perfección lo que le decía su compañero.

Muy cerca los escuchaba el propietario del comercio, quien se escabulló cuando adivinó que yo empuñaba el teléfono con intenciones de tomar una foto.



Me pareció una escena por demás extraña: gente con apariencia de doscientos años atrás, cuya cultura no gira en torno a la computación, en un comercio del rubro en el centro de la ciudad de Buenos Aires.

sábado, 4 de febrero de 2017

¡Ayyyyy!

En una oficina de prensa, escuché el siguiente diálogo entre dos colegas:


A: No puedo creer que algunos confundan “haya” de “haber” con “alla” de “ir”.
B: “Alla” no es de ir, es de “ahí”.
A: Bueno, sí, es de "estar".


En fin; Así estamos.

jueves, 2 de febrero de 2017

Imberbes y unimembres



El profesor de Lengua preguntó a la clase cómo se llaman las oraciones que no tienen verbo. “Inverbes”, dijo un alumno que era, sin saberlo, un imberbe; y que también era, como las oraciones sin verbo, unimembre.

         Los hombres son unimembres en su estricta condición de varones. Aunque en sentido antropomórfico tengan cuatro miembros igual que las mujeres, las cuales son, salvo excepciones, como las oraciones del alumno: auténticas imberbes.


Qué fantástica, fantástica, esta siesta

La siesta -cualquiera lo sabe- es la costumbre de descansar después del almuerzo. Y aunque esa costumbre la heredamos de los ancestros españoles, muy probablemente nuestros ascendientes originarios nos hayan legado también la sana costumbre de echarnos un sueñito antes de arrancar la tarde.

"Siesta" viene de "sexta", y veamos por qué. Los romanos contaban las horas a partir de la salida del sol, de modo que al mediodía, cuando el calor se acentuaba, era aproximadamente la hora sexta, por lo que se llamó sexta -y más tarde siesta- al tiempo en que se almuerza y se echa luego un breve sueño.
 

En el "Tesoro de la lengua castellana" editado en 1611, Covarrubias dice que la siesta es el tiempo que transcurre entre el mediodía y las dos de la tarde. Este mismo diccionario define "sestear" como 'reposar a la sombra en la hora de sexta, que es la del mediodía'.

Se dice que el sueñito post almuerzo está también afincado en China (donde la "xiu-xi" es un derecho constitucional), Taiwán, Filipinas, India, Grecia, Oriente Medio y África del Norte, y que es una necesidad fisiológica, consecuencia natural del descenso de la sangre después de la comida desde el sistema nervioso al sistema digestivo, y la consecuente somnolencia. Bien por la ciencia que avala el hábito.

Los hombres de ciencia dicen haber demostrado que una siesta de no más de 30 minutos mejora la salud en general y la circulación sanguínea, y previene el agobio, la presión y el estrés. Además, favorece la memoria y los mecanismos de aprendizaje y proporciona la facultad de prolongar la jornada de trabajo al poderse resistir sin sueño hasta altas horas de la noche con poca fatiga acumulada.

"Las siestas son recomendables para refrescar la mente y ser más creativo", dicen que escribió Albert Einstein sobre un papel que dejó sobre su escritorio, mientras reposaba en un catre junto a su biblioteca. También a Winston Churchill, Tomás Edison y Leonardo Da Vinci los presentan como adictos a la siesta, y se le achaca a Camilo José Cela, premio Nobel de literatura, su inclinación por la siesta "con pijama, Padrenuestro y orinal". El propio Raúl Alfonsín manifestó alguna vez, siendo Presidente, que sus siestas eran de persiana baja y pijama, también.

Hoy son no pocas las empresas que destinan una suerte de dormitorio para uso de sus ejecutivos. Google, Radio Metro, la Universidad Argentina de la Empresa, la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires disponen de estos espacios de siesta.

Para no ser menos, en City Bell tenemos nuestros siestarios a cielo abierto: nuestras plazas, nuestras veredas arboladas son ideales. Y ni qué decir de una buena siestita al pie de los ombúes de la calle Jorge Bell.

Claro que en el ámbito empresarial, quien duerme un rato se está "relajando", mientras que si el resto de los mortales duerme la siesta, está "atorrando" o, simplemente, es un vago. Convengamos, entonces, que hay por lo menos dos clases de siesta: la siesta urbana, breve, apurada y posmoderna y la otra, la "provinciana" -se la duerma donde se la duerma-, esa que se duerme sin horario y "a pata ancha".

Porque la siesta es toda una institución nacional muy practicada fuera de los centros urbanos. Y en los barrios aledaños a éstos, también. Llevamos doscientos años de siesta argentina y más de quinientos de la criolla, sin contar que la costumbre puede haber sido, como dijimos, precolombina. En los barrios –en City Bell- es el momento del silencio, la hora veraniega en que sólo se oye el pregón del heladero y el cantar de las chicharras. O el motor de alguna cortadora de césped cuyo dueño será el destinatario de más de un improperio.

Resumamos diciendo que los argentinos somos siesteros por idiosincrasia y derecho propio y que por tanto la siesta, señores, es sagrada: a esa hora no se juega a la pelota, no se pone música y se respeta el descanso ajeno, acá y allá: en un municipio de Valencia pueden aplicar una multa de 750 euros a quien cause molestias a esa hora.

No es menor la información de que la siesta reduce el riesgo de infarto, combate el estrés, elimina la fatiga física y mental, disminuye la presión arterial, mejora la atención y la memoria, aumenta el rendimiento y provoca una sensación de bienestar. También se la ha asociado a una prevención del envejecimiento. No estamos diciendo que sea la panacea ni que reemplace a la medicina, pero es, al menos, para no despreciarla.

Como el tiempo, el sueño perdido no se recupera jamás. Es decir que no existe un "acumulador de sueños", no podemos dormir de más varios días y "guardar" ese sueño de más para cuando nos vemos obligados a dormir menos. Quien duerme menos de lo necesario, contrae una deuda de sueño con su propio organismo; y tras que no tenemos deudas...

"Nap" para los angloparlantes, "xiu-xi" para los chinos, "siesta", para nosotros, parece ser que estamos entrando en el tiempo de su reivindicación. Hagamos silencio, formemos un poco de penumbra y soñemos. Que de eso, también se vive.
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30 jun 16


martes, 24 de enero de 2017

Ahí me va gustando

Y finalmente parece que le vamos encontrando la vuelta a este asunto del blog. No me gustaba mucho cómo estaba mezclado el diario de un rengo con los otros temas. Por eso, más allá de que ahora tengo que entenderme con el diseño de dos blogs a falta de uno ( lo que ya me costaba bastante) el lector podrá optar por uno u otro, sin que se mezcle la hacienda: eldiariodeunrengo.blogspot.com.ar o guillermojdefranco.blogspot.com.ar con la Bitácora de Guillermo Defranco. ¡O los dos!. Pónganse cómodos y sigan leyendo.

miércoles, 4 de enero de 2017

La valija de mi padre


Hacía tiempo que la andaba buscando. Estaba resignado ya a que había  acabado sepultada como relleno del viejo sótano, o reciclada en alguna fundición de hierro. Pero ya pasó más de una década desde el gran reencuentro.



Cuando en septiembre del '97 mi padre y su socio decidieron jubilarse, cerraron una etapa de sus vidas que había comenzado en su juventud, si no en su adolescencia. Dependientes ambos en el mismo taller mecánico con despacho de combustibles, en los inicios de la década del '50 decidieron independizarse: pusieron su tallercito propio en galpón alquilado y, algunos años después, entre hipotecas y sudor, construyeron la estación de servicios con su taller anexo. Taller con sótano grande, que no es poco.

A Humberto -mi padre- lo imagino en aquellos tiempos de aquí para allá con su caja para herramientas de chapa, de tapa abovedada, con un candadito prendido en la manija y del que posiblemente no tuviera la llave. Recuerdo haber visto esa valija pintada de color gris, luego verde y finalmente, azul. Cada tanto había que someterla a una sesión de maza y soldadura autógena para suturarle las heridas de batalla: la pisada de alguna rueda, algún martillazo descontrolado, el socavón de herramientas de acero arrojadas en su interior en el fragor laboral.

De alguna manera, esa valija encerraba para mí el más de medio siglo de trabajo de mi padre. La última noticia que había tenido de ella estaba en esta fotografía que tomé horas antes de que se concretara la venta del taller: en un ángulo, junto a un cartel que reza "cambio de firma", se ve un extremo de la caja abierta, con herramientas apoyadas en el borde, como quien las deja para continuar trabajando en un momento que ya no será.


Adiós a las armas
Mi padre no quiso llevarse con él esa valija, como quien quiere dar por concluido un período de su vida, la más larga y productiva de las etapas de su derrotero por este mundo.

Vaya símbolo, si lo hay, este de dejar tras de sí las herramientas que dieron de comer al artesano. Porque mi viejo militó en esa generación de hombres que hicieron su trabajo poniendo de sí todo lo que fuera necesario para obtener un producto impecable. Fue de los que fabricaron una herramienta cada vez que la reparación a realizar le presentaba un desafío nuevo; de aquel tiempo en que antes de reemplazar una pieza por otra nueva, se buscaba la manera de repararla, pero a su vez, era el tipo que tomaba el camino más seguro para garantizar el mejor funcionamiento del auto que estaba arreglando.


En aquellos tiempos de su retiro laboral, me presentaron a un señor de apellido Rodríguez quien, al enterarse de que yo era hijo del mecánico, recordó que en el año 1954 mi padre le había rectificado el motor de su camión Chevrolet. "Era muy joven, y recuerdo que era el primer motor que 'hacían' en el taller recién instalado. El camión anduvo mejor que nuevo", me dijo. Para ese trabajo -qué duda me cabe- mi padre ha de haber utilizado las herramientas que guardaba en la valija que yo tanto busqué luego.


Reencuentro de catacumba
El tiempo restaña heridas, clarifica sentires y pensares, orienta en el caminar. Una tarde pasaba por la esquina del querido taller -antes de que lo hicieran desaparecer- y, como si lo hubiera tenido cuidadosamente planeado y calculado, mis pies me llevaron hasta el lugar a preguntar por su nuevo dueño, que no es el comprador de hace nueve años. El hombre, joven y longuilíneo, me escuchó y me llevó a recorrer todos y cada uno de los rincones del local. Hasta el sótano, ese que yo creía ya relleno de deshechos y de tierra, y que descubrí que permanece intacto, con su silencio de catacumba que atesora treinta y algo de años de la historia de aquella sociedad que había empezado en los '50.
Fui reconociendo muebles, estanterías, herramientas, piezas en desuso, el compresor resoplón que tantos sustos me daba cada vez que arrancaba en los tiempos en que funcionaba en la oficina donde también yo trabajé. Nada por aquí, nada por allá, y cuando ya estaba comprendiendo que nada quedaba por hacer, la veo, debajo del último estante del depósito del primer piso.
Era un aleph borgeano: los años de trabajo de mi padre pasaron por mi mente y por ese rincón todos juntos. La acaricié por dentro y por fuera. Reconocí sus abollones, las picaduras en su chapa, el óxido oculto todavía debajo de la grasa, a pesar del tiempo transcurrido.
-Llevala, es tuya- me dijo el flaco, que no lo conoció a Humberto pero sí entendió que esa caja de herramientas vieja y vacía no es parte de su negocio. Que representa una época que es historia.
Qué cosa esta de los objetos y su historia. De la historia y los objetos. Qué cosa esta del trabajo honesto como regla de vida, de la vida tomada como un trabajo. Cuántas cosas que hay dentro de esa valija, que muchos creen que está vacía.

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